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“Pueden recorrer todo o ir derecho al espejo a jugar un poco” aconseja la señora que pacientemente orienta en la puerta y entrega un folletito insulso con la lista de artistas y poca información más. “Te hace grande” atina a decirle a un niño que tironeaba del brazo de la madre, como si en ese lugar pudiera salvarse del mazazo de una densa e inútil recorrida por el lugar. El espejo es gigante. Está un poco inclinado hacia el visitante que puede ubicarse debajo y reflejarse en diferentes poses. La señora no sabe de arte, pero es amable y tiene muy claro dónde está el gancho. Tampoco se sabe si esto es arte. Pero tiene razón, hay que ir para ahí, al fondo del edificio monumental. Es la vedette de la Segunda Bienal de Montevideo, inaugurada el jueves 25 de setiembre en el hall del edificio central del Banco República, y en otros tres edificios más. El tema de este año es “500 años de futuro”. La convocatoria reúne a cincuenta artistas de varios países. De Uruguay participan once.
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En el piso, el artista dibujó una fachada con lujo de detalles, desde el techo a las puertas y ventanas. Los niños corren despavoridos cuando ven el espejo de Leandro Erlich (Buenos Aires, 1973), como si allí fuera la entrada a un mundo maravilloso, el paso al país secreto de Alicia. Los grandes se tiran al piso, hacen piruetas, juegan a colgarse de una ventana o del techo, se sacan fotos, infinidad de fotos. La ilusión en la imagen es perfecta. Por momentos es un cuadro hiperrealista, con ciertos detalles de tragedia. Según la coincidencia de posturas, el drama se desata y la gente parece tirarse por la ventana para huir de una amenaza. Hay momentos de paz, es cierto, las figuras quedan suspendidas en cuerpos livianos que simplemente parecen disfrutar del vacío. El artista logra pintar todo el tiempo, procesar vivencias y emociones, con un simple mecanismo tan primario como efectivo. El espectador manda, procesa la obra, la termina segundo a segundo, la vuelve efímera y eterna. El resultado es menos fantasioso que el mundo de Alicia, aunque muy divertido. Y refleja más que un grupo de seres humanos que juegan a ser otros. Hay algo del ser contemporáneo que deambula por esas imágenes, de la ruptura de la tradición modernista que quebró para siempre la visión del arte y cuestiona incansablemente la relación de la obra con el espectador. Estas experiencias provocan cimbronazos que desacomodan las pocas piezas coherentes del arte actual. En este caso, la imagen no distorsiona pero genera plácidamente, casi sin darnos cuenta, el ideal de una experiencia estética abierta, en construcción permanente, en un tiempo inagotable, en multiplicidad de vivencias y emociones que se proyectan y deshacen continuamente. Es una pintura en movimiento, imposible de apresar o “encuadrar”, son pedacitos de irrealidad que escapan a cualquier sensación de “apreciación” tradicional, tal vez formal, tal como ofrece cualquier otra obra, desde un cuadro a una instalación.
En casi toda la Bienal, las propuestas son para un espectador que observa y escucha, sobre todo observa. Está repleta de videos por ejemplo, que llenan de imágenes en movimiento las viejas cajas enrejadas del Banco. Hay algunos cuadros dinámicos y potentes como los del argentino Eduardo Stupía (Buenos Aires, 1951), colocados en un gran panel a la entrada. Es un torbellino de imágenes, como una gran pantalla, que exige mirar en detalle para descubrir un mundo lleno de vida y agitación, aunque sean borrones o líneas desajustadas en tonos neutros. Es dinámica también la construcción pictórica de Javier Bassi (Montevideo, 1964), en otro panel en profundo negro (el “color negro” de Bassi logrado con una técnica especial) con líneas blancas en fugas, como una máquina que mueve imperceptiblemente sus piezas; una estructura ágil, liviana, que conduce como un rayo de luz en la tremenda oscuridad de sus telas. Entre ellas, está el follaje de Rita Fischer (Young, 1972), que vuela, se eleva cargado de hojas de tonos claros y sutiles, como un bosque escenográfico gigante, integrado a las columnas, inmóvil, pero pensado en otro tiempo; el que pasa por el espíritu, por el alma, por lo inefable de la vida. Como propone la convocatoria, la verdadera vedette de la Bienal es el tiempo. Por eso el espejo gigante de Erlich funciona tan bien, más allá del juego.
