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El grave estado de indefensión de las colonias hispanoamericanas, producto de la corrupción desmedida y la notoria ineficacia administrativa, en asociación con la creciente presencia de naves británicas, llevaron al monarca español Carlos III a profundizar una serie de cambios conocidos como las reformas borbónicas.
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Entre otras cosas, en octubre de 1777 se concretó la creación del Virreinato del Río de la Plata, con territorios pertenecientes al Virreinato del Perú y capital en Buenos Aires. Un año más tarde, y a fin de fortalecer el desguarnecido flanco austral, la Corona puso en marcha un operativo para llevar emigrantes españoles a la Patagonia.
Los elegidos (todos del noroeste de la Península) debían ser campesinos duchos en las tareas del campo, de probada fe cristiana y sin sangre judía o mora. Recibirían de las autoridades vivienda y tierras en propiedad, animales, semillas y útiles necesarios para la labranza.
En esa época, casi la mitad de los campesinos en España no poseían tierras. En el sur del país predominaba el latifundio, con una masa de asalariados en condiciones de total sumisión y miseria. En el norte prevalecían el minifundio y las soluciones mixtas (posesión de pequeñas parcelas, usufructo de las tierras comunales, arriendo y trabajo asalariado).
Y si bien la situación de la masa campesina era acuciante, con repetidas hambrunas y sangrientos movimientos de protesta, no fue fácil reclutar voluntarios para la empresa colonizadora. Para facilitar la labor, los representantes reales omitieron informar sobre el destino real (Patagonia) y se limitaron a decir que el fin del viaje sería el Río de la Plata.
Entre quienes esperaban el permiso para partir, y un barco en el cual viajar, estaban mis antepasados Felipe Pajarro y Agustina Bartolomé, tatarabuelos de mi abuelo Felipe Cantera.
Felipe y Agustina habían llegado a La Coruña luego de haber hecho a pie más de 400 kilómetros desde su pueblo natal, Frechilla de Campos, en la provincia de Palencia. La espera se hizo larga y los jóvenes (él de 21 años y ella de 18) tuvieron durante la misma dos hijas: Juana y María Antonia.
Un primer envío de seis familias partió de La Coruña en octubre de 1778. En diciembre zarpó un segundo grupo de 32 familias, mientras que el tercero, con trece familias y algunos solteros, recién salió en abril de 1779. Las dificultades para encontrar navíos disponibles retardaron notablemente la empresa.
Parte de esos primeros colonos fueron reenviados de Montevideo al sur argentino en junio de 1779, para poblar dos fortines recién fundados (las actuales ciudades de Viedma y Carmen de Patagones). A lo largo de 1780 zarparon de Galicia más naves camino a Montevideo, llevando a bordo un total de 735 personas entre adultos y niños.
Finalmente, el 15 de abril de 1781 abandonó el puerto coruñés la San Josef, con 569 adultos y 36 bebés apretados en la bodega. Dos de estos eran Juana, de dos años de edad, y María Antonia, de nueve meses. Los pasajeros de la fragata San José llegaron a Montevideo el 19 de julio, luego de 95 días de penurias.
En total, más de dos mil personas fueron trasladadas con destino secreto a la frontera sur del imperio español. Pero el escorbuto, la falta de víveres, el clima y las desavenencias entre los representantes reales hicieron fracasar el proyecto de colonización.
La incapacidad de la Corona española para llevar a cabo una empresa complicada, que ya había exasperado al propio Colón, dio en este episodio una nueva muestra de salud y fortaleza.
Cuando Felipe, Agustina y sus hijitas llegaron a Montevideo, la “Operación Patagonia” ya había sido abortada. Los colonos fueron enviados a poblar pueblos ya existentes en la Banda Oriental (Colonia, Soriano, Maldonado, San Carlos, Paysandú, Rosario, Florida y Mercedes) o fundar nuevos, como Santa Lucía, Canelones y San José.
En 1784, casi tres años después de su arribo, Felipe, Agustina y su prole, junto a un centenar y medio de personas, fueron enviados a fundar la ciudad de Minas. Seis años de peregrinaje habían llegado a su fin.
El escritor español Arturo Pérez Reverte suele subrayar “la diferencia abismal” que existía entre las tropas hispanas —verdadero terror de la Europa renacentista— por un lado, y la aristocracia y la masa de religiosos por el otro. Los soldados, sostiene Pérez Reverte, eran valientes, heroicos y estaban siempre dispuestos a ofrecer sus vidas, a diferencia de la masa inútil de nobles y prelados.
Historias como la que acabamos de contar muestran que los auténticos héroes de la conquista y colonización del continente hispanoamericano fueron sin embargo los sufridos campesinos peninsulares: labradores de tierras, fundadores de ciudades, hacedores de historia y verdaderos artífices del nuevo mundo.