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Hace ya buen tiempo que se sabe que los cambios políticos no necesariamente nacen de la pobreza, o en términos más generales, de la dureza de las condiciones de vida. Los grandes cambios surgen de los divorcios entre las expectativas de la gente y las realidades tal como son vistas por esa misma gente. Por eso es razonable que penurias severas pero percibidas como “normales” (“mal pero acostumbraos”, decía uno de los personajes más célebres de Fontanarrosa) no tengan consecuencias políticas. Sin embargo, y a primera vista paradójicamente, otros tiempos comparativamente mejores o mucho mejores, pero revueltos (y por eso no “normales”), pueden fomentar desasosiegos y cambios políticos eventualmente profundos, porque pueden producir revoluciones en las expectativas. La simple difusión de la información (oir y ver cómo otros que son “como yo” viven mucho mejor que yo) puede disparar las expectativas: las conocidas “revoluciones de las expectativas crecientes”. Por eso es posible que los procesos más revolucionarios del último medio siglo en América Latina sean la difusión y universalización de la radio primero y la televisión después. Eso saca al genio de la botella y luego ya no hay vuelta atrás. Las telenovelas populares pueden ser agentes de cambio mucho más potentes que el Manifiesto Comunista.
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Las expectativas cambian cuando la información y el contexto sugieren que se puede ser y tener más que lo que se es y se tiene, que eso es posible y legítimo. Un caso particular, tal vez no el más frecuente, ocurre cuando la gente piensa que se está “quedando atrás”, que las cosas están empeorando. En este caso la expectativa es automáticamente legítima: apunta a recuperar lo que ya se tuvo, a reconquistar el pasado perdido. Esto puede ocurrir básicamente de dos maneras: o bien porque la comparación con nuestra propia experiencia pasada sugiere que estamos empeorando, o porque nos estamos “quedando atrás” en relación a grupos de referencia importantes.
Para las elites uruguayas (y argentinas) la referencia tal vez más importante es la que brindan los miembros del club al que querrían pertenecer: las democracias prósperas. La forma como ciudadanos y elites viven en ellas es la medida de nuestro desempeño: progresamos cuando nos acercamos, estamos estancados si no nos acercamos, pero tampoco nos alejamos, y retrocedemos si nos quedamos atrás.
Divergencias y declives
Los historiadores de la economía y los economistas examinan y comparan los grandes rasgos de la vida de las naciones: “convergen” cuando, por ejemplo, el PBI per cápita de los rezagados se acerca al de los ricos. Para los de atrás esta convergencia es vista como progreso. La “no convergencia” ocurre cuando la distancia relativa se mantiene estable (porque todos mantienen sus posiciones incambiadas o porque todos progresan o retroceden en aproximadamente la misma medida), en cuyo caso desde la perspectiva de los más pobres hay estancamiento, o cuando esa distancia relativa aumenta: entonces hay retroceso. “Retroceso”, quedarse atrás, no necesariamente significa que los de atrás se empobrezcan: puede ocurrir cuando todos se enriquecen, pero los ricos se enriquecen más rápidamente que los pobres. Ninguno de los tres conceptos (progreso, estancamiento, retroceso) se refiere a medidas o circunstancias absolutas (tener más o menos de algo); todos ellos son juicios relativos. Lo que importa es la comparación entre unos y otros.
En América Latina la evidencia y el consenso creciente entre los observadores sugieren que Argentina y Uruguay son casos extremos de “quedarse atrás” (nuestra distancia con respecto a los países ricos aumenta, básicamente porque ellos prosperan más rápido que nosotros) desde mediados del siglo pasado. Seríamos casos únicos o casi únicos en el mundo.
Al menos entre las elites uruguayas este rezago tuvo consecuencias sociales y culturales claramente visibles (también tuvo, casi seguramente, consecuencias políticas). En 2001 Cifra consultó a 103 personalidades uruguayas muy destacadas en sus respectivos ámbitos de actividad sobre las figuras y acontecimientos más influyentes del país durante todo el siglo pasado. “Más influyente” significaba, explícitamente, que esas figuras y acontecimientos “para bien o para mal”, dejaron “una huella profunda sobre el país y su gente, contribuyendo a definir su identidad”. Los resultados (publicados en Búsqueda a fines de ese mismo año) mostraron que para estas elites los uruguayos más influyentes del siglo pasado fueron, en ese orden, Batlle y Ordóñez, Torres García y el capitán de Maracaná, Obdulio Varela. Los acontecimientos más influyentes del siglo pasado “en la sociedad, la economía y la cultura” fueron, también en ese orden, los campeonatos de fútbol ganados en 1950 (Maracaná) y en 1930 (Montevideo), la llegada de la televisión abierta (1956) y la fundación del semanario “Marcha” (1939). Los tres acontecimientos “políticos y de gobierno” más influyentes del siglo fueron las dos presidencias de Batlle y Ordóñez y el golpe de Estado de 1973 (el político más influyente fue Batlle y Ordoñez, seguido de lejos por Wilson Ferreira Aldunate). Aunque la consulta se hizo en 2001, y eso otorgaba alguna ventaja automática a las últimas décadas del siglo, todo lo mejor del siglo ocurrió en su primera mitad, antes de que el declive se volviera evidente para los observadores informados.
