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    Nuestro Sur es el Norte

    Joaquín Torres García en Nueva York

    Soles y barcos encajados en rectángulos y cuadrados. Relojes, triángulos y círculos, palabras sueltas y números. Otra vez barcos, peces, escaleras, anclas y figuras humanas trazadas con líneas rectas, como el esquema de un ser humano, apenas delineado en rasgos mínimos o esenciales. Así es la pintura más conocida y representativa de Joaquín Torres García (1874-1949), el gran maestro del arte nacional y una de las figuras más conocidas en el exterior. Torres es casi exclusivamente el embajador del arte uruguayo. El más pesado, el más notorio, el que permite vincular un lenguaje pictórico con un pequeñísimo mundo perdido en el Sur. O en el Norte, si se mira el continente al revés, como en su América invertida, publicada en Universalismo constructivo en 1944. El próximo domingo 25 de octubre se inaugura Joaquín Torres García: The Arcadian Modern, en el famoso Moma (Museo de Arte Moderno) de Nueva York, una de las exposiciones más importantes, completas y mediáticas del gran artista compatriota.

    Llega hasta el mismísimo centro artístico de Manhattan un envío de 190 obras provenientes de museos y colecciones privadas de varias partes del mundo. De Montevideo partieron tiempo atrás, obras y documentos del Museo Blanes y el MNAV y del propio Museo Torres García de la Ciudad Vieja, bien embalados, cuidados hasta el último detalle. Debe ser la exposición en el exterior más importante de un artista uruguayo. O la más cara. Hay allí millones de dólares en obras de todos los períodos del artista, un hombre que nació en Montevideo en el siglo XIX y luego de residir en Barcelona, París y pasar un par de años en Nueva York, volvió a su país a mediados de siglo XX para instalar su obra, teoría y enseñanza más audaces.

    Lejos de imitar, el arte debe construir un mundo de formas y geometrías, un mundo que pinte la aldea y desde allí el universo. El hombre es el centro de ese gran “círculo” que entendió como la figura más precisa para definir la vida. Y en el centro, la unidad más pura. Y el hombre que son todos los hombres, el hombre universal. La casa que es todas las casas, el reloj y los peces y los barcos y los trenes. No es difícil entender la obra y el espíritu de Torres García. Basta leer algunos párrafos de sus apuntes, cuadernos y cartas. Hay momentos de extrema sencillez y claridad, la misma a la que recurrirá cuando tenga que abrir las puertas de la vanguardia y alejarse de cualquier traspié imitativo de la naturaleza, cualquier desembarco en corrientes naturalistas o figurativas o como cuernos se llame.

    Es curioso cómo grandes artistas vuelven a la niñez cuando pasaron por todo, cuando buscaron en incontables rincones del arte. “Era en lo alto de la casa, bajo el techo en pendiente. (…) Pues allí había trazado con carbón, en la blanca pared, una casa de esas que dibujan todos los niños, y un barco, nada más. Nada más y mucho. Cuántas veces debía repetir el niño esos dibujos. (…) Se les vio después trazados con carbón o yeso, y eso fue el principio de… su actividad artística. Porque tras de esto vino el dibujar el reloj, el farol de la esquina de la casa y el ferrocarril y los carros, en fin, todo”. Lo dice el maestro en Historia de mi vida. Tal vez no sea estrictamente cierto, pero es definitivo para entender el trayecto y los fines del arte torresgarciano.

    En el Moma está todo o casi. Tanto que el transeúnte neoyorquino creerá ver algo de sí mismo en ese esquema fundamental de trazos y líneas donde cabe la vida. Hay una obra que marca su especial paso por la gran ciudad americana, donde estuvo entre 1920 y 1922. Allí se vinculó a artistas de peso y a figuras relevantes. Quedó impactado por lo que vio, el movimiento, los edificios, la gente yendo y viniendo, las vidrieras y ese cruce tan particular entre arte y consumo popular que reivindicó años después la creación neoyorquina. El uruguayo lo vio. Tanto que pintó, dibujó y delineó entre frases y retazos el fantástico mundo de la calle que tal impacto le provocó.

