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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá¿Hay en Uruguay una Justicia penal para ricos y otra para pobres? El año 2015 se fue con la noticia de un gran escándalo criminal de organizaciones privadas que rigen el fútbol, cuyos dirigentes a pesar de recibir suculentos salarios, cometían graves delitos relacionados con el fraude y otras formas de criminalidad financiera y extorsiva. Con estos delincuentes de cuello blanco (Kavalliersdelikt o Delitos de Caballeros, los denominaba la dogmática penal alemana), muchos de ellos “asociados” y “organizados” nacional e internacionalmente para cometer los delitos, el sistema penal (por imposición de organismos supranacionales que siguen la política criminal de “lucha contra determinado fenómeno”) permite la negociación y los acuerdos. En algunos sistemas el acuerdo alcanza el mismo “objeto del proceso” y en otros, como Uruguay, sobre la naturaleza y monto de la pena (incluyendo la exención de la misma). La lógica y el objetivo detrás de estas negociaciones con los “poderosos” es la de “descubrir el entramado del grupo organizado” y obtener el “decomiso” y/o la “reparación del daño” (la recuperación del botín). Estas formas procesales que permiten un rápido y feliz final a una “investigación penal”, en Uruguay son prohibidas para los delitos cometidos por delincuentes “comunes”, cuando aquí podrían justamente satisfacer mucho mejor los fines de los acuerdos. Este hecho injusto e inexplicable aplicando la lógica político-criminal y los principios de la Constitución merece una reflexión crítica de la academia y una rápida enmienda legislativa. Uruguay ha admitido internacionalmente que su sistema procesal penal viola los derechos humanos y, en acuerdo amistoso con la Convención Americana de Derechos Humanos, se ha comprometido a modificarlo sustancialmente. Hecha la promesa se puso en marcha una comisión de reforma que propuso adoptar un modelo acusatorio, que finalmente no se vio respaldado con un principio de oportunidad y de selectividad que faculte al fiscal (que ahora dirigirá la investigación), por un lado, a desviar casos a formas alternativas de resolución del conflicto penal (mediación, conciliación) que permitan de común acuerdo solucionar el caso mediante la reparación de la víctima, y, por otro lado, llegar a acuerdos con el presunto autor que solucionen el “caso penal” mediante la aceptación voluntaria de condiciones u obligaciones que sustituyan a la pena (equivalentes funcionales, alternativas, etc.). Como la implementación del nuevo proceso está en “suspenso” estamos a tiempo de introducir una reforma que a modo de adenda amplíe los casos de aplicación del principio de oportunidad amplio y ofrezca a la administración de la justicia mecanismos alternativos al proceso penal y la pena tradicionales, que impidan que el nuevo sistema colapse de casos penales y que la función de “administrar justicia” pueda ser eficiente a nivel macro y positiva para las víctimas y los delincuentes (en términos de satisfacción de sus intereses). Esta reforma debe ser seguida de una discusión pública profunda sobre los principios (modernos) que deben regir la cuestión penal y sobre el ideal de un sistema penal “satisfactorio” para los justiciables (no solo para el aparato burocrático del Estado). Dicha reforma permitirá, de algún modo, asumir las bases de lo que en 1977 Nils Christie denominó “conflictos como pertenencia” de las personas involucradas, porque de alguna forma ella seguiría una lógica de justicia comunitaria (distributiva, social) por la que volvería a “empoderar” a los individuos de la posibilidad de intervenir en la solución del conflicto y asumir las consecuencias de la intervención del sistema de justicia (que había sido totalmente “apoderado” por burócratas y profesionales del Derecho). Allí Christie habla de cuatro etapas que debe tener un proceso útil para los ciudadanos, donde: Primero, se investigan los hechos; Segundo, se protegen las necesidades e intereses de las víctimas para conocer las posibles formas de reparación; Tercero, se decide la forma en que debería responder el ofensor y si luego de la reparación aun es necesario imponer sanciones adicionales, y Cuarto, se consideran las necesidades del ofensor. En esta forma de entender la intervención del sistema penal (sumado a la gran reforma de la oralidad, juez de garantías y juez de sentencia, etc.) como una cuestión que atañe no solo a la sociedad (encarnada por el fiscal) sino a los individuos que la componen y allí interactúan (y deben seguir conviviendo luego de la intervención de la “Justicia” penal), el fiscal asume además de la función de policía-investigador (como líder de la investigación de los hechos) también frente a determinados delitos una función de mediador (similar a una Policía comunitaria o de proximidad) para intentar garantizar la vida en común tras la comisión del delito. Con esta reforma, respetuosa de la tan en boga “teoría de la reducción de daños” y de los derechos humanos, se produce un modesto cambio en la lógica punitiva, pues la reparación (a la víctima directa y a la sociedad (víctima potencial) se considera ahora como un principio guía en lo que concierne a la reacción social, que compartirá un lugar con la pena merecida, pero fundamentalmente necesaria, para algunos delitos de especial gravedad. La lógica de la “negociación” entre las partes adquirirá un papel relevante para todos los delincuentes y en todos los delitos, no solo en los delitos de cuello blanco y cuando existe “crimen organizado” (aunque nadie sepa realmente de qué se está hablando, porque ni la criminología ni la dogmática penal lo han definido conceptualmente de forma correcta). La reforma traerá coherencia político-criminal a un sistema que permite la “negociación” de la pena (cantidad, calidad, e incluso su prescindencia) a cambio de “colaboración” procesal (delación, confesión, incriminación de antiguos socios o colaboradores, etc.) con los peores criminales (que residen y operan en Suiza, Estados Unidos o en Paraguay) pero impide todo tipo de “acuerdo” o “mediación” con delincuentes comunes que cometen delitos de mediana y escasa gravedad contra víctimas que viven en su mismo barrio. La política criminal nacional no puede violar el principio constitucional de igualdad, de modo que la posibilidad de llegar a acuerdos entre el fiscal y el presunto autor no puede ser únicamente para “hacer justicia” en relación con los delincuentes más poderosos, es decir, no se puede en un Estado de derecho seguir una lógica “actuarial” de negociar únicamente con aquellos que pueden devolver parte del “suculento botín”. La política criminal basada en la mera “eficiencia” tiene su límite en el contenido valórico, ético y moral de la norma (penal). Debe quedar claro que la crítica no se dirige contra la lógica de los acuerdos, ni con la negociación (fiscal-autor, víctima-autor), mucho menos se dirige contra las formas alternativas de resolución del delito (mediación, reparación, conciliación, etc.), sino que rechaza directamente que las mismas se admitan normativamente solo para los “caballeros” que cometen delitos utilizando la lógica empresarial (redes financieras, inversiones inmobiliarias, financiación de clubes deportivos, etc.) pero no para “delincuentes comunes” y “solitarios”. Y para finalizar, recordar al aplicador del Derecho Penal en Uruguay que detrás de estas negociaciones con delincuentes poderosos (¿asociaciones criminales?, ¿asociaciones para delinquir?) que permiten desde la “prisión domiciliaria” hasta la exoneración de castigo (según el grado de “información” suministrada a modo de “confesión” o “delación” de viejos socios, coautores, cómplices o partisanos) se encuentra el objetivo de la reparación de la víctima (directa y potencial) y de recuperación de los haberes mal habidos. Es decir, que la lógica política criminal de la “alcahuetería”, la “batida” o el “chivataje” no sea vista por la sociedad como un premio para el fiscal (lógica burocrática) y para el delincuente (sin beneficio para la víctima o la comunidad), cuando debería ser entendida contrafácticamente como un castigo, un reproche o una condena.
Pablo Galain Palermo