Adoro la rambla. Especialmente de noche, con los barcos iluminados en la negrura esperando por entrar al puerto. Se ven los enormes cruceros partir: imagino allí fiestas mientras corre el champagne, el juego y el adulterio.
Adoro la rambla. Especialmente de noche, con los barcos iluminados en la negrura esperando por entrar al puerto. Se ven los enormes cruceros partir: imagino allí fiestas mientras corre el champagne, el juego y el adulterio.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáYo tengo mi propio lujo: mi bici. Intento los fines de semana practicar ejercicio físico y espiritual desde la Ciudad Vieja a Pocitos.
La rambla parece otro Montevideo: es limpia, los uruguayos se comportan de forma decorosa y se percibe un intento continuo de las autoridades por mantenerla en buen estado. Se poda el césped contiguo, se plantan árboles, se instalan aparatos para hacer gimnasia y, aunque los vándalos cíclicamente los destrocen, con nuestro dinero la Intendencia repara.
Sin embargo, ni aún en la bella rambla me salvo de la estatuaria. Hasta allí nos persigue, a aquellos que deseamos entrar en contacto con el mar y el cielo, la manía nacional de colocar cabezas guillotinadas de bronce o estructuras que recuerdan el esqueleto de un dinosaurio mutante.
Lo de las cabezas es un hito montevideano. Un amigo mío italiano me visitó hace tiempo. Se emocionó al ver el matambre, la mortadela, el salame, el parmeggiano, las máquinas de las viejas fábricas de pasta, los bares con grappa de fruto adentro, los choripanes, los apellidos, las casas viejas con la diosa del hogar sobre la puerta. Pero me dijo: “¡A questa città, in ogni angolo c’ è una testa!” (En esta ciudad, en cada esquina hay una cabeza).
Un escritor, después de un largo exilio en Europa, recorrió la Ciudad Vieja y sus edificios públicos, y contó unas sesenta cabezas de Artigas.
Cuando voy a la rambla debo pasar por un costado del Solís. Cruzo Reconquista, primera cabeza: José Soler, tenor. El diseñador pensó un banco moderno para que el paseante se detuviera a recordar óperas: su diseño carecía de una pata. Muy ingenioso. Hace tiempo que se ha partido, incapaz de sostener los glúteos de nadie.
Ya en la rambla, aparecen monumentos esotéricos, conjuntos de palos o troncos realizando montículos que me recuerdan antiguas mitologías. Paso delante de la convencional estatua de José Zorrilla de San Martín, autor del la obra más racista de la Literatura Uruguaya, “Tabaré”. De familia de escultores, tuvo una digna estatua, como si él estuviera recitando “Es la voz de la Patria, pide gloria” a un ejército.
Me topo con otra cabeza: Mahatma Gandhi guillotinado, con su peladita y su flacura soportando el viento del Río de la Plata. Bien hubiera merecido un cuerpo entero, un gesto digno, y no ese rictus de derrota que inspira.
Y, finalmente, el espantoso monumento a Gabriela Mistral, mole inexplicable homenajeando una mujer que sin embargo tenía el alma tan grácil como un pájaro.
Al retornar en mi bici, me percato de una novedad. Finalmente, cerca de Punta Carretas, han acabado un monstruo de piedra, asimétrico e inexplicable, que durante un tiempo estuvo tapado por grúas y carteles.
¿Lo habrán inaugurado ya? ¿Habrá habido un cóctel junto al mar? ¡No me invitaron!