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    Funcional al escenario

    Love, Love, Love, de Mike Bartlett, dirigida por Alberto Zimberg, en el Circular

    Decir familia disfuncional en el teatro contemporáneo es casi lo mismo que decir familia a secas. ¿En qué familia no hay problemas? Allí está la cuestión. Y los creadores parecen estar más que nunca decididos a hincarle el diente al tema, a esta altura convertido en un género en sí mismo. Si Mi muñequita fue hace diez años una irrupción de desparpajo desde el margen, hoy es cartel principal en Montevideo, porque en pocos días será el buque insignia de un festival dedicado a la obra de su autor, Gabriel Calderón (Radical Calderón, del 2 al 11 de noviembre en la Sala Balzo). Los buenos dramaturgos entienden rápidamente que no pueden competir con las virtudes del cine, y explotan al máximo el poder del actor en escena, pelando una cebolla de emociones antes relegadas y hoy cotidianas para el espectador. El británico Mike Bartlett, un hombre de 34 años, nacido bajo el signo de Margaret Thatcher, es uno de los buenos. En la senda de Harold Pinter y David Mamet. Y en esta Love, Love, Love está muy bien leído.

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    Como en Los padres terribles y La boda, el universo familiar parece ser el ambiente predilecto de Alberto Zimberg, un realizador que se toma su tiempo para dirigir, y cuando lo hace por lo general acierta. Y Bartlett está acostumbrado a hurgar en las bases de la sociedad en la que vive. Desde 2002 este prolífico autor nacido en Oxford y catapultado por la emblemática Royal Court Theatre —la principal compañía nacional de teatro británica— ha estrenado y dirigido más de 20 títulos, la mayoría propios. En Contracciones, de 2008, representada por El Galpón en 2013, hundió el bisturí en las relaciones laborales, más precisamente en el avance de las grandes corporaciones en el control de la vida privada de los empleados. Y en Love, Love, Love habla de sus padres, de la generación hippie de los años 60, de sus sueños y de qué pasó con todo eso.

    Zimberg fue convocado por el Teatro Circular —que en pocas semanas celebrará 60 años—, institución que ostenta desde hace un buen tiempo el nivel más parejo en el ruedo independiente montevideano. No en vano sus recientes montajes como La fiesta de Abigail y Hay barullo en el resorte fueron muy bien recibidos por público y crítica. Y Love, Love, Love se estrenó en la misma Sala 2 donde una década atrás una niña y su muñeca revelaban la sórdida trama de otra familia complicada, pero desde una perspectiva mucho menos naturalista que la que aquí muestran Bartlett y Zimberg.

    Como en las dos obras mencionadas, el Circular apuesta a su actual pareja estelar: Paola Venditto y Moré, dos intérpretes que están en el cenit de sus carreras, con el balance justo de experiencia (más de veinte años sobre las tablas), energía y versatilidad escénica para desempeñar roles de todo tipo: desde los más demandantes en lo físico, con intensos desplazamientos y parlamentos apabullantes, hasta los trabajos contenidos, sutiles, jugados a los silencios, al minimalismo de una mirada o un gesto apenas perceptible, o los que apuestan al talento para pasar de la comedia al drama en un flash. Moré (quien entre semana hace Inodoro Pereyra en Teatro del Notariado) y Venditto derrochan química actoral sobre las tablas, un verdadero placer en sí mismo, más allá de la historia que estén contando. Y eso se agradece. Además componen un arquetipo de actuación netamente uruguaya, un alambique que destila identidad y modismos locales, con gran sensibilidad popular y coherencia interpretativa.

    En Love, Love, Love son Jorge y Sandra, una pareja que se conoce a fines de la década de los 60, en el apogeo de la generación beatle, o hippie, o amor y paz, o como cada uno prefiera llamarla. Estamos en la noche en que Los Beatles cantan All You Need Is Love por televisión, en los inicios de las transmisiones vía satélite a escala global. Estamos en plena explosión del amor libre, entre otras libertades que, como Armstrong y Aldrin en la Luna, millones de jóvenes plantaron como bandera a lo ancho y largo del globo, los dejaran o no. En tiempos de consignas pacifistas, los jóvenes les han declarado la guerra a sus padres. Están convencidos de que son la llama que ilumina a la humanidad. No hay pasado ni futuro. Mientras Bob Dylan advierte que los tiempos están cambiando, Jim Morrison dice que quiere el mundo, y lo quiere ahora.

