N° 1999 - 13 al 19 de Diciembre de 2018
, regenerado3N° 1999 - 13 al 19 de Diciembre de 2018
, regenerado3Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáQuizá por tener el concepto cada vez más pegado a la realidad (esto es, porque la idea resulta cada vez más invisible) o quizá porque a nadie le gusta verse dentro de esa bolsa, la idea del “subdesarrollo” pareciera aparecer cada vez menos en la prensa, en las redes y en las charlas de bar. Es cierto, a nadie le gusta percibirse como subdesarrollado y menos ser percibido por otros como tal. El subdesarrollado entonces es siempre alguien que está peor que uno y siempre es alguien con quien uno no quiere comparase jamás, salvo para sacar pecho: subdesarrollados son Surinam, Burundi, Yemen y otros que están aún peor. El subdesarrollado siempre es otro y siempre está en otra parte.
Las ciencias sociales y la economía suelen acudir a un puñado de indicadores más o menos establecidos para intentar mensurar el grado de desarrollo que tiene un país. Suelen ser mediciones de indicadores de los llamados estructurales: índice de desarrollo humano, nivel de ingreso, necesidades básicas satisfechas, acceso a la vivienda, agua potable, etc. El fútbol no suele ser casi nunca, salvo en estudios específicos, parte de esos indicadores. Es decir, casi nadie considera que el negocio del fútbol o el estado del negocio del fútbol puedan considerarse indicadores del grado de desarrollo de un país, más allá de su eventual relevancia como un sector más de la economía. Y, sin embargo, el fútbol, el papel social del fútbol, la industria del fútbol ofrecen la posibilidad de mirar el punto de cruce entre la idiosincrasia de un país, su cultura, su economía, sus gestos colectivos y hasta sus credos más o menos laicos (la mano de Dios, por citar uno).
Toda esta especulación sobre el papel del fóbal me vino a la cabeza hace un par de semanas, cuando la prensa publicó cuánto dinero le dejaba a la capital de España el traslado de la final de la Copa Libertadores. Según la Confederación Empresarial de Madrid, las ganancias directas rondaron los 42 millones de euros (casi 48 millones de dólares) y se calcula que las indirectas (por concepto de “marca” ciudad y país) anduvieron cerca de los 50 (unos 57 millones de dólares). Y mientras los españoles, especialmente los madrileños, contaban los euros aquella noche de fútbol inesperado (pasemos por alto la ironía de que la final de la Copa Libertadores de América se juegue en la capital del Reino de España), a 10.000 kilómetros de distancia, en Buenos Aires, los hinchas de River vandalizaban las calles de su capital durante los “festejos” por el triunfo. Lo de siempre, lo normal.
“Muchos policías, pocos incidentes y ningún detenido. El despliegue de más de 4.000 agentes evitó que se produjeran altercados en los alrededores del Bernabéu en la previa de la Final de la Copa Libertadores. Los seguidores de Boca y River se encontraron con tres anillos de seguridad que impidieron la entrada de bengalas, palos y armas blancas”. Así resumía la seguridad de esa jornada futbolera el diario español El Mundo. El operativo policial controló perfectamente a los hinchas, algunos de cuyos elementos más radicales fueron filtrados en el propio aeropuerto de Barajas (Maximiliano Mazzaro, líder de la barra brava de Boca, fue devuelto sin miramientos a Buenos Aires).
¿Qué es lo que permite a una policía controlar a 62.000 hinchas antes de un partido y a otra policía, a miles de kilómetros del epicentro del asunto, no poder controlar algunos miles de otros hinchas que “festejan”? Por un lado, la profesionalidad de los cuerpos de seguridad del Estado, la distancia sideral que existe entre la Policía Nacional de España y otros cuerpos de seguridad de ese país, y las distintas policías argentinas. No solo es un abismo de procedimientos, es también un abismo de idiosincrasia: en España estos procedimientos no son opcionales ni discrecionales. Son técnicos y, como tales, se cumplen a rajatabla. Es verdad, cada tanto los hinchas más subnormales de un cuadro pueden liarse a tortas con los hinchas más subnormales del rival de esa semana y hasta terminar con algún muerto en la mesa. Nadie puede garantizar que los protocolos funcionen siempre, pero sí que siempre se ejecuten de manera adecuada. Pero también pesa que la inmensa mayoría de los hinchas no naturalizan esos niveles de subnormalidad entre los suyos.
“Subnormalidad” es en realidad un recurso retórico facilón para agrupar a la gente que, no teniendo el menor atisbo de gloria alguna en su vida, hace de ser hincha violento el centro de su existencia. Válvula de escape al vacío con el que lidia, casi siempre sin saberlo porque no conoce nada más, en su día a día. Unos hinchas que hasta cierto punto no son considerados por el resto como los auténticos sociópatas que son sino apenas elementos radicales, gente que “siente los colores” de manera distinta. Unos violentos que son entendidos y hasta justificados como parte de lo que es esperable entre los hinchas de ese cuadro, de ese país, de esa sociedad.
A eso se suma que los dirigentes de esos equipos casi nunca son muy distintos: muchos no tienen el menor problema con esos barra brava siempre que cumplan con la función de intimidar al rival. Dirigentes que, allá atrás, no andan lejos de esos sociópatas que apedrean un bus lleno de muchachos que van a patear una pelota sobre el césped y que luego declaran “no sé qué me pasó, me dejé llevar”. La clave en esa frase no es tanto el haberse dejado llevar como el lugar al que llegaste dejándote ir: ese lugar donde la violencia se encarna en una pelota, pero podría encarnarse en la agresión a un hermano, una novia o un hincha del cuadro rival.
El subdesarrollo no es tanto la imposibilidad de unos cuerpos de seguridad de garantizar aquello que deben garantizar (que también), es la aceptación colectiva más o menos difusa de que apedrear el bus del cuadro rival está dentro de lo esperable, dentro de lo que puede pasar sin que nadie se despeine demasiado. Y, claro, que esa situación termine dándole no se cuantos millones de euros a quienes sí saben manejar la seguridad de un evento así, a quienes hacen lo posible para que los elementos más radicales no accedan a los estadios, a los que hacen que ese negocio que es el fútbol pueda funcionar como tal. Es más, estoy casi seguro de que a pensar en esta segunda parte del enunciado no había llegado nadie en Buenos Aires antes de que las piedras volaran en dirección a las ventanillas del bus de Boca. Y eso también es subdesarrollo.
Finalmente, subdesarrollo es que un señor X sea capaz de entrar de pesado en una reunión de presidentes de clubes de fútbol que a veces no tienen ni agua caliente en los vestuarios, para recordarles las deudas personales que esos presidentes tienen con él. Que a ese mismo señor X el Estado le condone una deuda de decenas de millones de dólares, contra todo criterio de defensa de lo colectivo, simplemente porque es amigote de algunos malandras que usan ese Estado como coto de caza privado. Las pedradas en los buses y las millonarias ganancias de Madrid son simplemente los corolarios directos de ese constante derrapar colectivo. ¿Qué es el subdesarrollo, papá? El subdesarrollo, hija, somos nosotros, lo que hacemos y como lo hacemos.