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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáMi amigo Lincoln Maiztegui Casas (1942-2015), escritor, historiador, ajedrecista, melómano y, sobre todo, periodista; autor de Orientales, la formidable historia del Uruguay en cinco magníficos tomos, de la biografía Mozart, detrás de la máscara que tuve el honor de editar en 1997 (después reeditada por Planeta), así como de, entre otras obras, dos notables colecciones de artículos publicados originalmente en El Observador, Que Nietzsche no tenga razón y De madera noble, incluyó, en esta compilación de 2003, un artículo titulado La gloria del emperador, a propósito de la gesta de Napoleón.
Dice Maiztegui que Napoléon, a la hora de su derrota, reconocería que Inglaterra fue su más tenaz enemiga. No por razones ideológicas, sino por la sorda lucha en pos del predominio económico y político de Europa.
Inglaterra y Francia eran, desde luego, las grandes potencias de entonces y aspiraban, ambas, a la hegemonía mundial.
La supremacía marítima de Inglaterra era incontrastable.
Francia disponía del Ejército más poderoso del mundo.
De hecho, la situación parecía un entente equilibrado.
Pero en su afán de prevalecer una y otra potencia apelaron a lo mejor de sus fuerzas: Inglaterra a su Armada victoriosa; Francia a su Ejército “invencible”.
Inglaterra bloqueó desde el mar los puertos de Europa al tráfico mercantil francés.
Napoleón bloqueó desde tierra los puertos europeos a los buques ingleses.
Lograr que todos los países acataran el bloqueo continental obligó a Napoleón a una constante actividad bélica y a instaurar regímenes adictos por todos lados, cuya conducción confiaba a hermanos, familiares y allegados, ejerciendo un nepotismo y una arbitrariedad que, a la postre, le resultarían muy caros en materia de aprobación pública.
El emperador que otrora era recibido como el libertador que venía a sacudirles a los pueblos el viejo y pesado yugo feudal, empezó a ser considerado un invasor y un tirano.
Después de la derrota de Leipzig, en 1814, con su Ejército ya devastado tras la desastrosa campaña de Rusia, dos años antes, Napoleón volverá a Francia, en derrota, para abdicar.
Será tristemente exiliado en la isla de Elba, a pocos kilómetros de la costa italiana en el Tirreno.
Después del Congreso de Viena de 1815, todos los nobles de Europa celebraron con fiestas rumbosas, bailes de disfraces y francachelas diversas, el nuevo orden de Europa ya sin el depuesto Napoleón. Él, mientras tanto, taciturnamente, enterado del rechazo del pueblo francés a la restauración borbónica, se fuga de su exilio en Elba, con los últimos leales, algo menos de mil hombres que todavía lo acompañaban y desembarca en Antibes, en la Costa Azul francesa.
Luis XVIII, en plena tarea de restauración del antiguo régimen, envía un Ejército a frenar al emperador depuesto, no fuese cosa que su intentona prosperase. Fue por completo inútil, porque las tropas reales, con solo ver a Napoleón, uno de los jefes más queridos por sus soldados de todos los tiempos, se pasaron, de inmediato a sus filas.
Morosamente siguió Napoleón su marcha hacia París, con una lentitud soberbia, sin disparar un tiro, como si fuese un desfile triunfal, incluso con una larga detención en Grenoble, para charlar acerca de egiptología con Champollion, el descifrador de los jeroglíficos de la piedra de Rosetta, mientras sus seguidores crecían en número de militares y civiles.
Y he aquí, después de esta sumarísima noción de la saga napoleónica, el motivo de esta carta.
Los titulares de algunos diarios parisinos de esos días, dan cuenta del avance de Napoleón hacia la capital y reflejan la pusilanimidad de ciertos periodistas ante la aproximación del “caporal”, como solían llamarle sus soldados.
Los titulares crecen en obsecuencia a medida que se abrevia la distancia.
