Nº 2106 - 14 al 20 de Enero de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLas grandes plataformas digitales —redes sociales— hace poco tiempo enfrentaron en un informe elaborado por un comité de la Cámara de Representantes de Estados Unidos cuestionamientos muy fuertes debido al abuso que hacen de su posición de poder. Pero si había alguna duda de ese tremendo poder, esta semana hicieron callar al supuestamente hombre más poderoso del mundo, el presidente de la mayor potencia mundial, Donald Trump. Hoy podríamos decir que Facebook, Twitter, Instagram y Snapchat lo pusieron en su lugar, borrando sus últimos videos en los que repudiaba el ataque al Capitolio, pero insistía en considerar la última elección un fraude. Y lo hicieron sin mediar ninguna ley ni orden judicial.
Pero el problema es que las garantías que ofrece la Constitución en Estados Unidos —como la nuestra—, que protege al ciudadano en su derecho a expresarse libremente, ya no importan, se empiezan a perder. Las que se presentaron en su momento como simples plataformas tecnológicas para el intercambio de ideas, hoy en día se adjudican —a raíz de su increíble crecimiento en materia de comunicación— la resolución de cuáles son las ideas que deben ser incluidas en las redes, sin consultar previamente con el Poder Judicial o con las autoridades pertinentes. Así como Trump fue obligado a callar, también lo deben hacer aquellos políticos y partidarios que simplemente copiaron lo que el presidente había publicado.
En estos días también el excandidato a presidente por el Partido Republicano, el libertario Ron Paul, fue bloqueado por Facebook por haber “violado sus estándares comunitarios”. En fútbol hablaríamos de reiteración de faltas, pero en este caso no resulta claro cuáles serían las faltas. Según algunas fuentes, el artículo de Paul que desbordó el vaso fue un comentario denunciando precisamente este tipo de medidas de bloqueo por parte del gigante de las redes. Los casos de bloqueo son muchos y de distinta índole —algunos por una supuesta moral que solo ellos manejan—, pero ahora se llegó a lo más alto.
Debido a que se trata del controversial Trump, la izquierda y una gran parte de los medios guardan un peligroso silencio. Es el momento de mirar más allá del interés partidario y pensar cómo se puede abordar este inmenso problema, que con el crecimiento tecnológico promete solo empeorar si no se establece la forma de que se respete la democracia y la libertad. Las sociedades han confiado algunos de sus derechos a determinadas formas de gobierno, y ese pacto no debe terminar arrastrado por la ambición de unos pocos.
Es verdad que son empresas privadas que tienen derecho a manejarse como lo deseen, pero también hay que tomar en cuenta que están apoyadas en internet, una plataforma en cierto sentido pública que no les pertenece y es imprescindible para hacer lo que hacen. Como señala la tesis doctoral del ingeniero Andreu Veá Bató, referencia de la legislación española, “es conveniente recordar que internet surge del triunfo de los sistemas abiertos y la consiguiente derrota de los sistemas propietarios de un único fabricante. Es el paradigma de la compatibilidad entre equipos y no hay ninguna entidad (ni académica, ni gubernamental, ni empresarial) que controle íntergramente la red, ni que la posea en propiedad, ni se declare responsable ante algún mal uso de la red por parte de terceros”.
También es cierto técnicamente que Trump podría tener su propia plataforma, pero el control de las redes existentes no dejan mucho espacio para un proyecto así.
Lo que vivimos en estos días puede ser considerado un nocaut a las instituciones, como la Presidencia de un país y también la Justicia, que son el pacto funcional de una sociedad democrática y libre. Las zonas grises son muchas, pero si esta es la forma en que las organizaciones piensan manejar su posición de poder, el problema es real.