En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, por los próximos tres meses tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
Cuando llega al templado, umbroso bosque de pinos, cerca de la carretera Popps Ferry, lejos de la playa, cree haber encontrado el espacio adecuado. Estaciona el vehículo. Deteriorado por lo que hoy se conoce como dolor psíquico y que entonces solo podía describirse como crisis nerviosa o angustia, el hombre escribe una carta de despedida, esa carta de despedida, y prosigue con el plan. Introduce el extremo de una manguera de jardín en el caño de escape y coloca la otra punta dentro del auto a través de una pequeña ranura en la ventana trasera. Enciende el motor. De este modo se libera mentalmente de los papeles de profesor y estudiante. De los papeles de amigo y compañero. Se desvanece en una densa nube de monóxido de carbono. Se libera de ser escritor y poeta inédito. Y en especial, de la presión de sentirse condenado a ser un genio. De ser el mayor orgullo de su obsesiva madre y, por lo tanto, también el peor y más vergonzoso de los fracasos. Así, el 26 de marzo de 1969, John Kennedy Toole, de 31 años, se despide del mundo. Un final reposado, una muerte apacible para una vida cargada de promesas. Fin del viaje y comienzo de la leyenda.
¡Registrate gratis o inicia sesión!
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
Kenny, como lo llamaba su madre Thelma, “tenía unos ojos preciosos” y estaba destinado a algo grande. Para su padre, John, tenía una “aura de distinción”. Se había marchado de casa en Nueva Orleans dos meses atrás. Allá, entre sus pertenencias, dejaba un puñado de poemas y relatos ocultos —como Desencanto, habitado por muertos vivientes—, y tres novelas inéditas, La Biblia de neón, escrita cuando tenía 16 años; una apenas esbozada, rabiosa, El gusano vencedor —barrida por el huracán Camille—, y su obra maestra, la monstruosamente cómica La conjura de los necios, que se publicó 12 años más tarde, convirtiéndose en best seller y en obra de culto universal, en uno de esos libros-mundo a los que siempre es saludable regresar.
La de Toole es una historia trágica que alimentó un mito igualmente triste y perturbador, que algunos atribuyen como carnada que atrajo al éxito perdurable de La conjura de los necios, publicada en 1981. Al principio desorienta, parece que no pasa mucho, o nada, y se abren varias puertas de salida, hasta que en un momento se produce el clic, y es imposible detenerse y no seguir a su protagonista, el inefable antihéroe obligado a salir a trabajar para ayudar a su madre; imposible no amar-odiar-amar a esa criatura flatulenta que vive en un siglo que aborrece y no desear, al menos por un rato, escucharlo vociferar sobre este mundo empantanado, compartiendo café con achicoria. Obra clave de la literatura moderna, protagonizada por un monstruo adorable, multidimensional, el indomable y extravagante medievalista Ignatius Reilly, gordo cretino y divino que escribe una extensa denuncia contra el siglo XX y su atroz carencia de “teología y geometría”, la novela ganó el Pulitzer póstumo, se tradujo a varios idiomas y todavía sigue siendo objeto de deseo de adaptaciones cinematográficas que, hasta la fecha, no han logrado concretarse. Todavía hoy Ignatius, personaje inmortal, como son inmortales Hamlet, Alonso Quijano, Emma Bovary, Drácula o el capitán Ahab, es considerado un álter ego caricaturesco de Toole. Pero no fue tan así, según lo muestra Una mariposa en la máquina de escribir, de Cory MacLauchlin, editado recientemente por Anagrama.
En las poco más de 360 páginas de esta investigación se intercalan testimonios de familiares, amigos y vecinos, compañeros de escuela, de estudio y de trabajo, profesores del Southwestern Louisiana Institute, semillero clave en la creación artística de Toole, y hablan quienes asistieron a sus clases en St. Mary, cuando el autor ya tenía casi pronta La conjura, como Candace de Russy, una de las pocas mujeres que él presentó a sus padres y con quien habló con absoluta sinceridad de la novela. “El libro se había convertido en el centro de su existencia”, comentó De Russy, quien advirtió que la mente del escritor parecía haberse dividido entre la realidad y la novela.
