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    Jacinto Vera (I)

    Sr. Director:

    Días pasados fueron publicadas en Búsqueda dos cartas de lectores cuyo contenido sustancialmente era coincidente. Esta respuesta a las mismas no tiene como fin defender la figura del venerable Jacinto Vera, ya que sería un ejercicio inútil, sabiendo que nos estamos refiriendo a la personalidad más conocida y querida de la segunda mitad del siglo XIX. Sus exequias fueron la prueba de lo que afirmamos; la prensa de la época, tanto nacional como extranjera, católica o liberal, no hizo más que confirmar las virtudes cardinales y teologales del primer obispo uruguayo. Hasta sus propios “enemigos” reconocieron la grandeza de su figura. Por eso mal podemos hoy, en forma extemporánea, criticar con nuestras categorías posmodernas a este destacado patriota —más allá de su investidura eclesiástica— que supo contribuir a la construcción de aquel proyecto de estado oriental del siglo XIX, lamentablemente destruido en el XX.

    En este sentido, a cuenta de ahondar más en el tema si la ocasión lo ameritara, quisiera dar razón de las decisiones y acciones del santo prelado en las “circunstancias” que le tocó vivir. Las cartas de los lectores se refieren fundamentalmente a tres hechos: el entierro del masón Jacobsen, la lucha contra el racionalismo y el apoyo del Gral. Flores.

    En cuanto a lo primero, es verdad que la Iglesia se niega a enterrar a Enrique Jacobsen (sueco o danés), connotado miembro de la masonería, fallecido el 15 de abril de 1861, pero faltan agregar tres datos que se omiten: 1. El cementerio era católico —campo santo— por lo que la Iglesia tenía derecho a que allí se enterrara a quienes no se oponían a este credo. 2. Días antes de la muerte el enfermo —Jacobsen— solicitó los sacramentos y el día 10 lo visitó el presbítero Manuel Madruga, cura de San José, lugar donde se había afincado Jacobsen. Dos días consecutivos concurrió el sacerdote al domicilio del enfermo pero no consiguió que abjurara de su afiliación a la masonería, condición indispensable, de acuerdo a la normativa canónica, para que pudiera recibir los sacramentos y tuviera sepultura eclesiástica. Por tanto, advirtió a su familia, ante el mismo moribundo, de lo que significaba morir impenitente. 3. Quien se niega a dar sepultura es le presbítero Madruga y el que lo respalda es el vicario general, presbítero Victoriano Conde, pues Jacinto Vera andaba en sus clásicas misiones por el interior del país. Cuando Don Jacinto regresa a Montevideo lo que hace es no desautorizar al párroco ni al vicario general, mostrando la solidaridad y el apoyo a sus colaboradores, asumiendo la situación con firmeza, defendiendo la libertad y los derechos de la Iglesia y sufriendo los ataques, a la vez que busca la paz, dando forma a una salida al conflicto, sin pretender más que lo justo. De hecho si bien pide la exhumación del cadáver inmediatamente cede y deja el pedido sin efecto. Mucho más se podría decir de este hecho y de la posterior —mal llamada— secularización de los cementerios que no fue tal.

    En cuanto al segundo punto, la profesión de fe racionalista, la Iglesia no hace más que defender su verdad en un país con un intenso debate de ideas a causa de la muy rápida irrupción de la modernidad. La Iglesia en 20 años debe hacer frente a un proceso que en Europa duró 200. La Iglesia existe para evangelizar y siempre se va a oponer a aquello que considera que contribuye a la descristianización, y aquí choca con los racionalistas que atacaban con no disimulada saña los postulados de la teología católica claramente incompatibles con el deísmo, el teísmo, el agnosticismo y luego el ateísmo. Es de sentido común que la iglesia defienda los principios y valores cristianos que dieron fundamento a la patria, más aún en un Estado que asume como propia en su Carta Magna la religión Católica Apostólica Romana. Por otra parte, no pidamos discusiones que no sean acaloradas y por momentos hasta agresivas, por parte de ambos “bandos”, en una época en que dos paradigmas ideológicos están disputándose el espacio público.

    En relación al tercer punto, es poco menos que una canallada afirmar que Jacinto Vera “tuvo el firme apoyo del incalificable Venancio Flores”, cuando es claro que el entonces vicario apostólico en el exilio rehusó por todos los medios el contacto con el Gral. Flores y que éste se embanderara con su situación y la defensa de los derechos de la Iglesia, simplemente porque sabía que ello era para obtener el apoyo político en una población que amaba a su pastor. Es ejemplar la posición de monseñor Jacinto Vera en los vaivenes políticos de la época. Mientras la Constitución permitía la participación de los sacerdotes en cargos públicos él siempre se negó, aduciendo la imparcialidad que debe revestir el ejercicio del ministerio sacerdotal, y así rechaza ser diputado por Canelones habiendo sido elegido como candidato conjunto de blancos y colorados.

    En síntesis, son incontrastables las virtudes encarnadas por el primer obispo del Uruguay y que en su época fueron elogiadas por propios y extraños. Deberíamos aprender de sus valores cada vez que tenemos la tentación de no ser justos y querer medir con nuestras categorías una realidad política, social, religiosa, ideológica totalmente diferente, y peor aún cuando se intenta, por ignorancia o malicia, que los hechos no se ajusten a la verdad histórica.

    Gabriel González Merlano

    CI 3.469.105-1