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    Leyes para quién

    Columnista de Búsqueda

    N° 1938 - 05 al 11 de Octubre de 2017

    El sábado 29 de setiembre la actriz argentina Sofía Gala Castiglione fue premiada en el Festival de Cine de San Sebastián por su papel en la película Alanis, donde interpreta a una madre soltera en situación de prostitución. La película, así como algunas declaraciones recientes de Sofía Gala, generaron un fuerte debate sobre prostitución en los medios y las redes sociales. Aprovecho entonces que el tema está sobre la mesa para analizar la situación actual en Uruguay, que claramente exige una pronta revisión.

    La prostitución de personas adultas —entendida como el intercambio de acceso sexual al cuerpo de una persona a cambio de bienes o dinero— se sitúa en la intersección de sexo, sexualidad, trabajo y relaciones de poder. La Ley 17.515 que regula el trabajo sexual en Uruguay, se aprobó en el año 2002 como resultado de un proyecto presentado al Parlamento por el exdiputado del Partido Colorado Daniel García Pintos. Cuando se estudia una ley que tiene la particularidad de regular una práctica ejercida en su mayoría por mujeres y consumida en su mayoría por hombres, no está de más preguntarse: ¿a quién sirve?, ¿para qué?, ¿qué intereses privilegia?

    Al leer el texto, lo primero que sorprende es que el “control” del trabajo sexual esté en la órbita del Ministerio del Interior y el Ministerio de Salud Pública, y no del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. Con las excesivas atribuciones que tiene la Policía sobre quienes ejercen el trabajo sexual, aparece subyacente la idea de que, en realidad, no se está ante un trabajo considerado “como cualquier otro”. Aunque pretenda sugerir lo contrario, la ley mantiene a estas personas en una situación de “no normalidad” o de marginación. También lo hace al exigirles un carné sanitario con controles de enfermedades de transmisión sexual al día manteniendo únicamente un enfoque epidemiológico y no un abordaje integral de salud.

    Por otro lado, si bien la prostitución se trata siempre de una “relación”, en la mayoría de los casos escuchamos hablar sobre la persona prostituida y no sobre quien demanda el servicio. El consumidor de prostitución —como señalé antes, casi siempre una persona de sexo masculino— es sistemáticamente invisibilizado, y su comportamiento naturalizado. La Ley 17.515 no es una excepción: los consumidores de sexo comercial nunca son mencionados y no recae sobre ellos ninguna responsabilidad (no se les exige, por ejemplo, controles sanitarios), quedando así el estigma únicamente en la órbita de el/la trabajador/a sexual. La invisibilización del consumidor es funcional a la doble moral sexual que prima en nuestra cultura —una cultura que entiende que la pulsión masculina es la única válida y que los cuerpos femeninos, en todas sus variantes, están en función de esta; una cultura que naturaliza los privilegios sexuales masculinos.

    En cuanto al proxenetismo, la ley es ambigua: por un lado establece su ilegalidad, pero por otro, en lugar de regular únicamente la prostitución autónoma, habilita abiertamente las casas de masajes, whiskerías y prostíbulos —donde, según muchas trabajadoras sexuales, la situación de explotación es comprobada—. Estos y otros puntos que surgen del análisis de la ley, parecen sugerir que no fue una ley realmente pensada para beneficiar a las personas en situación de prostitución, ya que no solo no se interesa por sus derechos laborales sino que refuerza la estructura de privilegios existente en la sociedad, manteniendo el statu quo.

    Sin querer debatir en los limitantes términos de “reglamentarismo vs. abolicionismo”, y tomando en cuenta las distintas realidades de las personas prostituidas, considero urgente la implementación de políticas públicas que busquen: brindar alternativas reales para quienes eligen la prostitución como estrategia de supervivencia (el altísimo porcentaje de mujeres en esta situación es innegable) así como proteger a aquellas personas que eligen esto como su trabajo (respetando su capacidad de agencia). Considero también urgente que desde el Estado se promuevan valores tendientes a desestabilizar la sexualidad hegemónica, avanzando hacia un cambio cultural en el que: las jerarquías sexuales se disuelvan; la concepción de sexualidad donde el cuerpo de unas está en función del placer de otros, desaparezca, y se combata el estigma sobre las personas que realizan el trabajo sexual, mientras que quienes lo consumen siguen siendo nuestros intachables amigos, hermanos, esposos y padres.