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    Los infinitos rostros de la señora Lisa

    Arte Eterno: Mona Lisa, de Leonardo da Vinci

    Cuenta la leyenda que un hombre se mató frente a sus ojos, en pleno pasillo del Louvre donde cuelga desde hace más de doscientos años. Dicen que fue un joven parisino impulsado por un delirante romanticismo trasnochado, enamorado de esa imagen misteriosa, de sus ojos profundos y sonrisa electrizante. No es para menos, argumentan especialistas de todos los rincones del planeta que la estudiaron desde infinitos ángulos posibles. Es la imagen del arte, el prototipo de la obra perfecta, si es que la perfección existe. Algunos inventaron todo tipo de interpretaciones: que su autor se enamoró de la modelo, que estaba embarazada, que sufría de ictericia, que en realidad fue un autorretrato, que escondía una trama secreta de amoríos, que era un hombre. Otros creen que tanta fama no le hace bien a una obra de arte, de tanto verla en postales y avisos, convertida en ícono del siglo XX y la modernidad sin ser moderna, especialmente por no serlo. Es una bendición y al mismo tiempo, su maldición. “Resulta difícil considerarla como obra de un hombre de carne y hueso en la que este representó a otra persona también de verdad”, dice el también famoso e imprescindible Ernst Gombrich (1909-2001), ineludible crítico e historiador. Miles de imágenes reproducen constantemente la Mona Lisa (también conocida como La Gioconda); miles de caricaturas, de retoques, de juegos de espejos y transgresiones en el nombre del arte.

    Como la de Marcel Duchamp (1887-1968) que la pintó con bigotes y una leyenda horrorosa al pie: “LHOOQ” (“Ella tiene el culo caliente”). Muchos años después vendría la reproducción en serie de Andy Warhol (1928-1987). Entre ellos, los ataques que obligaron a encerrarla entre vidrios blindados e invenciones técnicas de todo calibre. Hoy tiene una sala especial, colgada de una pared solitaria. La visitan millones de personas por año. En un tiempo, tuvo Las bodas de Caná de Paolo Veronese (1528-1588) a su lado, un cuadro majestuoso, de enormes proporciones, extremadamente complejo y arbitrario, con decenas de personajes, desde Cristo al rey Francisco I (1494-1547) y una banda de músicos pintores entre los que estaban Tiziano y Tintoretto. El monarca francés fue responsable del viaje final de Leonardo da Vinci a Francia, ya veterano, con sus discípulos Francesco Melzi y el joven Salai, adoptado a los diez años. Llevó el cuadro que lo acompañó hasta su muerte en 1519 en la residencia de Ambroise. Luego quedó en manos de Salai hasta que lo compró Francisco, ya fascinado con su belleza. Pagó cerca de diez millones de dólares actuales por un cuadro que nunca fue entregado a su dueño.

    Curiosidades que también hacen a la historia. La ironía es que de aquella obra inicial que Leonardo pintó en Florencia y que le llevó cuatro largos y complicados años (de 1503 a 1506) se construyó otra como una sombra, un fantasma, una imagen tan mediática como simbólica, inasible, lejana. Apenas mide 77 por 53 centímetros, fue pintada al óleo sobre tabla de álamo. Estuvo en el dormitorio de varios reyes y hasta en el edificio de baños de la monarquía francesa, castigada por la humedad y el desenfreno. Las pruebas radiológicas dicen que no la dibujó antes de pintarla, que fue a puro pincel, suave, delicado, con un novedoso claroscuro que ilumina el rostro y varias capas que hicieron legendario su invento del sfumato (esfumado). La técnica al servicio de un cuadro magnético, de impresionante hondura y sugerencia. La imagen emerge como en un velo invisible que suaviza los bordes y la eleva esencialmente, el medio cuerpo fundido con el alma, la fuerza del interior de una mujer enigmática. Los detalles hacen la diferencia. La delicadeza de los rasgos, sus labios apenas elevados y difuminados en la comisura, la nariz marcada y la línea de los ojos sombreada delicadamente, casi sin cejas, sus ojos que siguen al que los mira atentamente, lo interrogan, parece seducirlo. Luego está la postura del cuerpo apenas volcado hacia el espectador, sus manos y su actitud en perfecta armonía con los brazos, la elección de un paisaje desconocido de fondo tan enigmático como el resto y que le otorga un marco de ensueño que la apoya y la proyecta a un mundo extraño.

    Lisa existió. Hija de un campesino de la región florentina, a los dieciséis años fue comprometida en matrimonio con el comerciante de seda Francesco del Giocondo, viudo y de buena posición. Tenía veintipocos años cuando la pintó el maestro Leonardo da Vinci (1452-1519), ya reconocido y a sus cincuenta años, de fama en todo el mundo renacentista. Un hombre de múltiples intereses y de extensa sabiduría, elegante, de buen físico, de modales cuidados, de conocimientos tan amplios como su ya reconocida fama de artista, inventor, interesado profundamente en la naturaleza y la experimentación permanente. Se manejaba con soltura en los altos pasillos del poder, donde logró concretar desde inventos para la guerra como altos beneficios para las fiestas palaciegas. Dibujante prodigioso, pintor maravilloso de apenas una veintena de obras, maestro y artista siempre ocupado por nuevos desafíos. Tantos, que dejaba sus encargos por el camino, inconclusos, siempre demorado por otros llamados y emprendimientos. Buena parte de esas invenciones pueden verse por estos días en la muestra internacional Experiencia Da Vinci, en cartel en Montevideo (ver recuadro).

