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La señora está atravesada en la escalera, sentada en el piso. Limpia los bronces que retienen la vieja alfombra. Se aparta cuando sube el escaso visitante de la tarde, que ya eludió a dos empleados que fuman en la puerta, casi en el interior del viejo edificio. Hay bastante humo en el dintel de la puerta de ingreso. La calle está muy transitada para fumar en la vereda. “Dónde va”, dice sin embargo ante el ingreso del visitante. Es tan obvio que ni da para contestar. El contenido es lo que importa, no las formas. Una pena, pero es así. En el patio de la hermosa y cuidada casona se abre la exposición Un simple ciudadano, José Artigas (Casa de Rivera, Museo Histórico Nacional). Una muestra con imágenes del prócer, retratos, esbozos, cuadros con su figura presidiendo famosas escenas históricas. Pero también es una muestra sobre el proceso y el curiosísimo periplo que siguió la endeble imagen inicial del héroe, desde el legendario y único retrato al natural de Alfred Demersay, que muestra al héroe ya viejito y de rasgos huidizos en su exilio paraguayo.
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Hay imágenes modernas, desde el cuadro casi existencial de Anhelo Hernández (Artigas contemporáneo, 2007) hasta un héroe de cómic o figuritas, así como una curiosa imagen realizada en computadora con la letra Ñ. Hay carbonillas y óleos, dibujos, cuadros de gran formato y algunas obras breves de increíble valor histórico. Hay un Artigas sin cabeza, cuerpo a caballo a pincelazo limpio, a medio terminar, producto del trabajo previo de Carlos María Herrera (1875-1914) para su monumental Artigas en la meseta (1911) que preside los dos pisos de la muestra. El cuadro final tiene algo sugestivo, más allá del tamaño formidable que impone todo el respeto posible.
Tal vez la inmensidad de la figura sobre el caballo, el cielo claro, la perspectiva del río calmo y el borde de la meseta, el límite entre la firmeza, la serenidad, la convicción y el vacío. Está de poncho, claro, también con botas largas y algunos detalles del uniforme militar. Es un héroe pensativo, en cierto punto enigmático, enfrentado a la soledad de un paisaje que no se muestra pero se percibe. Un héroe quizás a punto de dar un salto importante, imprescindible o en la incertidumbre de quien ve un poco más allá que el resto. Un héroe ya sin el sable en la mano, más estadista que militar, proyectado en un mundo que comienza a delinear su nueva geografía.
Es una versión, como todas las que se ofrecen en esta exposición trascendente, imperdible, realizada gracias al esfuerzo personal de algunos funcionarios, investigadores y especialistas no fumadores. Hay Artigas para todos los gustos, de ahí la curiosa y compleja trama de una iconografía desarrollada casi al tiempo que llevó construir la nación. Hasta muy entrado el siglo XX, múltiples y variadas miradas físicas nacidas de una sola imagen, de puño y vista de un tal Demersay, científico francés que recorrió y estudió estas tierras y llegó hasta el rincón paraguayo donde Artigas pasó sus últimos años.
El dibujo es de 1847 y la impresión litográfica de 1867. Es una litografía impresa en el atlas del libro Histoire physique, économique et politique du Paraguay et des Etablissements des Jésuites, editado en París entre 1860 y 1864. En la misma lámina está Gaspar Rodríguez de Francia, dictador paraguayo muerto unos años antes y reconstruido por Demersay, en curiosa pose frente al legendario personaje oriental.
La imagen con su retrato de perfil lo muestra ya viejito, con su nariz extremadamente aguileña, mentón y rostro angulosos, mirada penetrante, pose firme a pesar de la edad. Destaca su mano huesuda que aprieta el bastón, su poncho sencillo, sin adornos y la parte superior de una silla de madera. Es un perfil que subraya lo esencial. Es esencialmente doloroso al dejar en evidencia el vacío absoluto de la existencia frente a una vida plena de circunstancias trascendentes. Así lo requería el retrato, alejado de todo afeite artístico. Los artistas vendrán después, a construir o intentar desacralizar lo que la historia armó en retazos. Cuesta mirarlo con la carga que tiene hoy, transmite la última y dolorosa ausencia de un gran caudillo, la pose final, estática, apenas memoria, recuerdos y muy lejanos gritos de las batallas, de los triunfos, de sus proyectos y fracasos.
Es apenas un hombre que espera la muerte, dignamente, es cierto, pero ya es la ausencia más que otra cosa. Cuesta creer que de esa pequeñísima impresión de 41,5 por 25 cm crezca la fuerza de una historia, la leyenda y el mito, el poderoso y esencial recorrido que hizo hasta el presente. El mismo dibujo fue ampliado por la litografía de Willems (1862-1865), que se hizo popular en Montevideo, necesitada ya de imágenes fidedignas o cercanas del héroe. “Varias personas que conocieron al ilustre General afirman que el retrato es de una semejanza perfecta”, dijo la prensa en su momento. De ahí al primer retrato del anciano Artigas realizado por Eduardo Carbajal (Artigas en el Paraguay, finalizado en 1873), ya de frente, con bastón, pero de rostro un poco más joven, traje militar bajo el poncho y entorno exótico. El parecido fue avalado por testimonios de contemporáneos del prócer. “Preguntado el infrascrito si conocía aquel retrato, sacó de su bolsillo un pequeño vidrio de aumento, y en el acto de mirarlo, exclamó: Pues no lo he de conocer, es tuitito el General Artigas: bastante mate le he cebado en mi vida”. La anécdota refiere a un “capitán Rivero” que peleó a las órdenes de Artigas y lo enfrentaron al cuadro. No hubo trampa, nunca había visto el cuadro.
De esa época hay un retrato insólito (y horrible) de Carmen Arraga (José Artigas, 1863), discípula de Blanes, una de las primeras mujeres artistas y oriental. De perfil también, pero de poncho rojo y evidente proceso de rejuvenecimiento. Esa parece la tónica que siguió el proyecto retratístico artiguista de los inicios. Imágenes con la postura de un hombre más joven o de mediana edad, de peso militarista, de rostro firme, rasgos y ojos vivos, importante calvicie que continuaba la frente, patillas y pelo en la nuca, más bien largo y abundante. Hasta que llegó Juan Manuel Blanes (1830-1901) y construyó la imagen más permanente, la efigie que todos los orientales aprendimos a reverenciar en las escuelas (Artigas en la puerta de la ciudadela, 1884), héroe por donde se lo mire, de cuerpo entero, traje y botas militares, poncho al hombro y sombrero negro en la mano.
Estos son los inicios de una larga historia de construcción de una imagen a semejanza del arte o del artista de turno, fiel a su época y a sus necesidades. Pero también para ponerla en cuestión, para bajarla del pedestal, para deconstruirla, por utilizar algunas de las expresiones de moda según la época, aunque faltan acercamientos de las nuevas generaciones, artistas de la era conceptual y digital.
En el MHN hay obras de Juan Luis Blanes (1856 o 57-1895), Diógenes Hécquet (1866-1902), Pedro Blanes Viale (1879-1926), Juan Manuel Ferrari (1874-1916), José Luis Zorrilla de San Martín (1891-1975) y de Amalia Polleri (1909-1996), entre otros. Pero más allá de los artistas, hay un arte que parece dedicado a la búsqueda incesante de un rostro, como si en esa desesperada e interminable búsqueda se encerrara el destino final de nuestra siempre esquiva identidad.
Un simple ciudadano, José Artigas. Casa de Rivera (Museo Histórico Nacional), en Rincón 437, esquina Misiones. De lunes a viernes de 11 a 16.45 h.