N° 1979 - 26 de Julio al 01 de Agosto de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáPudo haber sido un protagonista del neorrealismo italiano, fuese en una película de De Sicca o en una novela de Moravia.
Pero no. Fue la personificación de uno de tantos injustos olvidos en la historia del tango inicial, al que ha sido posible rescatar del arcón del pasado, donde se hallaba hundido y desteñido pese a su condición de músico de calidad, y cuyas peripecias hoy parecen escapadas de una tristísima novela decimonónica.
Eusebio Aspiazú, hijo de una pareja pobre de negros descendientes de esclavos, nació el 20 de mayo de 1865, en la calle Loria de Buenos Aires. No conoció a su padre y su madre, lavandera de oficio, influyó en su futuro artístico porque le solía tocar temas camperos en una vieja guitarra.
Pero a Eusebio la buena suerte lo esquivó desde muy temprano.
La noche del 9 de julio de 1879, con 14 años, fue a la plaza del Congreso y se acercó, descuidado, adonde se celebraba la fecha patria con pirotecnia. El fogonazo de una bomba le dio en el rostro y quedó ciego.
Lo rescató la madre del desespero, enseñándole lo que pudo de la guitarra, y un payador vecino —su primer salvador—, Pablo Vázquez, lo educó en canto y técnica musical, permitiéndole acompañarlo en payadas por la campaña y viejos bares de la capital. Con Vázquez, un bohemio con estudios, logró dominar el violín y luego el piano; terminaron creando, hacia 1885, un conjunto de violín, guitarra y arpa para animar bailes de gente adinerada.
Para entonces ya era el Cieguito Aspiazú, un simpático negrito que podía tocar, según la ocasión, tres instrumentos. Alejado Vázquez por un viaje, el Cieguito se volcó al tango junto al bandoneonista Ramos Mejía, amigo de ley, con quien tocó tangos añejos como El queco, por ejemplo, de autoría que aún separa a los historiadores y que Aspiazú siempre dijo, sin aportar pruebas, que había sido compuesto por otro compañero suyo, el clarinetista brasileño Lino Galeano.
Luego hubo dos primeros pasos grandes: cuatro temporadas en el quiosco Casares, a comienzos del siglo XX, junto a José Cielito Traverso y a Vicente Pecci; durante esa experiencia, de final terrible, empezó tocando la bandurria, parecida a la guitarra pero más chica y con 12 cuerdas, siguió con el violín y terminó con el instrumento más querido, aquel que años atrás su madre había puesto entre sus brazos. Perdieron el trabajo en el Casares la noche en que un jovencito de la aristocracia porteña, Juan Carlos Argerich, tras una discusión con Cielito, fue muerto por este de un tiro. Claro, tiempos en que hasta los músicos iban de arma al cinto.
Aspiazú anduvo un tiempo a la deriva, hasta que con Luis Tesseire, Carlos Hernani y Julián Urdampilleta, pudo actuar en el mítico Hansen; le bastó para deslizar otra de sus certezas improbables: —Fuimos en 1901. En ese tiempo ahí no había tango. Todo era canzonetas y trozos de ópera. Al tango lo metimos nosotros.
Al paso de los años, el Cieguito —ya casado, con hijos y grandes problemas económicos— tocó, siempre por poco tiempo, con Juan Carlos Bazán, Saborido, Palavecino y Roberto Firpo. Y un hecho fortuito pareció cambiar su suerte: admiraba a Ernesto el Pibe Ponzio, autor de Don Juan. Ponzio había sido condenado a 20 años de cárcel por una muerte en un prostíbulo; gracias a “padrinos” poderosos, le redujeron la pena a dos años. El día que salió, Aspiazú estaba esperándolo. Por alguna misteriosa razón nació un cariño mutuo que convirtió a un hombre duro como el Pibe en el segundo salvador del Cieguito: le dio trabajo, recorrieron el país e hicieron buena plata.
Pero en 1913 murió la esposa de Eusebio y él quiso dedicarse a sus hijos, retaceando las presentaciones. Todo salió mal. Pudo actuar aquí y allá espaciadamente —quilombos y pulperías de provincia— hasta que hizo su “canto de cisne”: en 1932 integró la orquesta de la revista El Tango Porteño, de Pascual Carcavallo.
No bastó. Sus hijos se desperdigaron sin destino y el Cieguito, anciano y absolutamente olvidado, murió el 15 de noviembre de 1945, en una casa de salud.
Nunca escribió un tango —aunque aún circula la leyenda de que vendió partituras para poder alimentarse—, no hizo grabaciones… ¿y cómo es que se saben tantos detalles de su azarosa vida?
El historiador Héctor Ernié los extrajo de un viejo reportaje que le hizo una revista de Buenos Aires, a los que sumaron las memorias de Ponzio, que quedaron escritas en un modesto cuaderno, perdido durante décadas y que halló por casualidad.