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    Imilce, Denevi, Beckett, Bolani, el Partido Comunista y siempre Imilce

    Pepe Vázquez se retiró de los escenarios en 2021, pero vuelve a actuar en 2022 dirigido por su gran amigo Jorge Denevi: “El escenario es más fuerte; necesito los aplausos”

    En estos días, a los 81 años, José Eduardo Vázquez ve mucho cine. Cuando recibió a Búsqueda en su casa de Ciudad Vieja, muy cerca de la Aduana, el lunes 13 al mediodía, estaba impresionado por haber visto, la noche anterior, el filme Drive, con Ryan Gosling. “Fantástico, puro cine”. Pocos días antes había vuelto a ver 21 gramos. Y así comenzó una entrevista en la que el tema de conversación se bifurcó mil veces. La frase siguiente, al inicio de la charla, es un boleto en la montaña rusa de recuerdos, opiniones y emociones llamada Pepe Vázquez: “Lo de Sean Penn es brutal. Cada vez que lo veo es una clase. Siento lo mismo que cuando veía a Enrique Guarnero en la Comedia. Todos hablan de Candeau, pero yo no tuve mucha locura con él (baja la voz), Guarnero era la encarnación del personaje. Ahí arriba él era Pirandello. ¡Cómo cambiaba, cómo se transformaba!”. En pocos segundos está hablando de Maruja Santullo, de la vieja Sala Zavala Muniz, arriba del Museo de Historia Natural, en el ala Oeste del Solís, de Héctor Manuel Vidal y del cartel que colgó cuando hizo La boda, de Brecht, que decía “Esto no es Brecht”, mientras en un televisor se veía el casamiento del príncipe Carlos con Lady Di. Su rostro se enciende cuando explica que Brecht está todo el tiempo desarmándose a sí mismo, entonces decir “Esto no es Brecht” era un buen chiste.

    Cada cinco o diez minutos, Pepe nombra a Imilce Viñas, su esposa fallecida en 2009, presente en varias fotos y cuadros colgados en todas las habitaciones de la casa. Sus ojos se llenan de lágrimas cuando cuenta, una vez más, el proceso de su enfermedad y cómo siente que ella sigue con él, por ejemplo, cuando se le aparece en sueños y le recuerda: “Pepe, yo te sigo cuidando”. Se vuelve a llenar de energía cuando cuenta cómo Imilce aprovechó sus últimos seis meses de vida para dirigir, con la Comedia Nacional, El suicidado, de Nicolai Erdman, y se vuelve a quebrar al recordar que, tal como ella le pidió, el día en que murió, Pepe no dejó de subirse al escenario para actuar.

    El otro nombre omnipresente es Jorge Denevi, su director de cabecera y su gran amigo, quien más lo conoce y con el que habla por teléfono casi todos los días. Cuenta que los trastornos que padece por una enfermedad llamada mielitis lo llevaron a tomar la decisión de retirarse de las tablas, el mes pasado, con la obra Papel de viento, de Enrique Permuy, en la que actuó con el músico Pollo Píriz. Y confiesa que el amor por los aplausos y la insistencia del Flaco (Denevi) lograron que rápidamente revirtiera esa decisión y aceptara un pequeño papel, cuyo libreto tiene impreso en la mesa de su cocina. Allí tuvo lugar la entrevista con Búsqueda, cuya síntesis es lo que sigue.

    —Se anunció tu retiro de los escenarios con Papel de viento... ¿Fue la última?

    —Cuando empezamos a ensayar yo confié en que iba a poder hacerlo, pero a medida que pasaba el año sentí que ya no estaba, que el cuerpo no me acompañaba. Gracias al equipo pude hacer las funciones, pero fue un esfuerzo demasiado grande de todos. Por eso decidí que ya no haría más un proceso como este. Ahora… dicho esto, hace poco recibí una invitación del Flaco para un papel secundario en una obra que está preparando para el año que viene. ¿Qué pasa? En ese momento pensé en no actuar más pero el escenario es más fuerte. Yo disfruto los aplausos. Los necesito. No te voy a meter el verso que hacen muchos de “a mí no me interesa el aplauso”. ¡Dejate de joder! Yo no trabajo para que me aplaudan pero sí para que la gente se conmueva y le llegue lo que hago. Me encanta recibir esa ovación cuando las cosas salen bien, y cuando me equivoco me caliento. He tenido fracasos, la gente se me ha dormido (ríe). En la última función, al final, pude largar todo y mientras lloraba de la emoción no podía dejar de pensar en Imilce. Está conmigo en todo momento. De hecho, una de las escenas de la obra que más me gusta hacer es cuando digo: “Yo hablo con los muertos”. Es así, yo hablo con mis muertos queridos, y eso lo dije en la improvisación de la que surgió esta obra; les pido ayuda, consejos, les cuento mis problemas; siento que esa energía sigue cerca mío y me protege. Y entonces un día el Pollo me dijo: “¡Mirá el comunista místico!” (ríe).

