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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLe adjunto una reflexión sobre la Ley 19.932, que reglamenta los arts. 37 y 38 de la Constitución de la Republica.
Los derechos a reunirse y a manifestar —sobre todo en lugares públicos que sirvan de vehiculización rápida de la plataforma de ideas o pareceres a comunicar— están férreamente identificados con la democracia liberal.
Uno de los primeros compromisos políticos que se asumió en el pacto de convivencia fue el de reconocer la libertad de reunirse para expresar o manifestar opiniones de índole política, cultural, filosófica o religiosa. Y, en especial, se acordó sobreproteger a los que arrojan críticas o exponen molestias y disgustos, señalando al poder público.
Por cierto que no es un derecho absoluto en punto a que él carezca de límites. Las Constituciones más liberales han introducido diversas fórmulas gramaticales expresando, por una parte, que se trata de un derecho cuyo goce efectivo es crucial para la democracia (al integrar el llamado grupo de “libertades estratégicas”) y, por el otro, reconociendo que pueden existir situaciones o “momentos” en los que el interés general impone al gobierno su limitación o supresión (vg. Constituciones de Alemania arts. 8, 17 y 18; Bélgica art. 26; Dinamarca arts. 79 y 80; España art. 21; Finlandia art 10. A; Grecia art. 11; Irlanda art. 40.6; Italia art. 17; Luxemburgo art. 25, Países Bajos art. 9, Portugal art. 45, Suecia arts. 1.3 y 4, y 14.1 CII). Y en esa línea se inscribe el art. 38 de la Constitución nacional.
La discusión en el Uruguay, según mi criterio, ha venido discurriendo por carriles equivocados, pues las voces de respaldo a la ley aducen:
que con el texto proyectado se cumple el requerimiento constitucional;
que el gobierno presentante tiene la mejor intención, y que en un contexto tan gravemente afectado por la pandemia, no puede exigirse la adopción de otra medida.
Sobre lo primero: la ley aprobada no cumple con el art. 38 de la Carta, pues esta exige la dictación de una ley (que es históricamente una garantía democrática) con un determinado contenido. Ahora bien: no es admisible que se introduzca un mandato esquelético o de “luz verde”, cuya concreción se delega a la autoridad administrativa de aplicación. Si se incorpora un contenido de tal vaguedad e imprecisión, se vacía el sentido de la garantía política de colocar determinada zona de actividad en el radio de acción de la ley (erigiendo la llamada reserva legal). Esta, conforme lo enseñaba Cassinelli Muñoz en sus clases, tiene una vertiente positiva, al encomendar al legislador la delicada tarea de colocar límites a los derechos y libertades fundamentales (en tanto la más popular y democrática de las autoridades de gobierno). Pero tiene, asimismo, su cara negativa, pues impide que el Ejecutivo (el más propenso al desborde) sea el que fije la naturaleza y configuración del recorte al derecho. Como lo ha expuesto la Corte Constitucional de Colombia: “… A su vez, el canon 37 del Estatuto Supremo, señala que los ciudadanos pueden reunirse para manifestarse pública y pacíficamente y, solo la Ley podrá limitar y establecer los casos en los cuales tal derecho será restringido. Por tanto, de acuerdo con la tridivisión de poderes, es el Congreso de la República, y no otra institución, el encargado, por vía Ley Estatutaria, es decir, no simplemente a través de disposición ordinaria, el competente para la regulación negativa a ese derecho fundamental…”.
La norma legal en su art. 1 no define, con un mínimo de precisión, qué cosa son las aglomeraciones “…que generen un notorio riesgo sanitario…”.
Y la voluntad delegante del Poder Legislativo —constitucionalmente prohibida— está reconocida por el art. 2, cuando establece que la fijación de esos parámetros se decidirán por “… medidas sanitarias y protocolos dispuestos por la autoridad competente…”.
La norma pues no fija, con contornos precisos, cuál es la libertad de reunión que se suspende. Tampoco establece qué centro de autoridad tendrá a su cargo dicha delicada tarea, pues el Poder Ejecutivo “comunica” esa atribución a los Ministerios y a los Gobiernos Departamentales (dice la primera oración del art. 2: “… a través de los Ministerios competentes y a los Gobiernos Departamentales en sus respectivas jurisdicciones…”).
Decidiendo así es obvio que existe un riesgo (el decreto reglamentario al momento de escribir esta nota no ha sido publicado) de que la aplicación de una normativa de recorte de derechos de la máxima enjundia sea diversa según el operador, llegándose —si se encomienda la tarea a los Centros Departamentales— a aplicar 19 criterios distintos, pues la concreción hermeneútica de conceptos jurídicos indeterminados comporta el riesgo de que se produzcan heterogeneidades de aplicación de una misma normativa. Extremo completamente indeseable.
Por último, la lectura de esta ley indica que se sigue “pensando” que durante la emergencia el Poder Judicial no está llamado a desempeñar ningún papel. Cuando las mejores regulaciones (por ejemplo la Ley Orgánica española n° 9/1983 del 15-VII-1983, reguladora del derecho de reunión) han establecido —en sus arts 10 y 11— mecanismos de control judicial rápido contra las decisiones administrativas de recorte de los derechos de reunión y manifestación, que —además— se exige estén adecuadamente fundadas.
Sobre la reglamentación del art. 37 de la Constitución cabe apuntar que el art. 6 de la ley establece una serie de excepciones para el ingreso al país. Pero el art. 7 le habilita al Poder Ejecutivo disponer discrecionalmente otras causas de excepción, violando una regla de oro del Derecho Constitucional uruguayo con arreglo a la cual, salvo excepción constitucional expresa, se proscribe toda delegación de competencias por la sencilla razón de que todos los poderes pertenecen a la Nación, quien los ha delegado en cada departamento de gobierno procurando una arquitectura del poder equilibrada, la cual se lesiona cuando hay delegación (por ello delegatas potestas non potest delegari).
Daniel OCHS