Agrega que se le unta grasa en los ojos para dificultar su visión y en manos y patas una sustancia que le produce ardor y le impide mantenerse quieto. Así, el torero no desluce su actuación. No puedo afirmarlo, pues no lo vi y se me hace difícil creer tanta cobardía.
Muchos de los caballos mueren en 3 o 4 corridas por causa de quebraduras múltiples de costillas o destripamientos, pese al peto que les protege, que trata que el público no vea las heridas que presentan hasta exposición de vísceras. (Y yo, inocentemente, pensaba que era una armadura casi feudal).
Y vamos a la corrida. Si el “valiente” torero percibe que el toro embiste con mucha energía, ordena al picador hacer su trabajo. ¡Qué susto, por Dios!
Y aquí sí, uno de los actos de mayor espanto y cobardía que pueda esperarse.
Picanear al toro desde un caballo es inadmisible y antideportivo desde cualquier punto de vista. Si ese bailarín frustrado (el torero) no se anima a enfrentar a la bestia, que no lo haga. Puede dedicarse a la costura, al diseño o al ballet, si tanto le gusta la elegancia.
El repugnante trabajo del picador consiste (desde arriba de un caballo por supuesto, no sea cosa que se lastime, aunque podría usar un camión) en desangrar al toro para debilitarlo, clavándole en el lomo una lanza que destroza músculos (trapecio, romboideo, espinoso y semiespinoso, serratos y transversos de cuello) lesionando además vasos sanguíneos y nervios.
Luego vienen las banderillas.
Y aquí, con el toro tranquilizado, terriblemente dolido y destrozado, vuelve el payaso (por supuesto que siempre protegido por otros toreros si la cosa se pone fea).
Las banderillas podrían hasta aceptarse si no hubiera participado primero la terrible agresión del picador debilitando al toro para que este monigote se luzca y la multitud ruja aplaudiendo y gritando “¡Ole!”. Es de locos; no se puede creer.
Las banderillas aseguran que la hemorragia siga. Se intenta colocarlas en el mismo sitio ya dañado. El gancho se mueve dentro de la herida con cada movimiento del toro, con el roce de la muleta y el peso de las banderillas. Incluso para no dejar imprevistos, están las que se llaman “de castigo”, de 8 cm, a las cuales es sometido el pobre animal cuando ha logrado evadir en algo la lanza del picador. Se busca así prolongar el desgarre y ahondamiento de las heridas internas con un animal ya debilitado. Incalificable.
¡Así no vale, “gallina maricona”! (Perdón por el insulto fruto de la indignación) y repito: si no te animás a enfrentar al toro en su plenitud, dejá la actividad, nadie te dirá nada y dedicate a otra cosa.
Quisiera ver a estos machos de utilería poniendo las banderillas sin picador previo. Yo, ni loco. Pero no pretendo ser torero.
La pérdida de sangre y las heridas en la espina dorsal impiden que el toro levante la cabeza de manera normal como debería ser y ahí, fuera de prácticamente cualquier peligro, es cuando el “gallardo torero” se anima a acercarse. Pienso que podríamos también atar una pierna a Messi en un partido a ver qué pasa. Juega demasiado bien y no hay quien lo marque.
Con el toro ya agotado, el torero no se preocupa del peligro y se da el lujo de iniciar su ridículo y afeminado ballet, aplaudido por esos incalificables.
Y unos minutos después, ya convertido en el supermacho rompecorazones, entra al ruedo en una repugnante celebración a enfrentarse con un pobre animal exhausto, moribundo y confundido. ¡Qué asco!
Pero esto no es todo. Para que nuestro hombre se anime, el toro debe tener la cabeza baja y quedarse quieto (hay que ver cómo se enojan si no lo logran), no sea cosa que pueda lastimar al “matador”. Entonces este lo atraviesa con una espada de 80 cm de longitud, que destroza hígado, pulmones, pleura, etc., según el lugar por donde penetre en el cuerpo del animal, pues muy a menudo ni eso sabe hacer. Cuando destroza la gran arteria, el toro agoniza con enormes vómitos de sangre. Y si corre con un poco de suerte muere de una estocada, pero no al corazón (¡qué romántico!), sino de la hemorragia que se aprecia del hocico y de la boca, ahogado en su propia sangre.
Y la gentuza ruge de entusiasmo y admiración como en el Coliseo. Y (es de locos) con ese animal ya casi muerto, son tan burros que a veces le erran y hay que rematarlos.
¡Ay, España, España, siempre igual y además en eso, exportadora!
Mucho más valiente que el torero y en un intento desesperado por sobrevivir, el noble bruto se resiste a caer y suele encaminarse penosamente hacia la puerta por la que lo hicieron entrar, buscando una salida a tanto maltrato y dolor. Pero entonces lo apuñalan en la nuca con el descabello.
Lo rematan con la puntilla de 10 cm con lo que intentan seccionarle la médula espinal, a la altura de las vértebras “atlas” y “axis” para lograr que quede así paralizado, sin poder siquiera realizar movimientos con los músculos respiratorios, por lo que muere por asfixia.
Es un gran espectáculo, Sr. Vargas Llosa, sí señor, lo admito. Pero sáqueme al picador y vemos.
A lo macho, si se anima, con el toro con toda su fuerza. Y si no se puede por el peligro que implica, entonces suspéndalo, porque esto no es para hombres como nosotros. No damos con la talla.
Si se logra lo que pido, vamos a ver un montón de orejas adornando los cortijos. Pero serán orejas de toreros y toros victoriosos pastando con sus cocardas colgando.
Eso estará bueno: mismas posibilidades a ambos. Eso sería deporte y no burdo intento de ballet malo y cruel y feminoide. Porque las bailarinas lo harían mejor.
Lo otro, cruel matanza. A ver si los españoles tan machos se animan. ¿Qué le parece?
Y esta carta no es en defensa de los animales (que naturalmente la merecen y es otro importantísimo tema) sino contra la cobardía de esos falsos bailarines que la gente aplaude. De esa España (pregúntele a Ortega y Gasset o más aquí a Marcos Cantera Carlomagno), causa de todos nuestros males (atorrantismo, mediocridad, terror al trabajo, convencimiento de que nos merecemos todo el fruto de quienes realmente producen), tenía que venir.
No importa que se afirme que ya antes se hacían en otros lados (también hubo guerras, sacrificios humanos, holocaustos armenio, judío, africano y otros tantos). No hay excusa. Es asqueroso por calificarlo elegantemente.
Seguiré admirando a Vargas Llosa por su enorme y espléndida producción, pese a esta estupidez que no lo empaña. Pavadas y tonterías decimos y hacemos todos, todos los días.
Hugo Brugnini Amato
CI 978.579-0