    —En los últimos años de la relación con Imilce se casaron por iglesia. ¿Sos una persona religiosa?

    —¡No, no! Pero sí cultivé algunas tradiciones. Arriba de la cama de mis padres, en la pared, en el costado de mi madre, había un crucifijo de bronce, y del lado de mi padre, una foto de Batlle. ¿Entendés? De esa mezcla vine yo. Mis dos hermanas se casaron por la Iglesia y yo, al principio, no. Después de muchos años, Imilce me dijo: “Algún día me gustaría casarme por Iglesia”. Y un día, pocos años ante de morir, Imilce tuvo un cólico nefrítico. La estaba acompañando en un estudio, en el hospital, y tuvo una reacción alérgica que casi la mata. Te juro que la vi morir. La sacaron de esa situación, y apenas pasó lo peor le dije: “Nos casamos la semana que viene”. Y ella me agarró del brazo: “No, la semana que viene no, la otra, así me hago un vestido” (ríe). Nos casamos en la cripta del Señor de la Paciencia, acá en Ciudad Vieja, un lugar increíble. En El País se enteraron y lo publicaron, por lo que estaba lleno de gente. Nos mandaron flores acá a la puerta de casa. Mi hija María recitó versos de Quevedo, un coro cantó Cuando tenga 64, de Los Beatles, y yo le di la sorpresa de traer a Ruben Olivera, su compositor favorito, para que cantara Interiores. Cuando llegó al altar me dijo al oído: “Sos un hijo de puta, se me está corriendo todo el maquillaje con las lágrimas”.

    —¿Pero la idea de Dios qué te sugiere? 

    —Está bien, no me molesta. Pero no me entusiasma. Una vez hablando con un profesor de filosofía en Costa Rica, le conté de mis indecisiones sobre la existencia de Dios. “Entonces no sos ateo”, me respondió (ríe). Y eso me tranquilizó. Creo en el cielo que tengo en mi corazón, en los recuerdos, los amigos, la gente querida, en las cosas divinas de la vida.

    —Volviendo a la decisión de retirarte… Te duró poco. ¿Qué obra vas a hacer con Denevi en 2022?

    —El Flaco es el que me conoce más en el mundo. Somos como hermanos; hablamos casi todos los días por teléfono. Me dijo: “Dale, Pepe, ¡vos y yo somos unas putas viejas!” (ríe). Entonces voy a hacer un papel muy breve en La confesión de Artemisia. Soy el juez. Es una historia basada en la vida de la pintora barroca Artemisia Gentileschi, muy vinculada a Caravaggio. Voy a estar sentado en una silla, atrás, con un código muy acotado. En los últimos meses el Flaco me llamaba y me leía los cuentos de su niñez que escribía a mano, que acaba de publicar (Los grandes no entienden nada, Fin de Siglo). Me decía que no quería publicarlos, que los escribía solo porque esas historias no lo dejaban dormir. Es un libro conmovedor, tiene cosas de Ionesco. El Flaco está en mi vida desde siempre y tiene el poder de hacerme revertir una decisión como esa.

    —¿Cómo conociste a Denevi?

