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Detesto la gente que se despide y no se va, incluso en los casos en que no es su culpa. Supongamos que le cancelan el vuelo por alguna razón o no le pasa el ómnibus, y tiene que quedarse un tiempo más, ya sea en el país o en la esquina de mi casa: yo hago como que se fue y chau, para mí esa persona no está, no la quiero ver más. Se cerró un capítulo que uno no puede eliminar a su antojo y hacer de cuenta que no sucedió; ya se saludó o se abrazó, o se lloró, o se dijo que se repita, se hizo todo lo correspondiente al ejercicio de despedida. No hay forma de continuar una relación en esas circunstancias, la relación entra en un impasse activo, un paréntesis de futura ausencia que aún no comenzó desde el punto de vista de la materia pero sí de la psique. ¿Y cuando finalmente se vaya (se vuelva a ir), qué?, ¿repetimos la despedida mecánicamente, imitando la anterior, comportándonos como cínicos sociales?
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Por eso las cancelaciones en los aeropuertos son terribles, generan espectros: gente con su cuerpo en un lugar y su espíritu en cualquier otro, gente que no puede regresar al mundo del que ya fue despedida. Espíritus varados en un limbo que vaya a saber si después se restituyen, porque ahí se entrevera todo; en los aeropuertos te pierden las valijas, no es osado suponer que puedan entreverar los espíritus.
Así como “sánguche-tocado, sánguche-comido” es un axioma incuestionable de la buena educación, también debería serlo: “persona-despedida, persona-desaparecida”. Es de pésima educación no desaparecer de inmediato cuando uno se despide, es casi un acto de terrorismo psicológico.
Si un muerto se despertara en su velorio y dijera: “me van a disculpar pero al final me muero pasado mañana, si me aguantan 2 días más y repetimos esto tan lindo, les agradezco”. ¿Quién se lo lleva a su casa al muerto ese que se murió pero le postergaron el deceso?
Otro ejemplo: supongamos que monto una gran última escena en la que me voy para siempre de mi casa por mi propia voluntad (no es que me haya echado mi mujer, es cierto que un poco me lo sugirió, me dijo: “andate de acá cuanto antes”, pero yo decidí irme en última instancia). Entonces, con las valijas en la mano le advierto: “una vez que pase por esa puerta saldré de tu vida, me esfumaré como si hubiera sido parte de un sueño recurrente que un día deja de soñarse, -permitime soltar las valijas que se me aclambra el brazo-, no habrá más materia, sólo la frágil memoria, hasta que también mi imagen incorpórea se escabulla y no quede ni el retrogusto de mi persona en tus papilas recordativas, seré nada… a menos que un día nos encontremos en el ómnibus, viste lo chiquito que es esto, ojalá que vos estés lo más gorda y venida a menos posible si eso sucede… ¡Voy a atravesar esa puerta, que es la puerta de mi ausencia por el resto de los días!”, cargo mis valijas, pego un portazo, salgo de mi casa. Y a los cinco minutos vuelvo: “¿me llamás un taxi que está imposible ahí afuera? Lleno de mosquitos”.
Es como cuando uno se despide de alguien en la calle pero resulta que al final van los dos para el mismo lado, y cada vez que se llega a una esquina, alguno dice: “yo sigo por acá, ¿vos?”, “Yo también”. El diálogo se agotó hace rato y nadie va a empezar uno nuevo, en ambos cerebros se cerró una etapa, la escena narrativamente terminó, pero la cámara sigue prendida. Nada más incómodo que esa especie de purgatorio psicológico y afectivo: es imposible reencausar lo que ya se dio por terminado.