    En el segundo acto se ha cumplido el augurio de Mr. Zimmerman. Pero no exactamente del modo que soñaba nuestra pareja protagónica. Están casados, tienen dos hijos adolescentes, trabajan todo el día para llevar adelante una familia y no logran dar abasto con los problemas que surgen de la vida cotidiana. La lucha entre lo que quisieron ser y lo que terminaron siendo tiene un claro vencedor. Allí radica el centro de gravedad de esta historia: dos personas y sus problemas para asumir el paso del tiempo, asimilar los golpes de la vida y disfrutar sus caricias.

    Finalmente, en el nuevo siglo el espejo les devuelve una imagen sexagenaria, con una mirada nostálgica de aquel pasado que los tuvo como protagonistas de su tiempo, y de un presente que les arroja demasiadas contradicciones al rostro. Ellos están espléndidos, conservan su apariencia con gusto refinado, lucen muy saludables y planean viajes y mudanzas con su generosa jubilación. Pero sus hijos son cabal reflejo de sus debilidades y su rumbo errático a la hora de educarlos tiene consecuencias irreversibles, aunque ellos prefieran no verlas.

    “Ustedes no cambiaron el mundo, lo compraron”. La amarga acusación de su hija, frustrada y soltera a los 37 años, queda resonando; encierra el sentir de una generación, la de Bartlett, que también tiene su correlato en estas latitudes. Por eso esta obra se adapta perfectamente al contexto latinoamericano. La crítica hacia aquel idealismo principista y la acusación de fracaso llega fuerte y clara: aquel sueño de paz y amor se quedó en palabras; mientras nosotros crecíamos ustedes seguían jugando a ser hippies y nosotros ahora nos tenemos que hacer cargo de un mundo mucho más complicado, especialmente en la Europa de estos tiempos.

    La virtud de Bartlett radica en que tampoco se casa con esta queja de los de treintaypico. Logra dejar de lado la esperable empatía generacional y exhibir el sentir de una porción de la juventud occidental europea, sin enarbolar del todo sus banderas. Deja el manto de duda. Cada cual debe hacerse cargo de su tiempo, sería una eventual moraleja. Pero por suerte no la hay en esta historia, multipremiada en el Reino Unido y estrenada en buena parte de Occidente.

    Si bien Zimberg sabe contar este tipo de relatos, con sutilezas como la luminosa escena de transición en que el hijo adolescente aprovecha la ausencia de sus padres para bailar sobre los muebles, en pleno auge del brit pop de los 90, el tono actoral queda en varios pasajes demasiado alto, demasiado gritado, lo cual atenta contra el énfasis que esas escenas deberían reflejar.

    La puesta en escena es sobresaliente, especialmente por su notable resolución escenográfica y la adecuada concepción estética que define cada una de los tres actos. Punto para las escenógrafas Claudia Schiaffino y Beatriz Martínez. Una vez más, Paula Villalba da cátedra en el vestuario, que concentra en una hora y media 50 años de evolución de la moda occidental.

    Con sus luces y sus sombras, Love, Love, Love permite apreciar en acción a la mejor dupla actoral del teatro uruguayo del momento, y ratifica que el esquema de la familia disfuncional viene siendo muy funcional para el cosmos que gira en torno al escenario.

    Love, Love, Love, de Mike Bartlett. Dirección: Alberto Zimberg. Elenco: Paola Venditto, Moré, Martín Castro, Cecilia Lema, Guillermo Robales. Vestuario: Paula Villalba. Escenografía: Claudia Schiaffino y Beatriz Martínez. Iluminación: Martín Blanchet. Producción: Diego Acosta. Teatro Circular, Sala 2. Sábados, 21.30 h; domingos, 20 h.