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    Las mezclas y las ciudades

    Un programa de televisión tempranero, un estudio de radio al mediodía, otra nota de TV y de vuelta al hotel. Todo antes de almorzar. “Son solo 10 minutos”, advierte la productora. Sin embargo, Kevin Johansen parece ajeno al ajetreo. Sonríe detrás de sus lentes negros, atiende amable la requisitoria del fotógrafo que lo pasea por todo el lobby hasta encontrar la foto, pide una cerveza y se dispone a conversar. La excusa es Mis Américas Vol. ½, su séptimo disco solista, publicado en 2016 junto con su banda The Nada, que presentará el jueves 9 en el Solís (entradas en Tickantel de $ 700 a $ 1.600).

    Desde Alaska a Ushuaia, el continente americano es una sola ruta para este músico nacido en Alaska, criado en California, que vivió un año en Malvín, una década en Nueva York, hasta que se afincó en Buenos Aires. Unos años atrás, junto a Jorge Drexler y Paulinho Moska, solían definirse como “los desgenerados”. Hoy andan por caminos más lejanos, pero la mezcla sigue siendo su centro de gravedad. El rock, el pop y los folclores de cada lugar, una larga lista de géneros que se cruzan del modo menos esperado.

    Se tomó varios aviones junto al productor para grabar este disco en sitios importantes de su vida, como Nueva York, Río de Janeiro y Buenos Aires. “Mi intención fue apropiarme de las Américas, que no son más que las que uno conoce. No es que me fui al Lago Titicaca a sentarme y conectar: fui a las ciudades que conozco. Precisamente que sea un volumen medio significa que este álbum es recién la punta del iceberg, la parte de Mis Américas que recién conozco”, dice Kevin.

    Después de media docena de notas, las preguntas y respuestas tienden a repetirse, pero entonces entra a tallar el oficio de un artista profesional. “Siempre que haces un concierto importante, es así. Te pasas un día o dos de amasaje de prensa, pero es un buen entrenamiento. Además estoy en una ciudad que quiero, que forma parte de mi historia. Estas charlas me gustan mucho, me permiten conocer más de cerca la ciudad, me acercan más a su gente”.

    Hay músicos que afirman que las entrevistas les sirven para ordenar sus ideas e incluso  para encontrar nuevas. Johansen concuerda: “Absolutamente”, dice y propone un brindis aparentemente banal, pero que cambia el foco de la charla: “Salud, si es sin alcohol, dos veces (el cronista bebe jugo de naranja), como dice siempre nuestro baterista, el Zurdo Roizner, el hombre que está en la tapa de este disco”.

    ¿Quién es ese hombrecito con pinta de mohicano y cómo llegó a la portada? Es Enrique Roizner, conocido como El Zurdo, un batero que tocó con todos: con Piazzolla, con Vinicius de Moraes, con Maria Creuza y Toquinho. “Es un judío del Once, cien por ciento de Buenos Aires. Por eso dice que es el último moishano. En la sesión de fotos, además de las tomas colectivas nos hicimos retratos individuales. Él se puso primero en la fila, y Nora Lezano, la fotógrafa, la sacó, me miró y me susurró: ‘¡Es la tapa!’” (ríe). Era clarísimo.

    Johansen se embala con una de las historias que le contó Roizner sobre Vinicius: el día que se conocieron, el mítico poeta carioca pensó que el argentino era sordo. “Vinicius estaba casado en cuartas o quintas nupcias con una argentina, por eso venía seguido a Buenos Aires. Un día estaba hablando por teléfono con el productor argentino, Alejandro Radosinsky, que le dijo: ‘Fica tranquilo, Vinicius, que acá hay músicos bons como el Zurdo Roizner’. Pero resulta que surdo en portugués quiere decir sordo, y Vinicius desde Rio le dijo: ‘¡Pero yo no puedo tocar con un baterista sordo!’ Hasta que la mujer escuchó y aclaró el entuerto: ‘No es sordo, zurdo es canhoto’. Y Vinicius ficó tranquilo. ‘Ahhh, canhoto…’ El Zurdo Roizner tiene miles de anécdotas como esa, es divino trabajar con él”.