    Es que hay que ver la vida, la construcción de la vida o del hombre en términos de geometrías, olores, sonidos, ruidos. Y ver que detrás de todo está el incesante y permanente movimiento del universo, su misterio más profundo, entre líneas y medidas, entre caprichos rectos de la cultura, entre símbolos eternos, permanentes, históricos, arraigados a la conciencia de la humanidad. El universalismo constructivo en sus diferentes etapas. Desde aquel incipiente artista que dejaba huellas en las paredes de la infancia. Sus devaneos románticos, premodernistas, su aprendizaje entre las vanguardias históricas y el desembarco definitivo en el constructivismo. En ese marco, pinta y dibuja y diseña juguetes. Trabaja en lo que puede o lo que salga.

    Así vivió esos años con su prole de cinco hijos y su amada Manolita, hasta que vuelve a Europa, una vez más a pelear para vivir y sobrevivir de su arte. El extranjero que se detenga frente a algunos de los trabajos de Torres y no conozca Uruguay, pensará que este país es portuario, vive de cara al mar y al sol tan vital y arrasador. O que sobrevive un espíritu indigenista, sus grafismos, sus estructuras. No conoce la primavera uruguaya. En Torres no hay viento del sur, no hay desplazamientos o temporales, casi no hay cálidos y fríos. Sus tonos son especiales, sus colores casi personales, sus estructuras irrepetibles. Pero en algo tienen que ver país y artista. En algo el arte desnuda lo que ya existe, lo que late hasta que llega el creador. Y lo hace así, con ese estilo fijo, estático, primario, básico y objetivado más allá de cualquier circunstancia vital. Lo vio Torres en su magnífica esencialidad, en la síntesis de formas e imágenes, tonos y texturas que exprimió a este territorio. Inventó un país, lo rescató de su propia y difusa o inexistente identidad, del desconocimiento de sí mismo, de héroes y batallas inventadas.

    En algún momento hasta fue impiadoso con Uruguay. Lo había sido en comentarios personales a su colega Rafael Barradas. “¿Dónde está nuestro porvenir? En las grandes ciudades de Europa. Yo no creo en América Latina. Gente floja, apática, romántica. Sus concepciones se evaporan como el vino espumante, en burbujas de viento”. “¿Se acuerda usted del Uruguay? Qué lejos está aquello. Enterrado para siempre” (1919). Hubo una etapa en la que solo veía gauchos desagradecidos, pampa dura y árida. Sobre todo con su obra, como lo sintieron tantos creadores nacionales, entonces y después. Tal vez esa impiedad lo impulsó a crear esa realidad tan absoluta, tan abstracta y al mismo tiempo tan impregnada de sabor nacional desde el momento que la expone.

    Torres reinventó la modernidad nacional y lanzó la posta del histórico Blanes al cielo estrellado del paraíso perdido. Trasladó un pequeño país insignificante a la tierra del símbolo, a la proyección del encuentro con la esencia, lo despejó de banalidades y lo hizo dialogar con el mundo. Tanto que hoy su particular estilo y lenguaje perduran también como marca registrada, como carteles o pancartas, como diseño de una industria de uso y desuso. Es parte de su magia y de esa capacidad de dejar el arte en un punto muy difícil de alcanzar para otros, entre la belleza superior, el descubrimiento y la magia cotidiana que impulsa la representación abstracta y la identidad de todos.

    Hay quien sostiene que en cierto punto le hizo daño al arte nacional. Lo marcó demasiado, lo selló a fuego, lo impregnó para siempre de esa seña de identidad, apropiada de a poco por la banalidad. Otros, que ya fue suficiente con Torres y su influencia sobre generaciones. En parte es cierto. Una influencia que muy pocos lograron abatir, superar o dejar por el camino. Basta recorrer galerías y remates para darse cuenta del penoso influjo que provocó un estilo muy fácil de copiar y casi imposible de superar o lograr al menos en el vuelo artístico indispensable. Pero una cosa es indiscutible: hay momentos de la obra de Torres García que son memorables, de una belleza que duele. Eso solo lo logran los artistas imprescindibles. El Moma lo sabe.

    Joaquín Torres García: The Arcadian Modern. Hasta febrero en el Moma de Nueva York.