“El ogro desembarcó en Francia” —titularon el primer día, cuando Napoléon pisó suelo patrio—. “El usurpador avanza hacia París” —escribieron al día siguiente—. “Bonaparte ocupa Lyon”—lamentaron unos días después—. “Napoleón se aproxima a la capital” —publicaron la víspera de su llegada con un tono ya casi cariñoso—. Y finalmente: “Su Majestad entra hoy en París” —escribieron rezumando el sudor frío de un pánico tembloroso y genuflexo—.
La expresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner no tiene, por supuesto, punto de contacto ninguno con Napoleón Bonaparte, como no sea en algún ínfimo recoveco psicológico de delirio megalómano, explicable en un caso y ridículo en el otro.
Pero, en cambio, sí son idénticos los sórdidos reflejos de ciertos periodistas que dan volteretas en el aire con arreglo a la lejanía o la proximidad del personaje objeto de sus crónicas, al poder.
Todos hemos visto, en prensa y TV y escuchado en radio, a periodistas airados, denunciando con vehemencia los delitos cometidos —con semiplena prueba— por la expresidenta argentina. Hemos leído y escuchado sus encendidas diatribas condenatorias y sus anatemas definitivos. Los hemos visto lanzar sus acusaciones como rayos desde el Olimpo y dirigirse a cámaras en primerísimo plano, con miradas de basiliscos, diciendo a la expresidenta: “Le hablo a usted, señora…”.
Pero increíblemente, después de las primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO), ese simulacro de elecciones que prevé la legislación electoral argentina, en las cuales la Sra. Fernández de Kirchner, procesada en varias causas, obtuvo la mayoría a través del titiritesco candidato que ella maneja con los hilos invisibles de su poder, aquellos periodistas y sus paneles (así les llaman ahora a esos pupitres llenos de opinólogos), dieron una vuelta de carnero en el aire y arrancaron, exactamente, en sentido opuesto al que venían. A medida que la expresidenta vuelve a acercarse al poder (es factible que de nuevo lo retome) estos tramoyistas de la opinión, sin medir la vergüenza que suscitan, se dan vuelta como una media y proclaman que, acaso, la expresidenta no tuviese conocimiento de los actos de sus subalternos, los delitos fuesen solo malos entendidos, las acusaciones infundios, las malversaciones meras equivocaciones, y el enriquecimiento ilícito un espejismo creado por la oposición y los detractores.
El gran Napoleón, forjador fundamental de la Europa contemporánea y, diría, de la modernidad de todo el Occidente, murió en el ostracismo, exiliado en la Isla de Santa Elena, en el Atlántico, a 1.800 km de la costa africana, después de aquellos cien días de su segundo Imperio y su derrota final en Waterloo.
Cristina, forjadora de las últimas desgracias que aquejan a un país que supo estar a la vanguardia del continente y entre las 10 potencias principales del mundo unas décadas atrás, es probable que muera en el poder y la gloria, aplaudida por cronistas tránsfugas que, quizá, ya sepan hacia dónde dispararán en esta contingencia, pero que, en todo caso, no merecen nuestra menor atención.
Aquellos cronistas de los diarios parisinos de 1814 serán recordados por mucho tiempo, no obstante su cobardía, por la grandeza de Napoleón.
Los cronistas argentinos a que hacemos referencia (por supuesto no todos sino una abyecta minoría) y sus viles volteretas en contra primero y a favor después, de Cristina, serán olvidados mañana de mañana, si no antes, junto al diario arrugado y amarillento que dio cuenta de la peripecia de esa señora charlatana e inescrupulosa, que obtuvo el favor de su pueblo y que, en lugar de retribuirle con obras y realizaciones que propiciaran su desarrollo y el bien común, se dedicó a esquilmarlo, someterlo a la pobreza y sojuzgarlo en todo aspecto.
Álvaro Secondo Escandell
CI 1.174.509-9