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A lo largo del libro La máscara de la diversidad, el autor Fernando Amado relata los usos y costumbres de la comunidad gay. El último capítulo está destinado a “Las Cortes”, lugares de encuentro de personas homosexuales que comenzaron a funcionar en los años 1960.
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“¡Las cortes eran top of the line!”, exclamó el chef y comunicador Sergio Puglia, al ser consultado por el autor. Una de esas cortes era la de La Queta. Se trataba de un médico que comenzó a invitar a personas a su casa, recordó Puglia. Iban a escuchar discos, ver VHS de ópera y se hacían grandes comidas. “Y ahí estaban abogados, escribanos, bancarios”, contó.
Algunas reuniones eran los viernes o sábados de noche, y otras los domingos a la hora del té. Allí se escuchaba ópera, se leía o se jugaba a la canasta.
En esas reuniones era —y es— común que algunos hombres se vistieran como mujer, al estilo de la obra Casa Valentina del escritor Harvey Fierstein, autor del musical La jaula de las locas. Casa Valentina es una casa de fin de semana donde un grupo de hombres “deja salir” la mujer que lleva dentro y “todo se complica”.
El actor Petru Valensky dijo a Amado que hasta hoy continúa el ritual de vestirse de mujer. “Hay un lugar, en la calle Garibaldi, donde una vez por mes se juntan, como si fuera Casa Valentina, vestidos de mujer, y hay gerentes, hay de todo. Casados, abuelos. Hay de todos los palos”.
Pero esas actividades no eran las únicas. Una persona que participó años atrás de estas reuniones comentó al autor que “no solo de cultura vive el hombre”.
“Ese señor muy importante, gran médico o incluso jerarca público, invitaba regularmente a un grupo muy selecto a su apartamento, y también siempre había un atractivo. ¿Cuál era? Invitaban a chicos jóvenes, bonitos, como entretenimiento. ¿Qué quiere decir entretenimiento? Contemplar un chico lindo, que a veces son los encargados de servir la bebida o comida, y que luego, al final de la velada, se los puede cargar para acostarse después con uno de ellos. Se daba o no, eso dependía de las distintas situaciones. Pero vos veías cómo se empezaba: uno hablando con uno de estos chicos en la cocina, por ejemplo, y después te dabas cuenta de que ya no estaban más. Otros que se daban en círculos con más de una pareja; en fin, lo que tú o cualquiera que esté leyendo esto se imagina. Ni más ni menos”.
Al final de ese capítulo, en un apartado, Amado relata una situación personal. Recordó que en agosto de 2015 fue a una fiesta que se realizó en un emblemático edificio del Centro de Montevideo, organizada por un integrante del Partido Colorado que se iba a vivir a Estados Unidos.
En esa fiesta había varios políticos, periodistas, integrantes de la Cancillería y personas del ámbito de la cultura. “¡Y esa fue mi mayor sorpresa! ¿Por qué estaban ahí? Porque eran gais, me desayuné. Gente que conocía hacía más de diez años, con los que había vivido miles de instancias partidarias, personales, salidas a comer, y nunca había reparado en ello. De hecho, un par de ellos, que siempre andaban juntos y yo asumía que eran mejores amigos, resultaron ser novios. Fue como que me hubieran sacado un velo”, escribió el autor.
La despedida se transformó en una “lógica casi de boliche”, escribió Amado, quien, a esa altura de la noche, se fue.
“A la semana me llamó una expareja para preguntarme si yo era gay porque me habían visto en una fiesta de homosexuales. Esa conversación me confirmó dos cosas: lo chica que es nuestra aldea y el tono prejuicioso de la llamada. Terminé la charla telefónica como debería haberla empezado: ‘No soy. Pero y si fuera, ¿qué?’”.