“¿Qué hace una persona que no se levanta cada día con un sueño?”. Francisco “Pancho” Garay camina por esa vereda, la del sueño, la del deseo de conseguir algo difícil. Pancho forma parte del equipo que monta las obras teatrales de Roberto Suárez, haciendo muñecos y automatismos. Fuera de la ficción, Pancho habita una escenografía de Suárez. Porque hace más de una década está construyendo una casa de piedra de dos plantas en la que cada detalle es único, irrepetible y artesanal. Una casa donde predomina el polvo y el herrumbre.
Germán Tejeira (Una noche sin luna) vio esta singularidad y rodará el documental Autómata, basado en Pancho Garay, a quien conoció en la filmación de Ojos de madera, película aún no concluida, escrita y dirigida por Suárez y Tejeira. “El largometraje, que tendrá humor, hablará de los sueños desproporcionados, de gente que disfruta mucho de ponerse un problema grande encima y resolverlo: la casa simboliza eso. Alguien que podría construir algo sencillo y prefiere ir atrás de un sueño y levantar un palacio, aunque le lleve décadas hacerlo, porque su vida está cimentada en eso”, dice Tejeira.
La casa de Garay queda en el Pinar, en el kilómetro 28 de Giannattasio. En realidad, él, su esposa Alicia, su hijo Tomás y un perro llamado Mentón, viven al fondo, en una construcción más chica, rodeada de plantas, donde también hay un par de sillas fabricadas por Pancho. Trabaja en la construcción y sabe también de fierros porque aprendió metalurgia. El teatro es lo que le da la libertad de hacer cosas menos utilitarias y más creativas. El equipo de Suárez, que puso en escena muñecos automatizados en obras como El hombre inventado, La estrategia del comediante y Bienvenido a casa, da ahora un paso más convirtiendo estos humanoides en el centro de la acción de una obra sin actores, con Simulacro de la vida de Huguito, dirigida una vez más por Suárez.
La cabeza del psicópata.
Dos veces por semana, Pancho se reúne con el actor y técnico Mariano Prince en un galpón de la ex cárcel de Miguelete, para trabajar en esta obra con personajes inertes, que se moverán solos representando diferentes zonas de la mente de un psicópata. La noche es fría y el viento sopla fuerte mientras sueldan una viga. Una chapa floja golpea la puerta como si fuera el manotazo furioso de un gigante. Pancho sale para ajustarla. Es una atmósfera donde se respira ficción. “Acá hacemos todos lo mismo, aunque unos nos desempeñamos mejor en algunas cosas y otros en otras, la idea es divertirnos un poco”, explica Pancho. Realizan alguna parte de la obra y organizan una muestra para que otros del equipo vean y opinen.
La obra durará cerca de una hora y pretende ser una gran caja de música con engranajes sincrónicos. La mente de Hugo estará representada por los ambientes de una casa: el sótano es el más oscuro, inconsciente y lleno de recuerdos truculentos. El texto es de Suárez y también se modifica a medida que el trabajo progresa. La idea es llevar la obra al interior del país y al exterior.
Pancho muestra una de las criaturas, con aspecto grotesco, radicalmente extraño. Se combinó un montgomery, un camisón antiguo con puntilla, un pedazo de reja y una estructura con ruedas, oxidada. Donde cualquiera vería desechos, Pancho ve brillantes piezas para dar vida. Es parco, modesto y siempre sonríe. Cuando comenta que están haciendo “muñecos”, Mariano interviene y aclara que no es solo eso: “Los muñecos serán una parte mínima del total de este gran mecanismo”.
Los autómatas nacen del azar. “Nos ponemos a chivear con lo que tenemos y como no hay un objetivo claro adonde llegar, armamos y desarmamos una cosa 80.000 veces, hasta que nos empieza a gustar”, dice Pancho.
Este artesano minucioso compra cosas en cambalaches, en casas de demoliciones o en casas antiguas con herrería artesanal. “A veces no da el bolsillo, entonces uno busca en la calle. He comprado muchas cosas para mi casa en un lugar que queda en Camino del Andaluz, casi saliendo a la ruta 102 nueva. Un lugar por donde no andás nunca”, explica. “Rescatamos todo. Yo traigo cosas de casa, Mariano trae otras. Hace un rato estábamos metidos de cabeza en una volqueta, aunque a mí ya se me pasó la fiebre de la volqueta”, agrega sonriendo.
