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Tendría nueve o 10 años cuando le pregunté a mi padre quién era el mejor de la nueva generación de periodistas que surgía en Uruguay entonces, a comienzos de la década del 80. Mi padre, también periodista, respondió sin dudar: “Claudio Paolillo”. Me explicó que, además de escribir estupendamente bien, tenía gran coraje para hacerlo de un modo que desafiaba a la dictadura militar. Me contó que ese colega y amigo suyo había estado a su lado en momentos difíciles, cuando otros tomaron distancia. Claudio era apenas un veinteañero.
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Una década más tarde, fue él quien me ayudó a entrar a Búsqueda como incipiente periodista. Iniciamos así una hermosa relación profesional y de amistad que acabó el viernes 19 con su muerte a los 57 años, debido a un maldito cáncer. Sentí un inmenso vacío cuando recibí la noticia, y me di cuenta de que nunca llegué a despedirlo como hubiera querido.
Como periodista, Claudio fue un verdadero maestro para todos los que trabajamos a su lado. Vivió para esta profesión que heredó de su padre, Dorbal Paolillo, un señor periodista del diario El Día que fue detenido y proscrito por la dictadura y que, a raíz de ello, como decía Claudio, se dejó morir a sus 39 años, cuando Claudio tenía apenas 14. Poco después, a los 17, se inició en el periodismo.
Enseguida descubrió su pasión extraordinaria por este oficio, una pasión que demostraba a cada instante, que infundía a sus colegas y mantuvo hasta el final.
Recuerdo que un jueves por la mañana, cuando yo recién comenzaba a conocerlo, me encontró triste en la redacción de Búsqueda, caliente conmigo mismo porque un artículo que escribí tuvo que ser editado a tal punto que había quedado irreconocible. “Es bueno que los periodistas lloren por sus notas —me dijo— eso significa que les importan de verdad”.
Como jefe, tomaba las decisiones más difíciles transmitiendo la tranquilidad de quien sabe lo que hace. No precisaba alzar la voz para mandar; su autoridad provenía de su solidez profesional e integridad personal. Tampoco elogiaba fácilmente a sus reporteros; a veces una guiñada suya era la mayor recompensa. Tenía olfato para las noticias, visión para los grandes temas y una capacidad de análisis asombrosa.
Leer un periódico después de Claudio era en sí una lección de periodismo, porque ya había subrayado y escrito sobre sus páginas. Además, sabía usar el humor negro de los buenos editores. El 11 de setiembre de 2001 lo llamé desde África, desesperado porque estaba allí en una cobertura justo cuando ocurrieron los atentados de al-Qaeda en Nueva York y Washington, la ciudad adonde recién me había mudado. “No te preocupes —me consoló— solo te estás perdiendo la historia del siglo…”.
Se ganó el respeto y la admiración mucho más allá de sus colegas y alumnos. Claudio fue un grande de verdad. Basta con ver el impacto que causó su muerte para tener una idea de la dimensión que alcanzó su figura. La noticia la difundieron medios a lo largo y ancho de las Américas, el continente que lo tuvo como defensor incansable de la libertad de expresión. A su velorio asistieron autoridades y políticos de todos los colores, señal inconfundible de que encarnó con su independencia, honestidad y rigurosidad “el mejor Uruguay”, como ha dicho su querido amigo Pipe Stein.
Escribía como pensaba, sin ambages ni cautela, con una lucidez excepcional para defender los valores democráticos, liberales y republicanos que lo inspiraban. Manejaba la pluma con autoridad moral. Ojalá muchos en el gobierno, la oposición o donde sea, volvieran a leerlo: la mayoría de las columnas que nos dejó tienen una vigencia magnífica, sobre todo en tiempos de sequía de ideas y confusión de valores.
El mejor homenaje a Claudio será, sin embargo, mantener un periodismo a la altura de lo que él esperaba cada semana. Me consta que en Búsqueda están determinados a hacerlo, comenzando por Andrés Danza, a quien Paolillo pasó hace poco la antorcha de director del semanario, la que él mismo recibió con orgullo de Danilo Arbilla. Claudio, como Danilo, siempre apostó a la juventud para mantener la savia de estas páginas y desde hace rato se sentía feliz por el equipo que formó. Estaba convencido además de que el periodismo profesional es más imprescindible que nunca en estos tiempos de fake news y empujes nacionalistas, autoritarios o totalitarios en Occidente.
Como amigo, Claudio también fue alguien especial. Tenía una franqueza sorprendente para conversar hasta de los asuntos más difíciles o íntimos. A veces los planteaba de forma casi naíf o esbozando una sonrisa, pero nunca una charla con él quedaba en la superficie. Le gustaba hablar de libros y también era apasionado por el fútbol, hincha noble de Defensor y de Uruguay. Solía referirse a la amistad misma como uno de los grandes valores que daban sentido a su vida.
Personalmente, me dio mucho más de lo que supe retribuirle: me aconsejó, me escuchó, me impulsó, fue testigo de mi casamiento, se preocupó por mi esposa y nuestros hijos en momentos complicados, y mostró una alegría fresca cada vez que nos reencontramos en algún lugar del mundo. Nos encantaba verlo reír con ganas ante cualquier disparate que decíamos.
Era inspirador oírlo hablar de su propia familia. “En mi familia nos enseñaron siempre a ser frontales y a no ser corruptos ni vendidos. Hay que honrar ese legado”, tuiteó hace poco, a propósito de una información de que su tío, el embajador Felipe Paolillo, había rechazado de plano en 1967 una oferta de los servicios de inteligencia checos para que colaborara con ellos, porque eso era contrario a sus principios. ¡Vaya si Claudio honró ese legado!
Amó a su esposa, Adriana Otegui, quien lo acompañó hasta el último instante, y a sus hijos Tatiana, Santiago y Juan Manuel, quienes lo llenaban de orgullo. “‘Con los días contados’ o sin ellos, siempre serán la luz de mis ojos”, les escribió a los cuatro en la dedicatoria de su premiado libro que lleva ese título, sobre la crisis que Uruguay sufrió entre 2001 y 2002.
Se hace difícil superar semejante partida. El día que Claudio murió, mi hijo de ocho años me vio llorar por primera vez. Le hablé del gran amigo que se había marchado sin que lo hubiera despedido, aunque fuera a la distancia desde Nueva York, donde vivo hoy, y de cuánto lo voy a extrañar. Mi hijo me preguntó qué le diría si tuviera apenas una palabra para elegir. Y entonces, como si me estuviese escuchando, solté esa palabra que me ahogaba hacía rato: Gracias.