    —En Club de Teatro, donde se formó, conoció a “la alta sociedad”, como le decían en broma, del teatro montevideano de los años 60: Taco Larreta, China Zorrilla, Dahd Sfeir, Berto Fontana, Héctor Manuel Vidal, Nelly Goitiño. Ya me di cuenta de que era distinto cuando lo vi por primera vez en una obra en el Teatro Victoria en la que también estaba Carlitos Perciavalle. Club de Teatro tenía mucha presencia, como El Galpón, que era el otro gran plato de la balanza, en el plano temático e ideológico. En un momento llegó a correr el rumor de que China era una agente de la CIA (ríe). Entonces ella improvisó un monólogo en una fiesta de aniversario de El Galpón: “Hoy cobré en la CIA y vine a la sala de los mensajeros, como le decían a El Galpón, porque hacía ‘teatro con mensaje’, para hablar con Atahualpa (Del Cioppo, fundador de El Galpón). Me dijo que acababa de llegar de la Unión Soviética y que en los 15 días que estuvo había visto a un solo homosexual. Y yo le dije: ‘¿Uno solo? Al menos tendría que haber dos, ¿no? Si no estaría muy triste’”. La gente rebotaba de risa. El movimiento del teatro independiente estaba muy unido, a pesar de las obvias diferencias. Estrenaba El Tinglado y allá íbamos todos con una botella de vino para brindar a la salida. A lo mejor no te gustaba la obra pero festejabas el estreno. En la Federación Uruguaya de Teatros Independientes nos criticaron mucho por hacer La vida es sueño, de Calderón de la Barca, en plena escalada de violencia política, cuando todos hacían teatro de mensaje político. Nos acusaban poco menos que de traidores. Yo, que ya era comunista, fui a hablar con Rodney Arismendi, secretario general del Partido Comunista del Uruguay, un tipo reconocido como muy culto, y nos dijo: “Muchachos, Calderón de la Barca es el primer gran escéptico del teatro universal, hay que hacerlo, la gente tiene que conocer esos textos. Eso es riqueza, la gente tiene que conocer esas obras”. Así que les dijimos que se dejaran de joder.

    Final de partida, de Beckett, en 2016, fue un proyecto tuyo. ¿Era un pendiente hacer Beckett con Denevi?

    —Yo había visto muchas veces Final de partida, acá con Alberto Restuccia y el Bebe Cerminara, y en Buenos Aires con Alfredo Alcón, a quien conocí. Además de enorme actor era un tipo muy sencillo. Tenía locura por Beckett y su caballito era Final de partida. La hacía cada tanto. Yo me perdía en aquella obra, pensando en lo que decía Beckett: “Yo he sido un hombre feliz; yo no tengo la culpa de la bomba en Hiroshima; se dice de mí que escribo sobre la nada y no es cierto: me gustan las mujeres y el vino; soy feliz, y no me gusta que hagan pausas en mis obras”. Yo estaba haciendo Rey Liar en Costa Rica, contratado por la Compañía Nacional de Teatro, y un día, después de la función, yendo a tomar una cerveza con los compañeros de elenco, escuché en el auto la noticia de la muerte de Alcón. Quedé muy conmovido. Me puse a llorar, los costarricenses no entendían nada. Y ahí fue que hablé con el Flaco y llamamos a Rogelio Gracia, Susana Anselmi y Héctor Spinelli. El Flaco le puso un ritmo muy intenso a la nuestra. Le decía a Rogelio: “Andá, fijate cómo están”, en referencia a los padres. Él iba, levantaba la tapa y decía: “Está muerta”. “¿Y él?”, preguntaba yo. “Está llorando”. Y yo decía: “Llora, entonces vive todavía”. Eso es Beckett para mí. Todos los autores dan vueltas alrededor de su Macondo. Y él, siempre, con muy pocas palabras, es capaz de ir mucho más allá de lo que dice.

    —¿Qué otros trabajos en común recordás con Denevi, de esos que te marcaron?

    (Responde sin pensar). Cartas de amor en papel azul, de Arnold Wesker en El Anglo, en 1992, con Gustavo Gomensoro y Nelly Antúnez. La historia de un dirigente gremial con una enfermedad terminal que le oculta a su esposa que se va a morir en seis meses y es visitado por un íntimo amigo que le lee las cartas de amor que le manda su esposa, ante la imposibilidad de comunicarse viviendo en la misma casa. Una obra divina para la que el Flaco nos dijo: “Esto no es sobre la muerte, no se habla nunca de la muerte, es una historia de amor”. Osvaldo Reyno picó todas las paredes de la sala y puso una enorme cama de bronce en el centro, donde yo estaba todo el tiempo acostado, y una claraboya enorme de todos colores que había conseguido en Carrara. Tuve que bajar 24 quilos para hacer este hombre agonizante. Fui a una clínica de adelgazamiento, con una dieta estricta y acupuntura. La gente pensaba que estaba enfermo en serio. Un día un espectador me abrazó, me dijo que le había hecho muy bien ver la obra y me aconsejó que me pusiera inyecciones de no sé qué para levantar peso. Llamaban al canal y preguntaban si yo tenía sida (ríe). Nos encandilamos tanto con esa obra que con el Flaco pusimos doce mil dólares para hacerla. Seis mil cada uno. ¡Los perdimos, por supuesto!

