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    La fuerza de tus trapitos

    Vimos en la columna anterior cuáles son las bases del mayor best seller mundial en la actualidad: la trilogía “Los juegos del hambre”, de la escritora estadounidense Suzanne Collin.

    Además de tomar prestados elementos de la mitología y la historia de todos los tiempos, la autora condimenta su obra con una dura crítica a lo artificial, explotando de esa manera el buen crédito que lo ecológicamente correcto tiene en la cuenta bancaria de la moral occidental.

    Este elemento le da a la trilogía un parentesco con la película “Avatar”, en la cual se cantaban loas al agua cristalina, al aire natural y a los sentimientos más limpios, de una manera tan intensa que muchos de los espectadores sintieron angustia por no haber tenido la maravillosa suerte de nacer bajo un cuero crudo de mamut en las cavernas cromagnonas.

    Pero más allá de la extensa serie de detalles y fuentes inspiradoras que enmarcan el relato, el mensaje duro y puro que emana de esta mescolanza colliniana es que la historia del hombre es la historia del creciente control político-policial sobre el individuo.

    Los mandamientos de este tema son conocidos: nadie escapa a la cámara vigilante, nadie escapa al expediente, nadie es libre del sumario, nadie puede vivir su vida como quiere.

    Todos lo sabemos, pues lo hemos oído hasta el cansancio: “Para su seguridad, esta llamada está siendo grabada”.

    Un tema, este, que ha sido angustiada y maravillosamente bien escrito por Franz Kafka, por George Orwell (1984), por Ray Bradbury (Farenheit 451), por Karin Boye (Kallocain) y por Aleksandr Solzhenitsyn (Archipiélago Gulag), entre muchos otros.

    Moraleja final de este archipiélago de obras y cosas: las sociedades tienden, indefectiblemente, a sovietizarse.

    No lo digo en sentido leninista, hitleriano, franquista o castrista, que ya sería por demás terrible y desolador.

    Tampoco lo digo en sentido darwiniano, que le daría un barniz universitario y un toque de inevitabilidad científica (una suerte de anestesia académica) a la cuestión.

    Lo digo (lo cual es peor aún) en el más sincero sentido orwelliano.

    Sonría, lo estamos filmando.

    Y mientras usted duerme, desayuna, se ducha, defeca y ama, la cámara lo sigue, lo registra, lo expone a la vista de millones de personas que también duermen, desayunan, se duchan (aunque quizás con menos asiduidad), defecan y aman, pero viven convencidos de que nada es tan divertido (o agradable o entretenido o incluso apasionante) que mirar cómo otras personas hacen exactamente las mismas cosas.

    Si no tenemos en cuenta esta banalidad no podremos comprender por qué hay docenas de miles de personas que pagan una suscripción para seguir la vida cotidiana de algunos energúmenos que se ganan el pan diario instalando cámaras en su casa, incluso en el inodoro, de forma que los suscriptores a su vida puedan masturbar su fantasía y, por qué no, también sus órganos, revolcándose en la más regular cotidianidad ajena.

    Es el voyeurismo y el exhibicionismo en una sola pastilla.

    Todos, o casi todos (o en su defecto: “cada día más gente”), pretenden vivir la vida de los otros (como la película alemana con el mismo nombre).

    La inagotable sed mental que despierta los secretos de la vida del otro explica no solo el deseo del aparato estatal por controlar a la población sino que también el placer individual por ver los trapitos íntimos del prójimo.

    Es la misma fuerza que como un poderoso imán dirige la vista del caminante hacia el interior de una casa cualquiera cuando, al pasar, ve que la puerta o la ventana están abiertas.

    Ambas dimensiones (la estatal y la individual) están emparentadas.

    Ambas tienden a lo mismo.

    Y cuando ambas se diluyen en el amargo líquido de la lucha por la supervivencia, el brebaje resulta mortal. O vital (no olvidar que todo tiene dos caras), por lo menos para la industria de la diversión, que nos vende, justamente, el placer de descubrir todos los lados secretos del otro.

    Ahí está la explicación al éxito planetario de cosas a priori tan desagradables, primitivas y nauseabundas como “Los juegos del hambre”.

    (*) El autor es doctor en Historia y escritor