    La foto central del librillo de Mis Américas es impresionante. Es como un fogón con los diez músicos y todos los instrumentos amuchados con los cables en el centro. Es la síntesis visual de la sensibilidad híbrida, fronteriza y anfibia de Johansen, para quien la mezcla, el mestizaje, el español y el inglés entreverados son su modo de vida.

    La productora comienza a pedir por señas el fin de la entrevista. Esperan el equipo de video de un diario y un conductor radial que saldrá en vivo con Kevin en su programa de la tarde. Vale la pena dedicar los escasos minutos que quedan al resto de ese dream team del arrabal llamado The Nada. “Todos están conmigo desde el vamos, esta historia ha sido siempre con ellos. El Cheba Massolo, un gran guitarrista; Pedro Neto, que ha trabajado mucho con el gran arreglista Alejandro Terán. Acá tenemos a… (afina la vista), esperá que no lo reconozco… ah, claro, Andrés Reboratti, el Caio, gran flautista y saxofonista; el Turco Nicolás Zaír; Juan Manuel Álvarez, también arreglista de la banda y señor bajista y cantante; Miguel Ángel Tallarita, que toca con el Indio Solari y Palito Ortega, el Oveja Espina…”.

    Viendo la foto no quedan dudas de que los ensayos pueden ser cualquier cosa menos aburridos. “Es un equipo bastante jaimerrosesco (ríe). Nos conocemos las mañas desde hace mucho y como toda banda, funciona como un equipo de fútbol. Está el número cinco, que transpira la camiseta, que son Juan, el bajista y el Zurdo. La base se completa con Maxi Padín, que es guitarrista y charanguista y toca muy rítmico. Esa es la defensa y mediocampo. Y arriba están los virtuosos, los músicos leídos, los que solean y se mueven con más libertad dentro de las canciones”.

    Ante la mirada amenzante de la productora, Kevin responde con cara de no des bola: “La idea era hacer un fogón de instrumentos. No es demasiado rebuscada, es bastante literal, pero es lo que nos representa, y por eso hay una canción llamada Folkie, una especie de himno al fogón, a la cultura de la reunión de amigos en torno al fuegoAhí canta mi hija Kim en los coros y el gran Pity Álvarez (cantante y compositor de Viejas Locas e Intoxicados), que para mí es la voz del niño herido del rock, que va y viene entre la ternura y la extrañeza. Y el modo en que conectó con la canción fue hermoso. La letra habla del fuego y de las hormigas, entre otras cosas, y el mundo interior suyo está muy influenciado por elementos sencillos de la naturaleza, muy frecuentes en sus letras”. 

    Mis Américas se grabó en tres ciudades: Río, Nueva York y Buenos Aires. “Es todo obra del productor Matías Cella, a quien ustedes conocen por su trabajo con los Drexler y Ana Prada. Él me llevó a laburar con Leo Sidran, un productor yanqui que ha trabajado con Drexler en su estudio de Brooklyn. Bueno, le dije, si Sony aprueba, vamos una semana. Y entonces me volví a encontrar en un estudio con mi violero y mi baterista, de cuando vivía y tocaba allá. En Río fue por las ganas de Cella de laburar con un productor amigo suyo. Otros tres temas los laburé con Cachorro López, con quien teníamos la cuenta pendiente de laburar juntos. Y en Buenos Aires le dimos forma a eso que habíamos empezado a moldear afuera.

    Para el final, mientras los cuerpos dan indicios de que el diálogo está terminando (ordenan papeles, se preparan en el asiento para levantarse), quedan segundos para la última pregunta. ¿Tu tono de voz grave se dio siempre naturalmente así? “No, tuve un tropezón grande en la música. Al principio idealizaba la forma de cantar tipo Sting, hacía falsetes para que ellos cantaran y les hacía la tercera arriba. Sonábamos como Las Ardillitas. Y mis amigos empezaron a insistirme que por ahí no iba, que escuchara a gente como Leonard Cohen o Barry White, que yo tenía una voz para aprovechar por ese lado. Mi voz natural es grave y me relajé. Tenían razón. Fue un proceso y yo siempre fui medio lenteja, hasta que me metí a fondo en el registro de bajo, lo que soy. Está bueno bucear ahí abajo, es muy desafiante porque es más difícil afinar con precisión, pero ahí encontré mi esencia. Mucha gente me ha comentado que mi voz es un elemento distintivo de mi música y que era algo bastante infrecuente por acá. Así que mejor”.