Reilly tiene su propia escultura en la manzana 800 de Canal Street, la calle en la que se ubican los grandes almacenes D. H. Holmes, donde se sitúa el inicio de la historia, y tiene elementos reconocibles, básicos, obvios, de su creador. Fue parte de él. Queda demostrado en la correspondencia que enviaba a sus padres y algunos amigos desde Puerto Rico. Las cartas fueron, para él, lo más parecido a un taller de escritura creativa, resultaron útiles para afinar su estilo y humor. Tonos en las descripciones de personas y situaciones resuenan más tarde en su obra mayor: el sargento José Ortiz, su superior inmediato, y un baile organizado por la Fuerza Aérea en una playa, con un puñado de chicas de la Asociación Cristiana de Jóvenes que en realidad eran prostitutas “casi cuarentonas”, sirvieron como material de base para las contradicciones de Ignatius y para la tensa, grotesca y bulliciosa secuencia de la fiesta en Noche de Alegría. Algunos comentarios se asemejan a los intercambios epistolares entre Ignatius y Myrna Minkoff, o a las apoteósicas notas sanitarias y sociales de sus apuntes en los cuadernos Gran Jefe. Toole había comenzado a escribir La conjura un domingo de tarde en Puerto Rico, usó experiencias propias, inventó otras y luego, con el personaje incorporado, le bastó con observar a través de los ojos azules y amarillos del gordo.
Que en un comienzo tuvo otro nombre. Cuando Ignatius no era Ignatius y no tenía esos bigotes tupidos ni usaba esa gorra de cazador verde, se llamaba Humphrey Wildblood, era un embrión construido sobre la base de notas sueltas y observaciones picarescas derivadas de los cómics que dibujaba en su época de estudiante en la Universidad de Tulane. El máximo muestrario de comportamientos extravagantes usado en su obra fue el departamento de inglés en el Southwestern Lousiana Institute, cuyo cuerpo docente evidenciaba distintos grados de fragilidad mental. Entre ellos despuntaba Bobby Byrne, un medievalista alto y fornido de pelo oscuro que lucía un frondoso bigote negro. Byrne vivía en una cabaña, atrás de la casa de otro profesor, tocaba el arpa, la viola de gamba y un clavicémbalo, todos instrumentos que se había hecho fabricar a medida en Inglaterra. Era conocido por sus inoportunas flatulencias y su gusto por las salchichas. Tomaba café con achicoria. Su forma de vestir seguía una lógica estrafalaria: “Un día llegó a la sala de profesores luciendo tres clases distintas de cuadros escoceses y un sombrero ridículo”, recordaba Toole, fascinado, a un amigo. Byrne admiraba a Boecio, a quien citaba a cuento de nada, aseguraba fervorosamente que “el punto culminante de la civilización había tenido lugar en algún punto del siglo XIV”, y que desde entonces el mundo estaba en declive. Byrne solía decir que “la geometría y la teología de la gente eran un error absoluto”. Ignatius Reilly en estado puro.
Byrne era muy inteligente y divertido. Había hecho cursos de doctorado y nunca escribió su tesis. Uno de sus profesores le dijo que le diera un papel con algo escrito y él lo aprobaría. Byrne no iba a hacerlo jamás. Una vez le dijo a una estudiante: “Mire, tengo un defecto de nacimiento: soy increíblemente poco ambicioso”. De todos modos aprendió a leer japonés antiguo y galés.
Toole y Byrne se hicieron amigos. Tenían temas en común. Y las peroratas de Byrne fascinaban al entonces futuro escritor, que lo observaba de cerca y tomaba notas mentales. Décadas después, muchos compañeros reconocieron a Byrne. “No sabía que yo estaba en observación”, dijo el grandote.
El libro es una buena muestra del proceso creativo que hace a una novela, no solo por medio de las fuentes de inspiración y el trabajo del escritor, también porque ilustra el papel que juega el editor. Que, en este caso quedó por fuera, porque Toole, un hombre que en algún momento se definió como “un ojo que sabe ver y un oído que sabe oír”, no pudo, no supo, recibir los mensajes. Para entonces, la voz de Thelma, la reina madre, resonaba con demasiada fuerza y persistencia dentro de su cabeza. Y es que para entender a Toole hay que entender a su madre. Porque John Kennedy Toole fue un proyecto de Thelma.
Toole era extraordinariamente brillante pero no era un genio. Su madre logró que entrara a segundo de primaria a los cinco años después de pasar un test psicológico porque el niño se aburría en párvulos. Demostró una capacidad excepcional para las matemáticas y obtuvo un cociente intelectual de 133; la categoría que se considera genio es de 160. La psicóloga aseguró que podría haber sido más alto si no se hubiera aburrido en mitad de la prueba y dejado de hablar. Thelma dijo: “Le diré que dejó de hablar con usted. Porque estaba observándola”. Escribió La Biblia de neón, su primera novela, no le contó a su madre y la presentó a un concurso para sorprenderla, convencido de que iba a ganar. No ganó y guardó el texto en una caja de zapatos.
