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    La tierra tiembla

    Hay quienes abandonan su pueblo, su ciudad, su país, en busca de mejores oportunidades. Pero también hay —y este es uno de los aspectos más dramáticos en los movimientos de las poblaciones— quienes obligados deben desplazarse cientos y a veces miles de kilómetros, sencillamente para no morir de hambre o no ser asesinados. Semejante oleada migratoria —en los últimos tiempos les tocó a los sirios— que sucede en todos los continentes a lo largo de la historia, es el tema de Éxodos (Taschen, 2016, 431 páginas, tapas duras y varios kilos de peso), un clásico libro de fotos de Sebastião Salgado que originalmente se publicó en 1999 y ahora se ha reeditado con un nuevo prólogo del artista brasileño. Durante siete años (1993-1999), a lo largo y ancho de 40 países, desde India, Ruanda, Filipinas y Vietnam, hasta Yugoslavia, Albania, China, México, Ecuador y Brasil, Salgado recorrió y captó momentos angustiantes, terribles, de estas poblaciones que la mayoría de las veces se desplazaban con su ropa como única pertenencia, a pie, en modestos barcos, destartalados autobuses y atiborrados trenes, comían poco o nada y dormían en campamentos improvisados, donde las enfermedades y la muerte eran realidades cotidianas. Mujeres, ancianos y niños huyendo de hambrunas, de masacres étnicas y de dictaduras, formas de odio extremo que primero se sedimentan en determinado tiempo y lugar para luego convertirse en un tornado y estallar sobre la gente. Y allí estaba Salgado, en la frontera entre Tanzania y Ruanda, para registrar cuerpos asesinados y despedazados, o en un campamento de Kibumba, en Zaire, donde más de cien mil personas se daban cita a diario para obtener una precaria alimentación y era frecuente que las palas mecánicas trabajasen para amontonar miles de cadáveres y cubrirlos de tierra.

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    El mundo es en blanco y negro, dicen las fotos de Salgado y también las historias de este libro, fotos que a veces resultan muy difíciles de digerir, como las de África. El propio Salgado declaró en el documental colgado en Netflix La sal de la tierra (2014), dirigido por Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado (hijo de Sebastião): “Somos un animal feroz”. La culpa no es exclusivamente de un sistema económico, de una ideología, de un partido político o de un déspota. El horror que resulta es el de la propia naturaleza humana, incapaz de ser solidaria en momentos límite. Tan viejo como la muerte: el hombre es el lobo del hombre. En una foto de refugiados en Zaire vemos a un padre que carga en sus brazos a dos hijos, mientras otros niños caminan detrás. Las miradas de desazón y angustia son altamente significativas, nadie sabe si llegará con vida al final del trayecto, pero lo más perturbador es la presencia en primer plano y a la izquierda de un señor que porta un fajo de dólares y una calculadora y clava sus ojos de pocos amigos en el fotógrafo. “Todo hombre que ha tenido contacto con el oro, jamás puede dejarlo”, dijo Salgado en ese mismo documental.

    No reniega de haber documentado esta cruda realidad, de haber hecho una furibunda denuncia con su cámara, pero el fotógrafo brasileño se hartó del hombre sometiendo y haciendo sufrir a sus semejantes. Actualmente, con 72 años (nació el 8 de febrero de 1944 en Aymorés, Minas Gerais), se dedica a tomar instantáneas de las plantas y de los animales, de las geografías, de los efectos de la luz en las aguas, en los cielos y en los bosques, y a disfrutar del Instituto Terra, un gran espacio verde que es parque nacional y le ha ganado a la sequía gracias a la reforestación. Producto de esa saturación por la tragedia humana es su último libro de fotos, Génesis. Solo paisajes, solo geografías, instantáneas en las que no llega para arruinar las cosas la mano carnívora del hombre.

    La fotografía, cuando traspasa la denuncia y el contenido de lo que se ve, entra en la categoría del arte. La buena fotografía es composición, sensibilidad, incluso resonancia poética capaz de proyectarse más allá de los contornos captados. Sugiere y abre otras posibilidades.

    ¿Qué tienen las fotos de Salgado? Un tipo de luz de ensoñación, donde las figuras pueden difuminarse como si fuesen espectros, aunque la realidad más aciaga te golpee en el medio de la cara. Porque la foto no es la realidad recortada de un momento concreto: es una elección de esa realidad, que también es una elección del espacio, y a la vez que elige y recorta, también construye una representación, un pequeñísimo mundo autosuficiente que comienza en el cuadro y se puede extender fuera de sus límites. Hay fotos de Salgado que tienen la fuerza de un retrato de Rembrandt o de Tiziano o de Tintoretto, aunque se trate de indios ecuatorianos o de refugiados kosovares o del Kurdistán iraquí y no de nobles o reyes. La luz cae y se desliza de cierta forma, como mercurio, generando contrastes y texturas. Otras fotos, como la de un guerrillero en Filipinas que trabaja un campo con un buey en plena lluvia, con el rifle colgando en su espalda, tienen el movimiento del viento e incluso su sonido.

    También hay ejemplos plenamente urbanos, pero que podrían ser de ciencia ficción, como los obreros en las alturas de edificios que dan vértigo, ventanas abiertas a brazos que intentan llegar al cielo o esos bebés abandonados que gatean en la azotea de un centro estatal asistencial, mientras al fondo se recorta San Pablo con sus edificios anoréxicos, grises y que parecen completamente deshabitados. O un carro de hurgador que intenta abrirse paso en un vertedero en Ciudad de México; el caballo y los tres hombres que lo ayudan parecen esculpidos en bronce.

    Pensar que Salgado se recibió de economista y trabajó en la Organización Internacional del Café (OIC) hasta 1973, cuando se animó a cambiar los números por las imágenes. El origen: una cámara que había comprado su esposa Lélia. Primero fueron los bautismos y casamientos, fotos que seguramente Salgado ya no quiera ver; luego los dramas sociales. Vivió en París y Londres y fue fotoperiodista de las agencias Gamma y Magnum. En 1994 dejó las agencias y fundó Amazonas Images, que actualmente se dedica a difundir sus trabajos.

    Para algunos, Salgado es el mejor de los fotógrafos documentalistas, un sociólogo con mirada de poeta. Para otros, es un voyeurista sentimental, un tipo que curra con el horror y las desgracias de los más desfavorecidos del planeta. Un fotógrafo marrón, un Eduardo Galeano de las imágenes. Otras críticas —del tipo fundamentalista o revolución ahora— han ido más lejos: dicen que Salgado anestesia con belleza las denuncias que retrata, con lo cual el espectador tiende a la contemplación y no a la acción. Estas críticas preferirían que el hombre no sacara fotos buenas; sería mejor que tirara volantes mal escritos, burdas consignas con los males que aquejan al mundo. Para esta gente, estética e injusticia en un mismo producto resultan un espanto, hacerle el juego a la derecha, a las fuerzas del mal.

    Por suerte, los artistas como Salgado piensan con una extrema sensibilidad y generan imágenes a prueba de cascotazos ideológicos o estrecheces mentales.