N° 2065 - 26 de Marzo al 01 de Abril de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáComo varios ciudadanos de su tiempo y condición René de Chateaubriand supo ver en las asonadas de 1789 grandes peligros para el destino de Francia. A diferencia de mucho ingenuo que luego pagaría cara su credulidad, este joven y ya por entonces lúcido observador de la realidad entendió que el maximalismo exaltado que estaba en las consignas y discursos de las primeras jornadas de la Asamblea Nacional derivaría fatalmente en los extremos más irracionales que conoce la política. Su hermano mayor fue guillotinado sin mucho trámite a poco de comenzar la revuelta, con lo que Chateaubriand quedará enfrentado abiertamente a la violencia y a los principios de la revolución.
Pero antes de esta definida postura, antes del apogeo del Terror, trató de entender, quiso darse la oportunidad de alinear sus lecturas con el espectáculo de espanto y nervio que la historia estaba desplegando frente a sus ojos. No demoró demasiado en reconocer que su lugar nunca podría encontrarse del lado de los que estaban demoliendo el mundo que lo había contenido hasta entonces. Por eso prefirió tomar distancia, entregarse más a la aventura del conocimiento que dejarse deslizar por los crueles desfiladeros de la política, de la intriga y del miedo.
Es así que en la primavera de 1791 se embarcó para América llevando una carta del marqués de la Rouërie con una encendida recomendación para entrevistarse nada menos que con George Washington. El marqués había tenido una lúcida y al parecer gloriosa actuación en la guerra de Independencia de los Estados Unidos, donde se lo consideraba un héroe nacional. A nadie le preocupaba en el nuevo continente que ahora fuera uno de los líderes y quizá el más notorio agitador del partido realista en medio de las conmociones republicanas; el prestigio de los insignes servicios prestados a la causa de la democracia americana jamás sería opacado por nada de lo que el noble hiciera en su propia casa.
Apenas llegado a Baltimore, Chateaubriand se dirigió a Filadelfia para encontrarse con Washington, quien enseguida le tributó todo tipo de amabilidades y le facilitó medios y salvoconductos para que pudiera recorrer todos los confines de la joven república. El escritor visitó Nueva York, Boston, luego viajó durante un año por las inmensas soledades del norte del continente; subió el río Hudson hasta Albany, cazó búfalos, alternó con los iroqueses y los indios del Niágara, cruzó la región de los lagos de Canadá. Su alma estaba henchida de un arrebato aventurero y a la vez de una serenidad que nunca había sentido en Saint-Maló, su estrecho pueblo de marineros taciturnos y gastados; sentía que podría quedarse para siempre en esos salutíferos bosques dignos de las páginas más encomiadas del detestado Rousseau.
Pero una tarde el vuelo de las noticias lo arrancó súbitamente del ensueño. En efecto, un fragmento de un periódico inglés que por casualidad cayó ante sus ojos le informó sobre la huida y el arresto de Luis XVI en una oscura fonda de Varennes. Enseguida decidió volver y ponerse a la orden de la nación encarnada en la humillada corona. Con solo pisar el querido suelo de Francia advirtió que la situación era más peligrosa de lo que había imaginado. Un par de años más tarde, ya exiliado en Londres, compuso su primer libro importante, Ensayo sobre las revoluciones, donde con ardor realiza una comparación de las revoluciones antiguas con los episodios y desmanes de la contemporánea Revolución francesa. Allí, apenas visibles, hay una palabras que reflejan el desconsuelo del exiliado. En la semblanza que hace sobre los desvelos del lejano Solón, escribió algo que de un modo sustantivo es toda una sentimental confesión: “Después de haber andado errante por el mundo el hombre, cediendo a un instinto particular de su naturaleza, desea ir a morir en las mismas regiones que vio la luz, y sentarse por un momento al borde de su tumba bajo los mismos árboles que dieron sombra a su cuna. La vista de estos objetos, que también han cambiado, le recuerda a un mismo tiempo los afortunados días de su inocencia, las calamidades que le siguieron, los azares y rapidez de la vida, y se reanima en su corazón ese conjunto de ternura y melancolía que suele designarse con el nombre de amor a la patria. ¡Qué profunda debe ser la tristeza del que al volver a su patria la encuentra decaída de su esplendor y entregada a las convulsiones de los partidos!”
Nada nos reconcilia tanto con la historia como estos desalientos.