    —¿Cuál es el origen de tu filiación comunista?   

    —Mi padre me leía Martín Fierro cuando era niño. Él era colorado batllista, y llegó a ser jefe de Policía de Treinta y Tres. Pero creo que ahí plantó la semilla de la rebeldía. En su ironía, José Hernández está denunciando la corruptela que hay en todo el mundo. Entonces, en Montevideo, al conocer a mucha gente que era militante comunista, entre ellos, Amanecer Dotta, conecté con el PCU. Me hice muy amigo de Alfredo Zitarrosa, con quien vivimos un tiempo en la misma pensión, que era de su madre, en Yaguarón e Isla de Flores. Me influyó mucho mi admiración por sus canciones, las letras, el modo en que las transmitía. Alfredo es uno de los principales poetas de América Latina de ese tiempo. Qué pena para mí es una de las mayores canciones de amor que conozco. Es Jacques Brel, es No me dejes (Ne me quitte pas).

    —Se le suele señalar a los comunistas que no se van a vivir a un país con gobierno comunista. Pero vos te fuiste a vivir a Cuba al año siguiente de la Revolución y te quedaste cinco años. ¿Por qué fuiste?

    —Por supuesto. Porque estaba convencido de esa forma de organización política y quería ir a conocerla y formarme en teatro con los maestros que estaban ahí. Desfilé en los 1º de mayo, éramos dos millones de personas. Nunca vi un orador tan enérgico como Fidel Castro. Años después empezaron a caerle a los homosexuales y eso ya no me gustó. De esa época es Fresa y chocolate.

    —¿Ahí te desencantaste con la Revolución cubana?  

    —No. Cuando ocurrió el crack en el 89 yo estaba acá. Leía las noticias de la monstruosidad de Ceaucescu en Rumania, se me caían las lágrimas. Imilce me decía: “Nosotros no hicimos nada malo, dejate de joder”, y me ponía un Lexotán abajo de la lengua. Poco después me abrí del PCU y hace poco más de un año volví. Estoy convencido de que lo que pasó en la Unión Soviética, en lo que se transformó el comunismo, fue una traición a los sueños de la gente. Fueron realmente hijos de puta que se enriquecieron con el poder. Les convenía mucho el enfrentamiento de Cuba con Estados Unidos. Y para entender el tema cubano no podés pasar por alto el bloqueo, que es una barbaridad.

    —¿Al conocer los horrores del estalinismo lo separás de la esencia de la ideología comunista?

    —¡Lo del estalinismo fue horrible! Como uruguayo, lo separo de la izquierda uruguaya. Si ves lo que les hacían a los artistas disidentes en la Unión Soviética, es tremendo.

    —¿Pero eso nunca te hizo divorciarte del Partido Comunista?

    —Yo soy del Partido Comunista uruguayo (golpea la mesa), que no tuvo nada que ver con lo que hicieron los rusos. No, no, no.

    —¿Y cómo ves que en Cuba después de 60 años siga habiendo partido único y no haya democracia con elecciones libres?      

    —Los cubanos tienen su línea, pero es un horror lo que le han hecho a Cuba y a su gente.

    —¿Y qué te genera la expresión “Cuba es una dictadura”?

    (Hace un silencio). Lo de Cuba hay que tomarlo con muchas pinzas. Si lo que pasa en Cuba ocurriera sin bloqueo político y comercial, bueno, tendría otra opinión. Pero no los dejan. Desde acá hablamos y hablamos. Los ruralistas dicen que está bien que existan los pobres y que estén al servicio de los ricos, y el señor presidente dice que está con el campo. ¡Fenómeno! Yo creo que el Frente Amplio se va a renovar con Pereira, creo que es un gol de media cancha.

    —Entonces, seguís comprometido con el Partido Comunista uruguayo. 

    —Totalmente.

    —En Cuba estudiaste teatro. ¿Con quién?

    —Con el mexicano Rodolfo Valencia, que había sido alumno de un maestro de teatro japonés que había estudiado con Stanislavski. Valencia, en La Habana, me metió el bicho de la psicología del personaje. Lo que siempre dice el Flaco: “Ojo, muchachos, están actuando la letra”. La letra no es la verdad total del personaje. Hay que buscar lo que va por debajo. Por eso trabajar con él siempre es difícil y comprometido. Está todo el tiempo desafiándote: “¿Qué estás diciendo acá cuando decís ‘abrí esa puerta, por favor?’. Sí, el tono está bien, pero ¿por qué lo decís?”. Otra cosa que trabaja mucho el Flaco es dónde empieza el personaje. ¿Cuándo entrás al escenario? ¿Antes, en el camarín?

