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Nació y creció entre los gélidos vientos patagónicos que soplan en Viedma, una ciudad del sur argentino, al norte de la provincia de Río Negro, propuesta para capital argentina durante el gobierno de Raúl Alfonsín. El arte invadía cada rincón de su casa. Folclore argentino, tango, música latinoamericana, los Beatles, Spinetta y Charly moldearon su oído autodidacta. Al terminar el secundario se compró un portaestudio y empezó a grabar sus canciones, y a los 18 años sostenía su bolsillo con su banda de rock Marca Registrada. Luego recorrió la Patagonia como guitarrista de un músico rionegrino. Pocos meses antes de la gran crisis que incendió Argentina a fines de 2001, el muchachito de voz aguda abandonó su Viedma natal y se fue detrás del amor de su vida —y madre de su hija— a Buenos Aires. Se marchó con su guitarra al hombro, un montón de canciones en su cuaderno y otras tantas en su cabeza, esperando la inspiración que las llevaría al papel.
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En 2004 debutó con Azules turquesas y un año después publicó Ese asunto de la ventana, un disco producto del aislamiento inicial del joven provinciano para guarecerse del monstruo porteño. En 2007 hizo 39º, un disco producido durante una larga convalecencia. Esta trilogía, editada por el sello Los años luz, lo pintó como un compositor diferente a la media, que definió un lenguaje muy personal, un híbrido entre las raíces folclóricas y el rock y pop que desde pequeño corrió por sus venas. Con el consagratorio Las crónicas del viento (2009) fundó su propio sello, Viento azul, cumplió su viejo sueño de la autogestión y ganó su primer Premio Gardel. En 2012 llegó Mundo anfibio, una obra atravesada por la tecnología digital aplicada a la orquestación y a los arreglos. Entre 2012 y 2014 recorrió los miles de kilómetros de largo y ancho de su país en una gira continua que lo trajo dos veces a Montevideo, primero al Solís, con su banda, y luego a El Galpón, donde ofreció un soberbio concierto acompañado por un cuarteto de cuerdas. Con su flamante disco en vivo En concierto, el registro de tres años en la carretera, actuará por primera vez en el Auditorio del Sodre, el miércoles 11 a las 21 horas (entradas en venta en Tickantel, desde $ 550 a $ 950). Desde su casa en Buenos Aires, Aristimuño conversó con Búsqueda.
—¿Su carrera ha sido un ir y venir entre la tradición y la vanguardia?
—Siempre tuve la libertad de tocar las canciones en cualquier formato, porque salen de una guitarra acústica. No compongo pensando en una banda que la va a tocar sino en la canción. Después la puedo vestir como quiera. Con banda de rock, en formato acústico o con un cuarteto de cuerdas. Siempre trato de estar en movimiento. La instrumentación varía según mi estado de ánimo. Con banda toco más “eléctrico y de pie”, como se llamó una gira reciente. Con el cuarteto de cuerdas toco acústico y en salas con la gente sentada.
—Su música de aires camperos contrasta bastante con el carácter de Buenos Aires. ¿Está de acuerdo con que Argentina es un país muy rockero por su forma de vida, por lo que se respira en la calle?
—No sé si Argentina entera, pero Buenos Aires sin dudas es una ciudad bastante rockera. Hay mucha movida, muchos cambios, pasan cosas, todo el tiempo estás equilibrando el caos con tu vida. Pero Argentina es muy grande, y en su mayoría es mucho más tranquila.
—¿Siempre supo que iba a ser músico?
—Sí. Mi viejo es músico y mi vieja, actriz y pianista. Se dio naturalmente y en la adolescencia ya lo tenía bien claro. A los 13 años ya tenía una banda de covers y estaba tocando en los bares. Era cantante y guitarrista. A veces tenía que estudiar para rendir un examen al otro día, y recuerdo a la banda pidiéndoles a mis viejos que me dejaran ir a tocar.
—No había Internet aún…
—Sí, yo empecé con los casetes. Cuando vino el CD ya era grande. Rebobinaba con una lapicera para ahorrar pilas en el walkman(ríe). Cuando terminé el secundario me compré una portaestudio y empecé a grabar ideas y jugar. Me volvía loco clonarme y grabar en cuatro pistas lo que pintaba. Con un teclado le ponía batería y bajo, y grababa las guitarras y las voces. Hay casetes con esas grabaciones que por suerte no sé dónde están (ríe).