El juicio de la gente, hoy: comparados con las democracias ricas, ¿cómo nos está yendo?
Dos meses atrás, en julio, una encuesta de Cifra preguntó: “En estos últimos años, ¿Uruguay se está acercando a la manera en que se vive en los países ricos, está siempre a la misma distancia, o está cada vez más lejos de la forma en que se vive en los países ricos?” (Cuadros 1 y 2). Una mayoría relativa (39%) dice que al menos en este sentido estamos progresando (nos acercamos, “convergimos”). En segundo lugar, el 30% opina que estamos estancados (“siempre a la misma distancia”), y un 23% nos ve retrocediendo (“cada vez más lejos”). El resto, 8%, no opina. En resumen: para cuatro en diez uruguayos (39%) estamos progresando, pero la mayoría absoluta (53%) piensa que estamos estancados o retrocediendo.
Casi todos los grandes grupos de la población nacional (montevideanos y capitalinos; hombres y mujeres; los que trabajan y los que no trabajan; los distintos grupos de edad) ven las cosas en términos similares: mayorías relativas optimistas (“estamos progresando”), pero mayorías absolutas que nos ven estancados o retrocediendo. Las opiniones según educación (Cuadro 1) muestran esa misma pauta, y además sugieren que las capas medias de la población (los que accedieron a la educación secundaria, pero no más) son las más optimistas. Los resultados según nivel socioeconómico ratifican esta última imagen (las capas intermedias son más optimistas) y la agudizan: entre los grupos de menores ingresos la mayoría relativa es ahora pesimista, aunque apenas (sólo por un punto porcentual, 31 a 30%). Las preferencias partidarias, como de costumbre entre nosotros, diferencian las opiniones: los votantes del Frente Amplio de 2009 son definidamente optimistas (la mayoría absoluta de ellos, 53%, nos ve progresando), pero entre blancos y colorados las mayorías nos ven estancados o retrocediendo (y en los dos casos los pesimistas son más numerosos que los optimistas).
Optimismos y pesimismos, sin embargo, se asocian más vigorosamente a un juicio no político.
Ante la pregunta “en los últimos tres años, ¿Ud. diría que la situación económica de su familia mejoró, sigue igual, o empeoró?”, el 71% de los que responden “mejoró mucho” cree que nos estamos acercando a los países ricos, y entre los que responden “mejoró” (a secas) ese porcentaje cae a 55%. Entre los que dicen que el ingreso de sus familias sigue igual la mayoría nos ve estancados o no opina, y entre los que piensan que la situación económica de sus familias empeoró la mayoría es pesimista.
En los últimos tiempos estas opiniones parecen ser muy estables. En julio de 2011 el 42% era optimista (nos acercamos a los países ricos). Un mes después la medición era muy similar, apenas algo más baja (40% optimistas); dos años después, 39%.
Contextos y cautelas
Es prudente ser cauteloso a la hora de las conclusiones. Para poder avanzar hace falta más investigación y más detalle. Sin embargo: los resultados parecen particularmente relevantes porque se obtuvieron al cabo de una década de crecimiento económico vigoroso, un crecimiento de características nunca vistas desde, precisamente, el comienzo del declive. Los que tienden a ver el vaso medio lleno pueden interpretar los resultados de esta manera: el impacto de medio siglo de desánimo cultivado penosa y persistentemente ha sido tal que todavía no hemos podido superarlo (pero en eso estamos, más allá de los pequeños vaivenes de la opinión). Los escépticos que tienden a ver el mismo vaso medio vacío, en cambio, pueden pensar que no solamente no logramos superar ese desánimo, sino, más bien, que tal vez esté creciendo nuevamente. Quizás estamos empezando a temer que “así no”, que de alguna manera no estamos yendo en la dirección correcta, que la esperanza fue hermosa, pero breve. A juzgar por lo que sabemos hoy, cualquiera de las dos interpretaciones podría ser correcta. La taba está en el aire, y hay vientos fuertes e inestables.