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    La rueda y el parche

    N° 1911 - 23 al 29 de Marzo de 2017

    Habituados a emparchar y seguir andando, los uruguayos llegamos al punto en el que ni la cubierta ni la cámara de la bicicleta dan para más. La rueda ya no gira. Pedaleamos en el aire, por acto reflejo; haciendo equilibrio, apenas, para no caernos. Así, lejos de la punta, enrolados en el pelotón de los rezagados, allí donde el sueño de alcanzar la meta es una utopía ajena, vemos pasar oportunidades, vientos de cola, trenes, prosperidades, haciendo lo mismo de siempre, para obtener, una y otra vez —como advertía aquel viejo volcado a la física al que también le gustaba andar en bicicleta— los mismos resultados.

    Preferimos seguir chapeando con antiguas medallas y esqueletos de bicicletas oxidadas, alimentando una pasividad suicida que amenaza con hacernos descarrilar en cualquier momento. Ni siquiera los porrazos que tenemos en nuestro haber, ni las pruebas PISA que año tras año nos muestran el futuro que se avecina, ni los Marconi que se multiplican aquí y allá, ni el culto a la muerte en el que sucumben miles de jóvenes sin horizontes que vemos a diario en calles, plazas y semáforos, ni los jubilados tabletizados víctimas de la desidia generalizada o los niños ceibalizados que sueñan con ser jugadores de fútbol o cantantes de cumbia, nos cachetean lo suficientemente fuerte como para despertarnos del letargo. Todos ellos son nuestros —¡somos nosotros!— pero no los vemos. No nos queremos ver.

    Vendemos lo mismo que compramos. ¡Y al contado!

    Duele confirmar que nos cuesta tanto mirarnos frente al espejo de la historia y aceptar que validamos desde hace mucho la mentira, el negocio de la dádiva, la improvisación, la hipocresía institucionalizada. Pues somos nosotros y no otros quienes aceptamos, mansamente, historias que no se compadecen con los hechos, reformas educativas que no pasan de ser un puñado de cataplasmas y pomposas proclamas sin contenido, empresas públicas convertidas en inagotables vacas lecheras del gobierno nacional, políticas de seguridad que parten de la presunción de que todos somos culpables hasta que el ojo del Gran Hermano muestre lo contrario, una Justicia esmerilada por la falta de recursos y el ninguneo oficial, déficits estructurales disfrazados de “gasto social” que pagan los más pobres, empresarios que buscan compartir sus pérdidas con el Estado (es decir, con todos nosotros), sindicalistas volcados al alpinismo político, partidos huérfanos de ideas y militantes, comisiones investigadoras que devienen en inmensas partidas de truco entre compadres o en serenatas desafinadas frente al Juzgado de turno y un largo etcétera que estoy seguro todos conocemos.

    La política del parche no da para más, pero eso —se oye a alguien decir con voz ronca— “es lo que hay, valor”. La ausencia de pensamiento crítico, de debate de ideas, de proyectos colectivos, de sueños como aquel que alguna vez nos permitió ser punteros en el vecindario, le hace el campo orégano a proyectos unipersonales, a caudillos de laboratorio, a vendedores de ilusiones, a lobos disfrazados de ovejas. Sí, siempre se puede estar peor. ¡Siempre!

    Para Jacques Ellul, uno de esos franceses profesionales que piensan claro y apuntan alto, en toda rebeldía histórica se conjugan dos rasgos permanentes: el sentimiento de lo intolerable y la acusación, es decir, la identificación de el o los responsables de esa situación de hartazgo. Aquí se da apenas lo segundo. Sobran las quejas de almacén, los insultos de tránsito, las cartas de lectores, la anécdota inflada hasta el paroxismo para no discutir lo trascendente, pero la certeza de que esto no da para más, de que el actual estado de cosas no se arregla con parches, se reduce, apenas, a un puñado de antiguos —es decir, modernos— que viven abocados al ejercicio cotidiano de ir marcando con rayitas en la pared lo que vamos perdiendo: orden, educación pública, liderazgo, ciudadanía, seguridad jurídica, etc.

    Asimismo, más que identificar responsables, construimos chivos expiatorios. Más que asumir la cuota parte de responsabilidad que nos cabe (lo que es arriba es abajo; lo que es adentro, es afuera) y actuar en consecuencia, la tercerizamos.

    Desde la colonia para acá, tenemos un ropero lleno de culpables. Pero, salvo un par de oportunidades, ya olvidadas, en las que nos rebelamos contra el pasado —o sea, contra el miedo al futuro— no soñamos con transformaciones profundas ni con revoluciones que abran las puertas del mañana. Palabrita esta (revolución) con resonancias estremecedoras para aquellos que viven de las mieles del statu quo (los hay arriba y abajo), que encierra otra de apariencia inocua: cambio. Solo que en ese caso, para ser tal, no basta con jugar al Gatopardo sino que es preciso que este tenga profundidad, es decir, que sea de verdad. Palabrita esta otra (verdad) mucho más problemática para el uruguayo medio que aquella.

    A propósito, hubo un tiempo, ya lejano, en el que eso fue realidad, en el que todos o casi todos pedaleamos en la misma dirección, un tiempo de tanos laburantes y gallegos emprendedores, de maestras varelianas y Palacios Legislativos, en el que fuimos modelo, felices y justicieros. Pero eso, hoy, equivale a hablar de Maracaná, Colombes o Áms­terdam. Mitos que, por cierto, resulta más cómodo alabar que imitar. Porque para eso, además de culpables y de hartazgo, se necesita un proyecto común, un programa, una idea fuerza, aunque sea usada. Y eso, a su vez, requiere esfuerzo, compromiso, trabajo, responsabilidad, pienso y acción. Y acá, con caceroleos esporádicos, poluciones tuiteras y debates radiales parece que nos alcanza y sobra.