—¿De dónde viene el interés por lo folclórico?
—El folclore estuvo siempre en mi casa. Mercedes Sosa estaba al lado de James Taylor, Spinetta, Los Chalchaleros, Silvio Rodríguez, Violeta Parra, Chabuca Granda, Rubén Rada y Jaime Roos. Había mucha música latinoamericana, mucho folk. Mi padre tenía una banda que versionaba estos músicos, una especie de Cuarteto Zupay de Viedma.
—Y a todo eso le sumó el rock y el pop…
—Claro, no fue un plan. Se dio en forma natural. Llegué a Buenos Aires en 2001. Ya en esa época aprendí a hacer y grabar música en una computadora y empecé a juntar mis canciones con esas tecnologías. Así surgió Azules turquesas, en 2004. La laptop y la guitarra criolla.
—¿Azul turquesa es el color de ojos de alguien?
—No, es una sensación que siempre tengo. Me gustan esos colores, es algo espiritual. De hecho, mi hija se llama Azul.
—¿Cuál era ese asunto de la ventana?
—Ese fue un disco bastante terapéutico. Me chocó bastante Buenos Aires. Dejé mi ciudad, el río, un lugar donde nos conocíamos todos. Y le tomé una especie de fobia a Buenos Aires. Nos costaba mucho salir a la calle, estábamos guardados. Todo lo veíamos desde la ventana y lo escribí imaginándome las historias de la gente.
—Luego viene 39º. ¿Un disco hecho en estado febril?
—Sí, por suerte ya se me había pasado esa fobia. Aproveché que tuve una fiebre bastante larga y llené la cama de cuadernos, discos, guitarras y la compu, y surgió ese disco. Las capitales son muy febriles, cambian de temperatura y de estados de ánimo con facilidad. Y ese pasar del frío al calor y transpirar, me pareció una buena analogía.
—Tiene un timbre de voz agudo que lo hace muy distintivo y personal. ¿Lo buscó o se dio naturalmente?
—Siempre canté así, en ese registro. La voz siempre fue un tema importante para mí, pero al principio me ponía incómodo escucharme desde afuera. En los primeros demos que hice le ponía bastante eco o algún efecto de distorsión. Quizá me daba vergüenza que se viera reflejado en la voz ese costado femenino que todos tenemos. Pero después esa misma idea me empezó a gustar. Hoy disfruto mucho de cantar alto, aunque a veces escribo notas demasiado altas y después ando a las puteadas conmigo mismo (ríe).
—En marzo participó del homenaje a Zitarrosa junto a Martín Buscaglia en Los dos criollos, de lo mejor del concierto. ¿Cómo se gestó?
—Con Martín hemos compartido mucho en nuestras carreras. Este verano actuamos juntos en Medio y Medio de Punta Ballena. Por eso nos llamó Fernando Cabrera (director artístico del tributo a Zitarrosa), con quien he tocado mucho en Buenos Aires. Para mí, Zitarrosa es como volver a sentir el sabor del plato que te preparaba tu abuela y esa canción es increíble. La propuso Martín y él compuso el arreglo, en clave de blues. Allí me encontré con maestros a los que admiro desde chico, como Daniel Viglietti.
—En el sitio Música sin fines de lucro difunde los sonidos que le interesan en un podcast. ¿Cómo los elige?
—No solo soy músico sino que me considero un melómano. Creo que la música nos hace bien. A mí me salvó la vida muchas veces. Y con este sitio busco dar una mano a los colegas que están emergiendo y que no tienen medios para difundirse comercialmente. Todos sabemos que para estar en las listas de las radios hay que pagar, y los que más pagan son los sellos multinacionales, que no siempre promocionan la buena música. Entonces, difundo la música nueva de la gente que creo que vale. Me llegan 300 canciones por mes. Escucho, elijo lo que más me gusta y armo una edición por mes. Ya van 27 volúmenes publicados. Creo que la música es como la tierra. Hay que darle agua, hay que regarla. Y si vos le das a la música, ella te devuelve más y mejor música.