N° 2032 - 08 al 14 de Agosto de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá—Los versos no son para leer, son para oír, como la música. Son música que habla.
El lector fiel, seguidor, sabe que ya he escrito acerca de Horacio Ferrer en esta columna. Pero Horacio conmueve siempre, día a día, más allá de la muerte y el tiempo.
Volver sobre él, desde una mirada menos transitada, es una emocionante compulsión.
O sea, no desde los detalles biográficos —ya me he ocupado de eso— sino intentando acercarme a la mismidad del más grande hacedor de fantasía de la historia del tango. Acercarme, tal vez, al recordar una frase suya que devela el alma de su frondosa imaginación:
—Siempre me sentí periodista, mucho. Y recuerdo cuando me llamaban a la hora de titular y escribir copetes. “Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese… qué sé yo, ¿viste?”, tiene la síntesis de un titular de prensa o un copete. En pocas palabras está diciendo qué hora es, en qué ciudad y que ahí ocurre algo insólito.
Entonces mi memoria viaja a Truman Capote, un periodista que fundó una nueva literatura —A sangre fría— con realismo y esporádicas aunque espléndidas pinceladas de ficción. O viaja a Jorge Luis Borges, literato erudito, que pudo escribir Historia universal de la infamia gracias a las columnas de crónica policial que Natalio Botana le imponía en el diario Crítica.
Por algo Piazzolla, que ya había intentado romper también los esquemas poéticos musicalizando a Borges, le dijo a Ferrer: “Quiero que trabajes conmigo porque mi música es igual a tus versos”.
—Yo creía ser poeta de nacimiento —escribió Horacio— pero empecé imitando a Verlaine, Darío, una parafernalia. No hallaba lo que me pertenecía. Fue cuando me ayudó la disciplina de la prensa y haber hallado a Menecucho, un lírico de barrio que iba por los tablados vendiendo poemas por unos pocos centavos. Me dijo: “Mis versos son malos, pero son míos”. Fue como un despertar. Ahí me solté, llegó la inspiración, llegó el estilo.
Fue cuando saltó al vacío, asumiendo riesgos, desplegando la imaginación, inventando fantasías porque le dio por inventar palabras: bandoneonía, misticordia, tristería, narcótica y bulina, tangamente… Su primer libro, Romancero canyengue, lo muestra al aire libre:
—Siguió la tarde fraseando sus propinas. / Los años se gastaron. Tangamente, / la vida hizo su solo de rutina.
O su primer tango, La última grela, hecho a pedido de Troilo pero que terminó con música de Piazzolla, su socio de la madurez:
—Del fondo de las cosas y envuelta en una estola / de frío, con el gesto de quien se ha muerto mucho, / vendrá la última grela, fatal, cayengue y sola / taqueando entre la tiniebla pampa de los puchos.
Horacio Ferrer, uruguayo y argentino, rioplatense y universal al fin, marcó el nacimiento de un nuevo lenguaje en el tango, que incluso influyó hasta en el folclore y en el rock de estas tierras: los integrantes del recordado grupo Almendras, antes de grabar su primer álbum, fueron a ver la operita María de Buenos Aires —monumental obra de nuestro poeta y del impar Piazzolla— para inspirarse. Lo contó Emilio del Guercio, que entrevistó a aquellos muchachos que también pasaron a la historia: les sacudió las entrañas la música y, sobre todo, la letra que parecía reventar de fantasías y mundos nuevos. No porque sí, María de Buenos Aires se convirtió en la obra dramática más puesta en escena en teatro en toda la historia del Río de la Plata, presentándose, además, en 75 ciudades de 25 países.
Sí, claro, cuesta no insistir con Balada para un loco, Chiquilín de Bachín, Loquita mía, Esquinero, Oratorio Carlos Gardel, El rey del tango en el reino de los sueños, La bicicleta blanca y Balada para mi muerte, entre tantos otros temas compuestos con Astor pero también con Salgán, Garello, el uruguayo Magnone y tantos más, y las peripecias de cada composición, y recitados, y libros, y revistas, y una obra inmensa de difusión que empezó en Montevideo, en la década de 1950, y siguió desde la Academia Nacional del Tango de Argentina, que fundó y de la que fue presidente hasta su fallecimiento, el 21 de diciembre de 2014.
Esta vez, a un artista inabarcable, me he tomado la audacia de mirarlo desde mi emotividad. Recordando, por ejemplo, su amor por el barrio de La Recoleta:
—La Recoleta, Champs Élysées en porteño… / Vos fuiste un incendio de magnolias. / Yo fui Jacques Prévert en Plaza Francia. / Y el desván que decoraba tu cariño, / calle Ayacucho mirando al río y su confín…