    El retrato de Lisa Gherardini (1479-1542) fue un encargo en una época en que Leonardo, luego de su glorioso paso por Milán, tenía que reencontrar su lugar en medio de la avalancha y competencia de los nuevos y poderosos artistas renacentistas. Entre Miguel Ángel (1475-1564) y Rafael (1483-1520), Roma apostaba a un cuerpo visual novedoso y a involucrar a los artistas más notables del momento. La competencia era feroz. Su padre logra que el comerciante de seda Francisco del Giocondo le encargue el retrato de su esposa Lisa, luego conocida como Monna Lisa (de “Madonna” o Señora), apodo adjudicado por el biógrafo Giorgio Vasari (1511-1574). Dicen que mientras lo pintaba, Leonardo llevaba músicos y montaba pequeños espectáculos para alegrar a la modelo, seguramente desmotivada por tanta demora y por una imagen que no se ajustaba a las convenciones de la época, para un cuadro que colgaría de la sala principal de una familia rica. O por la propia melancolía de la joven. Llama la atención su vestuario de extrema sobriedad y la ausencia de todo tipo de adornos. Lo irónico es que Leonardo cuidaba mucho su apariencia física. Algo hizo que el artista se empecinara en que este cuadro fuera una de sus obras más logradas, que tomara las decisiones que tomó, que le dedicara tanto tiempo, incluso se sospecha que la retocó durante años. Fue una elección claramente artística. Dirigida a lograr con este trabajo una obra absolutamente personal y profunda. Como si necesitara evidenciar su genio una vez más. Se enamoró de su obra, tal vez del misterio que emanaba de su modelo.

    Hay muchos motivos para que la Mona Lisa sea la obra más famosa de la historia del arte. Aunque entre sus cualidades, entre sus tonos opacados por el maltrato y la postura altiva y misteriosa, entre la melancolía y la sonrisa intrigante, entre la mirada que le da vida, la formidable Gioconda de Leonardo, como le dicen los italianos, pasó por innumerables peripecias que contribuyeron inevitablemente a convertirla en un ícono del arte mundial.

    La estafa del porteño.

    Hay un antes y un después del robo de la Mona Lisa en agosto de 1911, un hecho insólito envuelto en cuestiones políticas, escándalos periodísticos, fraudes, falsificaciones y tenaces e infructuosas investigaciones policiales. Estuvo dos años desaparecida. Llegó a culparse a la delirante “banda de Picasso”, un grupo de artistas jóvenes, mujeres lindas y personajes pintorescos liderados por el pintor español y un poeta formidable llamado Guillaume Apollinaire (1880-1918), responsables de algunas vanguardias fundamentales de principios del siglo pasado, en especial el cubismo. Estuvieron presos por su culpa, sospechosos además de robar unas antiguas estatuillas íberas de cerámica que Picasso usaría como referentes en Las señoritas de Avignon, en especial sus rostros angulados, como lo explicaría años después. Apollinaire estuvo un par de meses preso y se supone que vendió a su amigo. Se cruzó con Picasso en uno de los interrogatorios y ante la acusación del socio, el artista lo negó con un rotundo “no lo conozco, nunca lo vi en mi vida”.

    Dos años después, la Mona Lisa apareció en un hotelucho de Florencia, cerca del lugar donde fue pintada. La tenía un italiano emigrante, ex empleado del Louvre que entró una calurosa mañana de agosto como perico por su casa y se la llevó envuelta bajo el brazo por la puerta principal. La guardó en un viejo ropero de su casa, esperó pacientemente que pasara la tormenta inicial y realizó luego ciertos intentos por venderla. Declaró sin embargo que la robó para devolverla a Italia y vengar el robo de Napoleón. Error histórico. En realidad, el expolio de obras realizado por Napoleón en su paso por Italia no incluía a La Gioconda, en Francia desde que la compró Francisco. En Italia igual se celebró como un triunfo popular. Fue exhibida ante miles de fanáticos visitantes y finalmente, en acuerdo entre gobiernos, devuelta al Louvre. Se la trasladó en un tren con innumerables muestras de seguridad y llegó a París con la gente volcada a la calle como si llegara la selección después de ganar el mundial.

    Años después, aparece una nota en el Saturday Evening Post que cuenta una historia incomprobable que involucra al bon vivant y estafador argentino Eduardo Valfierno. Ante el periodista, se asume como el autor intelectual del robo junto al francés Ives Chaudron, notable falsificador que pintó varias copias que, supuestamente, el porteño vendió a varios magnates como original. Por eso la importancia de que la obra desapareciera. Los estudios indican que la del Louvre es la auténtica, aunque el Museo del Prado tenía una copia de la época que dio a conocer hace un par de años. Por si fuera poco, un grupo de inversionistas suizos nucleados en la Fundación Mona Lisa presentaron en el 2012 su Mona Lisa de Isleworth, otra copia supuestamente histórica que generó enorme polémica. La verdadera sonríe, como siempre, mientras crece el misterio y su leyenda.