    —¿Cuándo salís de tu casa para el teatro? ¿Cuándo te levantás? 

    —Héctor Manuel Vidal, cuando hicimos El gran día con la Comedia Nacional, nos hizo escribir lo que pedía Stanislavski: de dónde venimos. Yo le escribí como tres hojas: “Nací en Treinta y Tres, me vine a Montevideo, bla bla”. Levón también te lo pide. Después lo tirás, pero te sirve para pensar quién sos, qué sos, qué carga traés. Cuando hice La muerte de un viajante, de Miller, con traducción de Taco Larreta, donde tuve el protagónico, tenía que entrar a escena con una carga brutal. Fines de los 90, de las primeras direcciones de Mario Ferreira, con Elena Zuasti, Gabriel Hermano, Fernando Dianesi y Álvaro Armand Ugón. En un momento yo decía que había estado en Albany, y lo pronunciaba con un inglés de Oxford. Y Mario, que ya demostraba ser un director muy pensante y sensible, me dijo: “Está todo bien, Pepe, pero si llegás a pronunciar de vuelta albony te voy a dar una patada en el culo que vas a volar. ¡Dejate de joder con tu conocimiento del inglés y no me rompas las pelotas!” A veces un director tiene que ser claro (ríe).

    —Ese tipo de consejos que quedan para toda la vida…

    —En esa obra Mario nos dio otro consejo inolvidable: “No nos preocupemos por el mensaje, por el contenido político y social que tiene esta obra. Vamos a ocuparnos de los rollos familiares”. Fue tan divino ese montaje, tan entrañable y cálido… Fue la primera vez que lo vi al Flaco llorar en un ensayo, al que fue de visita. Un día, en una función tropecé, caí estrepitosamente y, así como caí, me levanté de inmediato y salí. Mario aplaudió, le encantó y me dijo que integráramos eso a la obra. “¡Estás mal de la cabeza, Mario! Hasta acá te sigo. Ahora soy yo el que te pego una patada, dejate de joder, me duele todo, no puedo”, le respondí. Lo hice y quedó bárbaro. 

    —La primera vez de El viento entre los álamos, la obra que hiciste con Jorge Bolani y Julio Calcagno, también dirigida por Ferreira, fue con los tres en la Comedia. Diez años después la repusieron los tres ya fuera del elenco oficial. ¿Qué te dejó esa comedia de veteranos de guerra recluidos en un asilo?

    —Esa obra fue una maravilla. La principal dificultad eran los cambios de tema, que estaban adrede porque así nos funciona la memoria a los viejos. Saltamos de una cosa a la otra como si nada. Nos costaba mucho memorizar la letra con esos saltos. Entonces Mario nos dijo: “No se preocupen, ayúdense abiertamente, háganlo con sinceridad”. Entonces nos pasábamos letra de verdad y la gente se desternillaba de risa. Un día me dice Bolani, en escena: “Usted, en este momento, en esta misma obra, me hace el mismo cuento. ¿Se acuerda cuál es?”. Y le pasé la letra. ¡No me podía aguantar la risa! Mario nos decía: “No sufran, diviértanse, pásenla bien”. Una vez en el Solís creí que me moría. Estaba repleto, lo cual es muy fuerte. Me tocaba a mí y me quedé sin letra, algo que en mi vida me pasó solo tres o cuatro veces. Y siempre pensé la misma estupidez como solución: me desmayo, que se corte la función y que termine mi carrera acá (ríe). Julio me decía bajito: “Te toca a vos, hablá”. Y yo seguía en blanco. Creíamos que nos volvíamos locos. Y en ese momento apareció Bolani, levantó la mirada hacia un palco y dijo: “¡Un pájaro!”, señalando a un espectador como si fuera un ave que había entrado a la sala. Julio y yo nos miramos y repetimos: “¡Un pájaro!” (ríe). La gente no se dio cuenta nunca de la tragedia que me estaba sucediendo. Y en ese momento me volvió la letra. Y me volvió el alma al cuerpo. Fui salvado por el pájaro de Bolani.