Atinadamente, a sus costados, los grandes relojes ubicados en lo alto de la pared están detenidos. “El otro día, cuando empecé a trabajar acá, andaban”. Son los tradicionales relojes del Banco República. No es un detalle menor. Ante la duda del periodista, el guardia de seguridad aclara: “los pararon, es lógico, la gente iba a mirar la hora y no le prestaría atención a este reloj”. Se refería a unas tablas de madera ubicadas en el centro del espacio, rodeado de las viejas cajas de cobranzas y pagos, en un gran andamio. Un grupo de jóvenes que parecían obreros, subían y bajaban una escalera moviendo la tabla correspondiente para modificar el número que indicaba los minutos. Tenía razón el guardia. A la hora del diálogo sobre relojes, la construcción con tablas daba las 15:30. En cambio, en las altas paredes del fondo, los relojes del Banco estaban detenidos a las 10:44. El guardia no sabe de arte. Pero sabe que algo pasa y algo se detiene, más allá de cualquier convención horaria que el ser humano haya establecido desde hace siglos. No sabe que el reloj de tablas de los jóvenes que suben y bajan la escalera puede llamarse “performance” y que también exige una percepción diferente de lo artístico. Es física, totalmente. Pero algo hay en ese esfuerzo imprescindible, material, tenso, preciso, que provoca cierta inquietud emocional, como el espejo, como los cuadros, como las decenas de videos que aturden con las imágenes, como los sonidos de campanas que pueblan el espacio, como el humo que aparece desde el piso desde las viejas cajas del Banco y recuerda el avance de una locomotora. Hay un clima en esta Bienal que hace honor a su idea central sobre el tiempo y el espacio. Hay movimiento, pasan cosas, hay cierta conmoción en el edificio casi imposible de dominar. Es un logro. Hay coherencia en la vieja idea de ocupar el espacio, en especial ese espejo gigante que parece destinado a darle sentido y proyección a la arquitectura que lo cobija. Hay una conexión interna con la historia, más azarosa tal vez, pero uno recuerda la relación de los grandes maestros de la pintura con sus formidables juegos de espejos. En definitiva, otro juego temporal.
No todo es igual, el resto de las obras pierde en eficacia frente al esquema central. También en calidad o impacto o belleza. Pero es justo decirlo, en este enfoque la calidad pasa por visualizar la obra de otra manera. Pasa por observar y participar desde otra mirada o postura. Uno podrá estar o no de acuerdo, pero es claro que esta Bienal desajusta el enfoque del espectador, propone un cambio de percepción. No hay belleza, en el sentido tradicional de la palabra, no hay experiencia estética desde la antigua tradición del arte. Incluso la pintura o algunas instalaciones, parecen funcionar en esta idea de temporalidad rota, de la convención horaria detenida para recorrer otro espacio y tiempo vital.
Parece que hubiera pocas obras, si uno las mira con esa idea. Es cierto, también faltan otros artistas que trabajan en esta línea y tienen otro peso, en especial, algunos compatriotas. Pero cerca de allí, en la vieja Iglesia San Francisco, hay un trabajo excepcional del brasileño Marcelo Moscheta (1976). Es una instalación con rocas del río Uruguay y largas hileras blancas construidas con parafina, como mármoles destruidos o bloques de hielo derretidos. Parece una hilera de tumbas antiguas, esculturas desgastadas, con las cabezas sugerentes de figuras ancestrales. Es una interpretación. Es preferible tal vez, a la pobre explicación que da el artista en el texto adjunto. En este caso, puede más la obra que la razón. Un problema no resuelto del arte contemporáneo. La experiencia del espectador otra vez en el vaivén de la percepción. La intención del artista también es dinámica, movible, escapa a las formas iniciales, a cualquier molde de pensamiento o sistema de ideas. Un consejo: no lean; vivan, vibren, perciban.
La Bienal se completa con una propuesta de fotos y videos en el Anexo Veltroni, a la vuelta, único lugar donde hay baño. Despareja aunque necesaria y disfrutable por el clima y el impacto del lugar. Y por el baño. Finalmente, a pocas cuadras, el Palacio Taranco, lleno de espejos, propone una delicada intervención de tres artistas en la pequeña y solitaria biblioteca del primer piso. Eso sí, en días y horario diferentes al resto. El tiempo como enemigo. Caprichos de las formas.
Segunda Bienal de Montevideo. Banco República (Cerrito 351), Anexo Veltroni (Zabala 1520), Iglesia San Francisco (Solís 1469, entrada por Cerrito). De martes a sábados de 10 a 17 h. En el Palacio Taranco (25 de Mayo 376) de lunes a viernes de 12:30 a 17:30 h. Hasta el 22 de noviembre.