Pancho admite que no es un hombre de teatro. “Ni conozco ni estudié. Pero las obras de Roberto me encantan: él es super atractivo y las obras me parecen brillantes. Aparte, es un disfrute andar ahí en la vuelta. Roberto es ideal para hacerte soñar”.
Garay nació en 1970 e hizo la primaria con Suárez. “Éramos todos medio chivos: en esa época andábamos en la calle todo el día. Vivíamos en la zona de Atahualpa, El Prado. Roberto vivía por Asencio, a una cuadra y media de Millán, y yo estaba atrás de la Patronal, por Herrera y Espinosa. Llegábamos de la escuela y salíamos a la calle enseguida. Ya en el viaje de vuelta de la escuela, le decías al otro: ‘¿Salís?’. Y al rato estaba en tu casa. Nos subíamos arriba de los árboles. Salíamos en la rodado 16 y nos encontraban allá, atrás del Cerro, con nueve años. Íbamos a los campamentos de los Scouts”, recuerda.
El castillo.
“Me gusta hacer cosas que sean encantadoras de alguna manera”, resume el constructor, mientras muestra su construcción de 150 metros cuadrados que hace que cada día se levante con la ilusión de seguir armándola. Las horas que trabaja en la obra le aportan el dinero para ir comprando piezas para esta casa-castillo, que tiene tramos aún carentes de techo. Hasta ahora lo único acabado es el sótano. Las ventanas, pequeñas y con marcos de madera, parecen de un cuento de gnomos. Las rejas son del penal de Punta Carretas. El deleite de Garay es contar de dónde sacó cada parte que compone su castillo.
Lo suyo, dice, más que el teatro, es la obra. “Hago construcción en seco, cielorrasos, tabiques divisorios: nada que ver con el teatro”. Con Suárez se reencontraron de mayores. “Una vuelta, cuando él estaba con El bosque de Sasha y necesitaba hacer una cosa, me llamó y con un amigo le dimos una mano. Desde ahí quedamos en contacto”. Le encanta trabajar en sus obras. “Lo hacemos sin ningún estrés, no tenemos preocupación de que queden bien o mal”.
Sabe que Alicia, “la patrona”, está cansada de esa acumulación de cosas que él hace. “Ya me quiere correr a la mierda. Porque además todo el mundo agarró la onda y me traen la basura que les sobra”. A Pancho, en cambio, le gusta el desorden y “la mugre de los muebles viejos”.
En el sótano de su casa colocó los pisos de roble de la vieja casona de Rivera y Bvar Artigas, donde se instalaba la Feria del Libro. De ahí guardó también una caldera, y de la casa de un pintor que demolieron se quedó con los portones del frente y una escalera de pinotea. También rescató unas barandas del derrumbado Hotel Juncal.
“Todos esos son radiadores que voy a poner en la casa. Compro porquerías viejas, que son mejores que las que vienen ahora”, explica. Sobre una pared descansan unos balones de aire comprimido que sirven para hacer los caños de las estufas. También tiene piedras de la calle o una caja fuerte enorme donde guarda sus herramientas. A Pancho no le interesa la solución fácil y por eso armó con hierros diferentes cada estufa de la casa (con pedazos de un arado). El baño no tiene una de esas cisternas blancas anodinas, sino un tanque herrumbrado.
En el sótano armó unos contrapesos para que, mediante una manija, un portón suba desplegando una escalera hacia el exterior. El centro de esa estancia que parece una locación de cine, lo domina una mesa redonda hecha con la parte inferior del telar de una fábrica de gamuza coronada por una tapa de vidrio. Ahí, también, están los cuadros que ha pintado.
Cuenta cómo hicieron el pozo para la casa. Para lograr que no se inunde el terreno, colocaron más de 100 bolsas de portland de 50 kilos. Lo más pesado ya pasó, asegura, ahora le queda seguir con la parte de arriba: dormitorios y techos. Hasta ahora empleó 60 toneladas de piedras y 20.000 ladrillos.
¿Cuándo terminará la casa? No le preocupa. “Lo voy haciendo de a poco. Disfruto haciendo las cosas, sin mayor estrés. Me encanta que la gente pase por acá y disfrute de ver la casa”.
Y le gustaría comprar otro terreno para empezar a levantar otra casa. “Para hacer algo diferente”, dice. “Un tipo que no piensa en nada, que se levanta todos los días sin una idea, no existe”.