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    Ética y política

    Sr. Director:

    Hace ya unos años publiqué un pequeño librito, dedicado a apoyar la docencia que por entonces servía en la Cátedra de Ciencia Política en la Udelar, el que lleva como título: El nacimiento de la política. Como se percibe de inmediato, se trató de un ejercicio, al promediar los años 90 del siglo pasado, de revisitar la primera fundación de la política, como acción y como saber, en el fundamental período griego del occidente cultural. La idea básica es que no toda lucha por el poder en la sociedad es política sino aquella en que, dentro de un marco de equilibrios sociales, el conflicto por la dirección y el predominio de los asuntos públicos tiene su base en el mutuo reconocimiento entre los contendientes, en que la autoridad debe legitimarse por el límite infranqueable del valor central del debate libre en “las asambleas”, que las decisiones se basan en el consentimiento mayoritario y, fundamentalmente, que la política es, en sí, una ética. La centralidad está en los fines de bien público y será por la coherencia con dichos fines que se juzgará el valor y la veracidad de la política, tanto en su faceta agonal como arquitectónica. Y ello vale para todos los actos. Los conjurados que asesinaron a César, más allá de la eternamente deleznable violencia de su crimen, instintiva y oscuramente vengaban una Republica amenazada por la peor forma de mentira: el personalísimo exclusivista del tirano que proclamaba el bien del pueblo por fuera de las instituciones legitimadas.

    En el pequeño opúsculo también se narra, brevitatis causa, que ese paradigma de integración entre política y ética, de regimiento de la acción cívica por la moral, es sustituido en la modernidad occidental por la poderosa idea de la separación entre ética y política que vinculamos en nuestro círculo cultural con la figura de Nicolás Maquiavelo y las posteriores manifestaciones del realismo político. La política deja de ser una ética al servicio de la polis y se perfila como una técnica para el logro del predominio (cada vez más abarcativo y sociocultural), para mantenerlo y acrecentarlo. Hay un gigantesco desplazamiento del interés vital desde los fines hacia el medio, hacia el instrumento y hacia los aparatos. Es la captura del hacer político por la razón de Estado, que llegó a su paroxismo en los totalitarismo del siglo XX (por su orden cronológico comunismo, fascismo y nazismo), pero que ha conformado la totalidad de la política hasta nuestros días. En cierta forma, en las experiencias totalitarias se expresa el resultado del realismo al separar ética y política de un modo brutal y, por lo mismo, tan evidente que favorece la posibilidad de la condena por cualquier ser mínimamente racional recluyendo la adhesión a sus barbaridades, a la ceguera de las almas fanáticas. Pero cuando la política libre de ética se entroniza en las democracias liberales y capitalistas, suele anestesiar las reacciones de los hombres y mujeres racionales y libres que solo perciben la piel de los hechos y, cegados por el consumismo materialista, reducen las exigencias éticas a los aspectos económicos y patrimoniales, dejando de lado que las peores formas de corrupción del poder político son la mentira y la falsedad. En la escala de valores propia del mundo liberal, solo en terceros o cuartos lugares puede colocarse la corrupción económica. Lo peor es instrumentalizar a las personas, servirse de su confianza, mentir a la ciudadanía de cualquier manera y recién después robar o malversar dineros públicos. Jamás, en la pureza de los ideales democráticos y republicanos esenciales, podrá ser más condenable abusar de tarjetas corporativas que la mentira, el ocultamiento, el doble discurso o el cultivo de la posverdad.

    De aquí que cuando los legisladores trabajen textos para moralizar la política, si quieren trabajar en la sustancia y no únicamente en la forma, si apuntan a legislar en el orden de las causas y los procesos y no en anécdotas o episodios, no debieran olvidarse de castigar la mentira, el transfugio, el perjurio, el agravio, con igual o más severidad que el enriquecimiento o en nepotismo de nombrar parientes. Decisiones como interpretar la Constitución ejerciendo facultades de la Asamblea General (artículo 85, numeral 20), para determinar que la irresponsabilidad por dichos y opiniones prevista en el artículo 112 constitucional no comprende los casos de difamación, injuria o calumnia. Generar figuras delictivas como la desnaturalización de fueros o privilegios para evitar que sean el refugio de cobardes, lenguas largas o delincuentes, doblemente protegidos por la prohibición del duelo por la inmunidad (cuestión en la que a estar a últimos dichos debiera coincidir el expresidente Mujica). Agravar la responsabilidad civil y penal de quienes calumnien o difamen en la actuación política y generar dispositivos para hacer efectiva la responsabilidad patrimonial generada en actos políticos o administrativos, debe estar en esa faena redentora de la gestión de la cosa pública.

    Estas inmoralidades propias de la acción política que no se relacionan exclusivamente con el manejo de dineros o recursos económicos, sino también, y fundamentalmente, con la confianza en las palabras y compromisos asumidos en el seno de la ciudadanía, hacen del ámbito político un espacio ajeno a la verdad. Y sin verdad no generará la confianza mínima en que lo aparente, lo que se dice en los discursos, se adecue efectivamente con la realidad. Sin verdad en el comportamiento de líderes y partidos no será posible ni la libertad ni la justicia. Sin verdad las puertas del ámbito político estarán abiertas para el saqueo de la confianza que asegurará el saqueo de las arcas públicas, desde que quien peca en lo máximo, que es defraudar la confianza como bien supremo del pacto democrático, ¿por qué no habrá de hacerlo respecto de cosas de naturaleza material?

    Dr. Ricardo Gorosito Zuluaga