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Esta correspondencia que va desde 1955, cuando fue redactor de deportes para un periódico de la Fuerza Aérea, hasta 1976, cuando ya era una firma consagrada capaz de ocasionar, como él dijo, “más polémica con una pequeña máquina portátil que la mayoría con todo un servicio”, lo pinta de cuerpo entero: rebelde, irascible, apasionado, polémico, iconoclasta y profundamente talentoso. Así era el norteamericano Hunter S. Thompson (1937-2005), el hombre que hizo desaparecer la delgada línea que divide al periodismo de la ficción, porque la libertad literaria para esbozar una crónica es perfectamente compatible con el rigor de los datos.
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Pero Thompson fue aún más lejos: incluyó la desprolijidad de su vida privada —que era pública y abundante— en sus trabajos. Él mismo pasó a formar parte de la materia de estudio, generando en sus reportajes un estilo libre, irónico y agresivo que se conoce como periodismo gonzo. El término gonzo proviene del irlandés y significa el último borracho que permanece en pie. “Estoy totalmente enganchado a mi estilo —para bien o para mal— y hay muy pocas probabilidades de que cambie. Un periodista gonzo es como un yonqui o un perro mestizo: no se conoce la forma de remediarlo”, explicó Hunter.
Desde que tuvo uso de la razón se dedicó a escribir, primero de deportes, luego de viajes (estuvo en todos lados, incluido... ¡Montevideo!) y finalmente de política. Era capaz de desarrollar una crónica sobre cualquier cosa que le encargaran. El deseo de muchos novelistas fue —y todavía es— concebir la gran novela americana; el de Hunter, en cambio, estaba encaminado a terminar con el gran sueño americano.
Y para terminar con lo grande había que ir a lo grande, como el tamaño de las montañas (que era directamente proporcional a su voracidad al atacar las heladeras de los hoteles en busca de botellitas de whisky), las pretensiones de los empresarios (que se miden únicamente en dinero) y la voluntad de los políticos (que se calcula exclusivamente en votos), cuando todo eso termina y se diluye en el cernidor de la vida, entre una red cloacal de mentiras y falsas esperanzas. Quería encontrar el corazón americano en una sucursal de hamburguesas, en una manifestación en contra de la guerra de Vietnam, en el congreso de los republicanos o en un encuentro de hippies pasados de ácido lisérgico. Para Hunter, donde algo latía, allí existía la posibilidad de un gran reportaje que necesariamente debía mostrar el costado amargo y absurdo de las cosas.
Vagó por Latinoamérica sin un peso, haciendo periodismo a destajo, soportando la picadura de insectos tan grandes “como el culo de Dios”, metiéndose en líos y viviendo la vida loca. En una de las cartas le escribe a su amigo, el escritor Lionel Olay: “Pillé una gonorrea en Bogotá y pagué las consecuencias de la recuperación en Lima. Cometí locuras en Cuzco y me detuvieron en Río. Y en Buenos Aires y Asunción tuve que ir con la pistola en la sobaquera. En Montevideo me peleé con putas. Y luego volví a Louisville y contraje matrimonio en un salón de ceremonias, ante un juez de paz que hablaba como Elmer Gruñón”.
Las mujeres más lindas de su vida dice haberlas visto en Cali; en cuanto a Ecuador y Perú, cree que “habría que dinamitar los dos países para que desaparecieran en el mar”.
Una vez, un enemigo suyo (tuvo muchos, desde editores hasta políticos, porque también hizo política) le dijo a los gritos que se limitara a viajar por el país cagándose en todo, vomitando su veneno sobre todo lo que la gente respeta. Y Hunter le contestó: “¡Excelente idea!”. Y aportó una serie de artículos para agendar: el derby de Kentucky, el Superbowl, Times Square a fin de año, el Master de golf, la Copa América de vela, una Navidad con la Policía de Chicago, el 1º de mayo, el rodeo de Denver y probar gas pimienta en una fiesta de la masonería. Comenzó a generar una serie de reportajes de miedo y asco al sistema cuyo mejor ejemplo fue “Miedo y asco en Las Vegas”, luego convertido en libro y más adelante en película.
Pero más allá de su extravagancia, Thompson era un bicho político y apostaba por un mandatario: primero fue John F. Kennedy, después Jimmy Carter; y descreía de otros, como Lyndon Johnson y el odiado Richard Nixon. Quería hacer periodismo con un bate de béisbol, con una motosierra, pero también le preocupaba la administración y el buen destino de los bienes públicos. Detrás del personaje, estaba el riguroso observador de la realidad. En sus artículos —publicados principalmente por la prestigiosa revista “Rolling Stone”— estallan la imaginación y los excesos, hay libertades formales y giros inesperados, pero siempre apuntalados por un campo metálico y minado de datos. Y una buena noticia: Anagrama editará en su colección Compactos “La gran caza del tiburón”, un libro largamente agotado que compendia sus mejores notas.
Estas cartas exhiben su evolución, desde el desempleado que no dudaba en ofrecerse desesperadamente hasta la megaestrella en que se convirtió después y que pasaba sus tarifas para una conferencia de modo irónico: si no le pagaban el alcohol, al menos debían aportar “el hielo y un vaso largo”. En otra oportunidad accedió a cobrar por una charla la miserable tarifa de cien dólares con la condición de que le consiguieran un gramo de cocaína “para uso privado mientras estuviera en la ciudad”.
Cuando se ponía rabioso, cosa que no le costaba demasiado, era capaz de insultar a todos, desde escritores y críticos que habían comentado negativamente algún trabajo suyo hasta el personal completo de la Casa Blanca. Entre sus insultos elegantes predominan “hippie de cervecería”, “criador de cerdos”, “lameletrinas” y “marxista de librería”. En cuanto a los apremios físicos con que amenazaba a editores o a jefes, pululan en estas páginas las patadas en las costillas, la rotura de dentadura mediante un garrote nudoso o una manada de perros Doberman entrenada para arrancar testículos.
La fama le llegó con la publicación del libro “Los Ángeles del Infierno”, un exhaustivo trabajo sobre la banda de célebres motociclistas que, entre otras virtudes, sembraba el terror en autopistas, bares y moteles. Durante meses, Thompson se entrevistó con la cúpula más pesada de estos barbados y robustos sujetos. Bebía con ellos, los invitaba a su casa. Incluso llegó a comprarse una moto y a vestirse igual para ser parte de la manada. Pero Hunter era gonzo, no ángel infernal. Conclusión: lo echaron del grupo propinándole una paliza que le costó una cama de hospital.
Este hombre, para quien ser freak era un honor, estuvo cerca de ser elegido sheriff de Aspen, Colorado, por muy pocos votos. Hubiese sido el sheriff más pesado y drogota de la historia norteamericana.
Su último deseo extravagante fue cumplido: en algún lugar cercano a su casa de Woody Creek, un gran cañón disparó sus cenizas, que aterrizaron sobre los árboles y los pastizales y los ríos aledaños. Es de esperar que los insectos que allí moran y se reproducen, sean capaces de provocar una epidemia de rebeldía y buena escritura: el mundo del periodismo lo necesita.
“El escritor gonzo. Cartas de aprendizaje y madurez”, de Hunter S. Thompson. Editorial Anagrama, 2012, 510 páginas, $ 665.