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    La diosa que controla los vientos

    Motomami, nuevo disco de Rosalía
    Columnista de Búsqueda

    Aprendió, investigó, eligió, recortó, desechó, conservó, filtró y después volvió a buscar. Se metió en caminos trillados mientras pensaba en desvíos y búsquedas inéditas y fértiles. Coqueteó con el mainstream, se embadurnó de él. Y justo cuando parecía que el fango de lo obvio, esa maldición que suele acompañar el viaje a la fama y que te deja trancado en lo ya visto, en lo mil veces masticado, justo cuando parecía que ese barro la estaba tragando, descubrimos que Rosalía tenía un plan. Y que ese plan se llamaba Motomami.

    Confieso que cuando comenzó a sacar sencillos después de su formidable El mal querer (2018), las rodillas me temblaron. No era porque se animara a meterse con géneros de moda como el trap y el reggaetón, ya lo dijo Raymond Chandler a propósito de la novela negra, no existen géneros vulgares, solo mentes vulgares. El temblequeo era porque esos temas amagaban con cumplir con la segunda parte de la sentencia de Chandler: canciones vulgares que no parecían paridas por la misma artista que había escrito maravillas como Malamente y De plata. No había en ellas riesgo, búsqueda o interés. Todo sonaba a algo ya escuchado muchas veces y eso es lo más parecido a un pecado mortal para quien apenas un par de años antes había dado vuelta el tablero del flamenco y sus cercanías con un puñado de canciones mínimas que no se parecían a nada ni a nadie.

    Pero la historia musical de Rosalía Vila Tobella (la Rosalía, en catalán se usa el la y el el delante del nombre) no comienza en este disco ni se reduce a las torpes acusaciones de apropiación cultural, esa burrada bienintencionada que en su última expresión directamente termina con la cultura. A pesar de no tener aún 30 años, Rosalía tiene ya tres discos tan maravillosos como diversos a sus espaldas y una trayectoria que la ha colocado como una de las artistas favoritas de esos premios que la industria musical se concede a sí misma y que se llaman Grammy.

    Allá por 2010, antes de sus dos primeros discos y de su posterior coqueteo con toda la obviedad reggaetonera de Miami, Rosalía decidió estudiar con el profesor de flamenco de la Escuela Superior de Música de Cataluña (Esmuc) Chiqui de la Línea. Este solo tiene palabras de elogio para su alumna más exitosa, a quien considera “fuera de lo común” y una cantante que “tiene una factura muy atractiva, un perfil de voz inusual por la rapidez de su vibrato”. Chiqui de la Línea destaca también sus “facultades intelectuales, que le permiten asimilar las cosas muy rápidamente”, y dice que en su disco El mal querer Rosalía “encontró ideas efectivas como vehículo para transmitir lo que quería, sonidos estridentes para evocar un clima sórdido de maltrato”. Chiqui de la Línea ha colaborado con Cristina Hoyos, Albert Pla, Sara Baras, Calixto Bieito y Duquende. Por cierto, El mal querer fue el trabajo de final de carrera de Rosalía y además de ganar un puñado de Grammy, recibió matrícula de honor en la Esmuc.

    Los conflictos con las purezas artísticas han perseguido desde el comienzo a una cantaora que en todo momento ha apostado por la ruptura y el eclecticismo como marca de la casa. Su disco Los Ángeles fue repudiado por varios artistas flamencos porque el productor y guitarrista Raül Fernández (conocido como Raül Refree por su banda de indie rock, Refree) usaba sonidos rockeros y, en esencia, tocaba rock y no flamenco. Sin embargo, como dice el profe de Rosalía, ella “no ha hecho nada que no se haya hecho desde el inicio de los tiempos. De toda la vida, con mis compañeros de profesión payos, hemos usado palabras propias del pueblo gitano.”

    Tras Los Ángeles, que incluye canciones tan formidables como De plata, Catalina y Si tú supieras, compañero, en 2018 vino el turno de El mal querer y su acercamiento finísimo e hiperpersonal a la cultura poligonera del extrarradio barcelonés: pibes con joggings de colores estridentes, acelerando motos en estacionamientos de centros comerciales vacíos. Una mirada poderosa y única sobre esa cultura suburbana que crece a medias entre el cemento rasposo de las grandes superficies comerciales y las tradiciones que traen consigo esos inmigrantes del llamado “cinturón rojo” de Barcelona.

    El mismo caldo de cultivo en que crecieron los punks de La Banda Trapera del Río, los rumbosos Estopa y la madre de todas las raperas españolas, La Mala Rodríguez. Lo más maravilloso de todo ese fresco musical, cargado de hip hop, flamenco, electrónica y experimentación, es cómo logró interpelar a un universo global que no tiene la menor idea de esa subcultura, pero que, tal es el poder del arte, la asumió como propia.

    Y en esa apropiación que la cultura global hace de Rosalía, y que tiene como resultado la proliferación de premios industriales por doquier, están todas las pistas que explican el disco Motomami. Tras el éxito de El mal querer, la cantaora se trasladó a Estados Unidos y comenzó a producir su nueva música desde allí. Aparecieron así colaboraciones interesantes, pocas, y colaboraciones con aroma a patinazo, la mayoría. Rosalía, la destructora del flamenco, parecía haberse disuelto en los peores tics de la cultura del single y el featuring sin más intención que la de “cruzar mercados”, eso que ocurre cuando se abandona la lógica de la creación artística y el artista se convierte en gerente de una fábrica de panchos.

    Pero Rosalía tenía un plan, uno que incluía pasar por el cernidor propio esas copiosas cantidades de música chatarra hasta encontrar la dosis exacta de fritanga que necesitaba su nueva música, la música de una trasplantada. Por eso en Motomami hay ritmos de reggaetón (Chicken Teriyaki), bajos de hip hop (Saoko), bolero (Delirio de grandeza), toques de jazz, incursiones en la electrónica abstracta, referencias al mundo del pop coreano, pero también a su sobrino y a su abuela catalana. Y flamenco, claro, ese flamenco que nadie salvo ella misma es capaz de sintetizar de esa manera mínima y radical. En su último disco, Rosalía logra ampliar su paleta de intenciones musicales y, al mismo tiempo, reflexionar de manera comprometida y profunda sobre las aristas que ese viaje implica para ella, en lo musical y en lo personal.

    En una vieja entrevista, los miembros de la banda metalera Biohazard explicaban el proceso de ampliación de fronteras musicales que implica crecer en popularidad: primero escribís sobre tu barrio, después viajás un poco y escribís sobre tu ciudad. Luego vas a otros países y te das cuenta de que hay temas que todos enfrentamos por igual. Ese proceso es visible en la trayectoria de Rosalía. Tres discos excelentes, una música que nunca deja de investigar, un foco cada vez más amplio y una artista que se anima a visitar con voz propia cada uno de los lugares que las ortodoxias recomiendan no visitar. Esa es la valentía y la belleza que cargan la música de la Rosalía.

    Como dice su maestro: “Cuando la ves tan ajetreada, trabajando con tantos frentes abiertos en el ojo del huracán, no sabes si se la llevará. Pero espero que se mantenga como una diosa, en pie, controlando los vientos”. Motomami muestra a una Rosalía al mando, con los vientos controlados por su firme mano artística.