Tras finalizar la escritura de La conjura de los necios, el autor se carteó con un solo editor, Robert Gottlieb, de Simon and Schuster. El intercambio epistolar se prolongó durante dos años, entre correcciones y comentarios, de 1964 a 1966. Es importante: Toole jamás recibió un no definitivo. Todo lo contrario. De hecho, fue un privilegiado; a menos de un año después de haber terminado de escribir su novela, se carteó con el que era el editor más importante de Nueva York. Al escritorio de Gottlieb llegaban cientos de manuscritos por semana, y el de Toole se distinguió: a Jean Ann Jollet, ayudante del editor, le había encantado el texto. Le escribió a Toole: “¿Ya ha llegado el momento de que me he reído a carcajadas, de que me he desternillado de risa con La conjura? Pues así fue”.
Gottlieb había iniciado una nueva etapa en la editorial con Trampa 22, de Joseph Heller, y las novelas de Bruce Jay Friedman, entre ellas Stern, que había provocado en Toole “una reacción personal intensa”. Cuando Thelma le preguntó por qué había enviado el original a un solo editor, le respondió: por la fama y el prestigio de S&S. Tenía un deseo voraz de que el libro alcanzara reconocimiento. “Creía que su libro era excepcional”, recuerda De Russy. “Pero eso le causaba ansiedad. (…) “Lo que le ocurría tenía mucho más que ver con la identidad y un sentido profundo del yo”.
Gottlieb vio en él un escritor con talento natural. Pero con talento no alcanza. Debía trabajar, darle centro a una novela quizás demasiado episódica. Pero Toole estaba acostumbrado a hacer todo sin mucho esfuerzo. El editor dijo que encontró escenas brillantes e “ingeniosamente ligadas al final” pero los “hilos deben ser fuertes y coherentes a lo largo de toda la historia”. Las notas de Gottlieb son verdaderas lecciones de escritura, evidencian respeto y compromiso. Y son honestas. Del otro lado no solo estaba leyendo Toole, también estaba Thelma, que daba manija como solo puede dar manija una madre convencida de que su gordito es lo máximo. Con su editor, Toole se ponía cada vez más ansioso. El escritor se fusionó con el libro. Rechazar La conjura era rechazarlo a él. Una observación le cayó como una patada al hígado: “A pesar de su excelencia (…) el libro no tiene motivo (…) es un ejercicio maravilloso de invención (…) en realidad no trata de nada”. Entonces el umbral de tolerancia al fracaso estaba por el suelo. Y ya era bajo. Su crianza estuvo repleta de elogios, su carrera escolar fue brillante, en la universidad los profesores lo adoraban, y como profesor sus estudiantes disfrutaban sus clases. Fue cuestión de tiempo para que se desmoronara. Después aparecieron los primeros signos del declive, evidencias de lo que hoy sería un diagnóstico de esquizofrenia paranoide, dudas que se transformaron en desesperación y ahogo, y que años más tarde lo llevaron a emprender ese fatídico viaje. Durante un lapso prolongado había pensado en dedicarse exclusivamente a la docencia. También en ser crítico literario. Aunque latía la intención de ser escritor. Fue un sentimiento que lo acompañó hasta el viaje final a Biloxi.
El título Una mariposa en la máquina de escribir proviene de un poema que Toole escribió cuando realizaba un máster en Columbia. Fue reflexionando, entre el deseo y la decepción, sobre el oficio del escritor y el papel que tienen el crítico literario, el editor y el académico, que escribió esta pieza, que metaboliza la esencia de su vida, su combate interior, también su acto final, una acción orientada al futuro para evitar un sufrimiento desesperante y devorador. A pesar del esfuerzo de MacLauchlin —que también aborda la presumible homosexualidad de Toole, que queda descartada—, hay una zona que permanecerá oculta. “Thelma siempre será, naturalmente, la fuente principal, la mano que ha dado forma a la manera en que entendemos la vida de su hijo”, escribe el investigador: “Fue ella quien decidió qué documentos quedarían para la posteridad y cuáles no”. Del algún modo, el plan de ella funcionó.