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    Miniaturas literarias

    Instantáneas, de Claudio Magris

    Que el prestigioso ensayista italiano, germanista e inmensamente culto Claudio Magris (El Danubio, Otro mar, El infinito viajar) sea capaz de compendiar en unas pocas páginas reflexiones sobre los más variados temas, siempre será bienvenido. El tallado de las miniaturas literarias y la síntesis resultan un arte que beneficia al espacio y al tiempo que nos rodean y que vuelven a dar validez a la vieja máxima: si es bueno y breve, es dos veces bueno. Instantáneas (Anagrama, 2020, 156 páginas) recoge 48 cuadros brevísimos que tratan desde el papel de la censura hasta los engaños en que nos puede precipitar el arte moderno; desde la altanería asesina de una modelo y un perro vagabundo que mereció una estatua en Moscú hasta los veraneantes de la playa de Barcola, en Trieste, de donde es oriundo el octogenario Magris; desde banqueros devotos de una secta satánica hasta un viejo que se desvanece en un congreso literario; desde la maravillosa Cisterna Basílica de Estambul del siglo VI hasta un crucifijo sangrante destrozado por un cura detective, que desenmascaró la esponja detrás de la madera. En todas estas viñetas escritas entre 1999 y 2016 y que son pequeñas clases de historia y están moldeadas estilísticamente, con resonancia poética y muchas veces filoso humor, Magris saca conclusiones sobre la vida y la naturaleza humana. Y nos hacer pensar.

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    Magris plantea, por ejemplo, la dramática y absurda situación de unos bañistas que toman sol en una playa mientras a su lado se encuentra el cadáver de un ahogado envuelto en una sábana a la espera de que lo retire la policía. No se puede sacar otra conclusión que aquello de la inevitable convivencia entre la vida y la muerte.

    Arremete, basado en una notoria experiencia de fastidio, contra los así llamados “números verdes”, esos en los que una voz indica posibilidades: para tal y tal asunto, marque uno; para tal, tal y cual otro asunto, marque dos; para esto, aquello y aquello otro, marque tres. Llegados a este punto, dice Magris, ya nos olvidamos qué nos decía la opción uno. Por favor, quiero hablar con una voz humana, ruega Magris perdido en el laberinto de un mundo cada vez más digitalizado. Y remata: esto se terminará cuando sea también una grabación la que exponga su reclamo ante otra grabación. Las máquinas en espejo contra espejo, como en Matrix. ¿Será posible?

    Recuerda el férreo respeto que tenían la esposa y la hija de Thomas Mann por “las horas sagradas en las que él se dedicaba a su creación literaria”, y que las llevaron a no golpear la puerta de su estudio para avisarle que según la radio había estallado la II Guerra Mundial. A este silencio para no molestar a papá podríamos agregar el famoso y legendario desinterés de Kafka, según consta en su diario: “Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. El mundo de los grandes escritores debe salvaguardarse, aunque el real reviente en pedazos.

    Durante la visita a un cementerio que se levanta junto a la iglesia de Dypvag del siglo XII, en Noruega, se detiene ante una lápida: Jens Keilon, 26.7.1993. “Evidentemente”, razona Magris, “el día de su nacimiento pero también de su muerte”. Esa única fecha le sirve para especular sobre los nueve meses y un día en la vida de Jens, como si fuese un viaje intrauterino, donde nadó, dio patadas y oyó voces que tal vez fueron para él la felicidad.

    También hay divertidas anécdotas, como la del matemático que es invitado a dar una charla sobre un tema harto complejo y abstracto hasta la náusea, prácticamente para seis o siete locos como él. Y con asombro ve el auditorio repleto. Intrigado, le pregunta a una señora de la primera fila acerca de su interés, digamos, por las ecuaciones pluritangenciales de volatilidad inversa. “¿Qué?”, responde la mujer. “Estamos esperando la charla de Roland Barthes, y entramos ahora porque después será imposible conseguir lugar”.

    Puede ser en un café contemplando a una pareja que vive paralelamente cada uno en su celular, sin levantar jamás la vista hacia el otro. O en un tren donde el revisor regaña a una mujer porque no le corresponde estar sentada en ese vagón. O a partir de un grafiti en Berlín que dice: “¡A no leer nunca!”, paradoja de quien se topa con el mensaje, que desaconseja la lectura misma de ese mensaje. Bueno, reflexiona Magris, los grandes maestros como Buda, Sócrates y Cristo nunca escribieron, “tal vez porque la verdad que anunciaban era única y no reproducible”.

    El último texto, llamado Selfi, es la viñeta de un hombre que se dispone a sacar su coche del garaje y no lo puede hacer debido a que otro está estacionado en la entrada con las luces intermitentes. Toca la bocina y nada. Lleno de ira se dirige hacia el coche que entorpece la salida. Hay una niña pequeña en su interior y dice que su madre ya vendrá. El hombre sigue gritando, la niña llora. Sin dejar de proferir alaridos, más impaciente que nunca, el hombre ve su reflejo en el coche. Es el propio Magris en su autorretrato más desagradable, y publicarlo tiene una deliberada valentía.

    Pero volvamos al libro, aún no lo cerremos. Magris se pregunta, por ejemplo, si decisiones “políticamente correctas” como alterar para los niños el final cristiano de un cuento de Hans Christian Andersen —como hicieron los daneses— con el fin de no ofender “a los fieles de otras iglesias”, son justas o no terminan siendo una lisa y llana barbaridad, lo mismo que aligerar o suprimir la visión colonialista de Kipling o las simpatías nazis de Céline.

    Las actuales y entendibles revueltas mundiales por el brutal asesinato de George Floyd llegaron al extremo de que unos manifestantes en Bristol vandalizaran estatuas de personajes racistas. Digamos que el comerciante esclavista de mirada altanera que con el bronce pretendía pasar a la posteridad y fue derribado y echado al río, se lo merecía. Pero enchastrar el busto de Churchill, un héroe de la II Guerra Mundial, por más conservador que fuera... Enjuiciar al pasado es meterse en problemas. La historia de la humanidad se levanta sobre un insondable cráter de injusticias y de pueblos y religiones que sometieron a otros pueblos y a otras religiones y a quienes no tenían su mismo color de piel. La base de Occidente reposa en lo que dejó la civilización grecorromana, y no parece sensato arrojar al agua los bustos de Platón, Sócrates (que hasta el momento se mantiene enterito en la fachada de nuestra Biblioteca Nacional) y Aristóteles, por no hablar de Colón. Todos esclavistas. No lo dice Magris, pero perfectamente lo podría decir. Es lo que ocurre cuando uno lee libros removedores.

    Si comenzamos a bajar expedientes, la fecalidad no terminará nunca. Sin ir más lejos, los blancos —y las blancas— deberíamos abandonar las dos Américas y dejarlas en manos de los indios —y las indias—, que eran con todo derecho sus pobladores originales. Sería un castigo justo para los imperialistas y colonizadores de tierras ajenas. Propongo que los blancos seamos enviados al ostracismo por todo lo malo que hicimos. En la Tierra ya no cabemos. Entonces, para cumplir la pena, ¿debemos colonizar otros planetas?