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Tanto Jorge Luis Borges como Adolfo Bioy Casares aclararon que los textos reunidos —y varias veces reeditados— en Los mejores cuentos policiales (Sudamericana-Penguin Random House, 2019, 500 páginas) tienen un único criterio: el placer de la lectura. Así funciona con los clásicos, que no se leen porque sabios de biblioteca o el mandato del tiempo lo indican, sino que se leen porque siempre sencillamente provocan placer. Es imposible que esta selección pierda: Poe, Stevenson, Conan Doyle, Chesterton, Jack London, Apollinaire, Eden Phillpots, William Irish, Wilkie Collins, Akutagawa, Ellery Queen, el propio Borges.
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Vayamos a dos ejemplos maestros: Una salita cerca de la calle Edgware, de Graham Greene, que en menos de seis carillas tenemos a un señor arruinado, un auténtico perdedor que no se siente cómodo en este mundo apestoso y se introduce en un cine donde apenas se apagan las luces y contempla la pantalla se sienta a su lado un curioso acompañante. Por una vez lo extraordinario ocurrirá en la sala. Una perla de los policiales y de la literatura fantástica.
Otro tanto ocurre con el cuento un poco más largo del belga Georges Simenon La noche de los siete minutos. Un cadáver, una bala en medio del pecho, un policía dubitativo que se ha quedado dormido, una historia imposible. El lector vivenciará la auténtica relatividad del tiempo.
Esta clase de libros tienen un solo componente negativo: una vez terminada su lectura la vara queda tan alta que resulta titánica la tarea de volver a leer a escritores del montón.