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Se acerca una fecha que puede ser lo contrario a una noche de paz o de amor. La utopía de la familia reunida alrededor de la mesa con pan dulce y regalos es el espejo invertido de una distopía: la de los seres olvidados por la felicidad, aquellos sumidos en la soledad y la desgracia que viven la Navidad como una maldición.
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Para los adictos que merodean mi barrio (los vecinos los nombran con el neologismo “los pastabases”), para estos chicos y chicas convertidos en ancianos, la Noche Buena se transforma en Noche Mala.
Como ese día cierran oficinas y comercios, no pueden hacer su ronda habitual de “cuidacoches”, ni realizar su tarea de mendigo de antiquísima tradición. Los borrachos que frecuentan la Ciudad Vieja ya han cumplido su cuota en el Mercado del Puerto y desaparecen por la tarde. Los turistas se atrincheran en sus hoteles o en escasos restaurantes.
Si todas las calles de Montevideo están desoladas entre el atardecer y la madrugada de esa fecha mítica, las de la Ciudad Vieja estremecen la piel y el alma. Son trasegadas por seres humanos que desean y sufren. Sin duda una dosis de pasta base les daría bienestar. Pero esa noche su condición de persona devastada es de una evidencia tal que imagino que su conciencia, aunque obnubilada, lo gritará a voces.
Cuando llego tarde a mi casa y subo las altísimas escaleras de mármol de mi edificio, suelo espiar por un ventanuco la vereda de enfrente. Allí, en un bello zaguán ovalado de un edificio art-nouveau, hay unas mantas tiradas y dos o tres consumidores con su pipa. Al costado, bandejas con restos de comida o mendrugos de pan.
Los observo en la oscuridad. No enciendo la luz para que no me detecten. Yo estoy parapetada en una casa sólida y acogedora, pero son ellos los que me dan miedo.
No es miedo. Tampoco curiosidad. Ni siquiera me permito el lujo de una perversa fascinación por el abismo. Los observo azorada. Me pregunto: ¿cómo llegaron ellos ahí? ¿Por qué nadie los cuida? ¿Cómo puede ser que un Estado desbordante de leyes sociales los deje tirados en ese zaguán envenenándose noche a noche, haciéndolos cada día más delgados, más tontos, más inmorales, más inexorablemente enfermos?
Entonces le pregunto a un amigo abogado experto en derechos humanos: “Ey, decime, ¿por qué los laboratorios invierten en curar el cáncer o el sida, pero nadie cura la epidemia de las drogas?”.
Él no me contesta con palabras. Sólo hace un gesto: se frota el índice y el dedo pulgar. Guita, quiere decir. Asiento.
La escritora Rosa Montero me dijo que su generación, la de la movida madrileña, había sido diezmada por la heroína. Que sus amigos de aquel tiempo estaban muertos. “Fue un genocidio”, me confesó con amargura.
Y aquí se crean leyes, juntas, comisiones, se va a los liceos a dar charlas pueriles y flota la utópica idea de que la marihuana en las farmacias “disminuirá el daño”.
Pero en Noche Buena, una vez más, veré la distópica verdad del nudo de las drogas, que nos aprieta a la Humanidad y no nos suelta.