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    Pastor de aves negras en cielo tormentoso

    Obras maestras: Trigal con cuervos, de Van Gogh, a 125 años de su muerte

    “Parece que lo mataron, que no se suicidó”, dice un alemán totalmente seducido por la obra que tiene enfrente. Es un bellísimo autorretrato de Vincent van Gogh (Holanda 1853-Francia 1890). Es relativamente chico, pero preside el hall de ingreso al museo. Es impactante, su mirada penetrante, su rostro hundido y claro sobre fondo inundado de azul. Es un cuadro que impone respeto y genera silencio entre la multitud de turistas que se estrujan para verlo. Como si el señor del sombrero fuera a desaparecer en cualquier momento. O a gritar enfurecido. Impresiona la obra pero más el influjo que logra sobre las hordas malhumoradas que no pueden sacar fotos. Está prohibido. La gente se desespera. Pero el murmullo del malón se va apagando. La paradoja es que un loco ejerce una seducción imposible. Calma las masas, literalmente. Las convoca como ningún artista en el mundo. Las vuelve locas y al mismo tiempo las hipnotiza. Es que frente a algunos cuadros, todo pierde sentido. Hasta la propia ansiedad en sus múltiples manifestaciones. Solo queda la contemplación.

    Todo el mundo conoce a Van Gogh y sabe que sus cuadros valen millones de dólares y que vivió y murió muy pobre. A todo el mundo le gusta Van Gogh y disfruta de sus arremolinados cielos que abrazan campos amarillos. Es el artista más mediático y cotizado del mundo. Todos gozan del placer de mirar sus soles y disfrutan de relacionar su locura, o sus gestos arrebatados como su oreja cortada (en realidad fue un lóbulo) con una obra transgresora, modernísima, conmovedora. Todo puede ser cierto, como la nueva teoría sobre unos chicos del pueblo que salieron al campo con un arma y lo hirieron de muerte. Da lo mismo, accidente o suicidio, como se entendió hasta ahora. Lo cierto es que un 29 de julio murió Van Gogh, pintor extraordinario, con una vida conflictiva, paradigma del artista maldito, rechazado por la sociedad, expulsado del círculo de lo “correcto”. El “suicidado de la sociedad”, lo llamó Antonin Artaud, teórico del teatro vanguardista, otro genio desorbitado, lúcido.

    Pero nada de esto tendría sentido si no hubiera dejado un cuadro como Trigal con cuervos (1890), uno de sus últimos trabajos, colgado en el segundo piso del Museo Van Gogh en Amsterdam, que a través de la Fundación alberga la obra heredada por el hijo de Theo, su hermano menor tan amado. Theo murió seis meses después, mental y físicamente destruido por una sífilis. Por suerte, su esposa también compartía la admiración por la obra de Vincent y se dedicó a cuidar los dos legados, un mundo artístico construido no sin enorme sufrimiento. Un mundo que anunciaba los cambios sustanciales que traería el siglo XX.

    Todo quedó en manos de otro Vincent (Willem), su sobrino. Un almendro de nítida estirpe japonesa atestigua la alegría de su tío cuando nació (1890). Son ramas delicadas con flores livianas que parecen flotar en un suave viento celeste. Lo pintó y se lo regaló a su sobrino, luego heredero y, junto a su madre, abanderado de la obra que hoy reposa en el museo. Está cerca del Trigal con cuervos, ese cuadro que abre las puertas de la percepción y deja absolutamente inmóvil.

    Amarillos.

    El Museo está por abrir. Hay que ir temprano porque es uno de los más concurridos de Europa, algo inusual para un museo que ofrece la obra de un solo artista. Los turistas salen de un supermercado y se sientan a desayunar sobre el pasto del enorme parque, casi sin árboles. El pasto está sucio, parece mentira que sea Amsterdam, una ciudad modelo en muchos sentidos. Está llena de bicicletas, que casi atropellan al descuidado transeúnte que no conoce mucho las reglas. Cientos, miles de bicicletas, la mayoría estacionadas en la zona céntrica. Bicicletas y canales y barcazas con los visitantes madrugadores. Al fondo, el espectacular Rijkmuseum, el oficial, el que tiene a Rembrandt y la colección más pesada de arte flamenco. Del otro lado, el Stederlijk, con una publicitada exposición de Henri Matisse. Al costado, sin tanta pompa pero en un estilo moderno, el Museo Van Gogh. En la puerta, a las nueve de la mañana, hora de abrir, se amontonan multitudes. Una fila interminable. Antes eran los japoneses. Ahora los indios copan todo, con cámaras o celulares como lanzas en ristre prontas para la batalla. Adentro espera Van Gogh. Los comedores de papas (1885), sus autorretratos, sus obras oscuras, sus obras inundadas de luz, remolinos y soles enceguecidos. Allí esperan sus girasoles, sus campos y cielos, sus dibujos y cartas, su maravillosa etapa final, la del pueblito de Auvers-sur-Oise, cuando tuvo unos meses de respiro y creación febril, a mil por hora. En esa etapa llegó a pintar dos cuadros por día, a veces tres. Tenía 37 años y apenas siete u ocho de intensa creación artística.

    Antes, en su juventud, trabajó en una galería de arte con casas en Londres y París. Viajó y rápidamente fue expulsado de ese mundo. Un lugar que no le pertenecía. Su alma estaba ya encendida por aspiraciones metafísicas y entregas terrenales. Siguió el curso trazado por su padre e intentó ser pastor protestante. Su lucha se estableció entre la vida y la muerte, entre la salvación y la existencia llena de dolores y sufrimientos. Se instaló con los mineros belgas en una región oscura, azotada por la explotación y la miseria. Intentó entregarse al que más necesitaba, al punto que se fue a vivir con una prostituta embarazada, de tetas caídas y piel gastada, ya con una hija, golpeada por la vida. La dibujó, como dibujó y pintó ese mundo lejos de la luz y el color. A los campesinos, la gente humilde, sus objetos, sus casas. Usó marrones y colores sin vida, apagados, trazos imperceptibles y dolor y pesadumbre.

    Un día ella se marchó. Ya cerca de los 30 años, Van Gogh pasó su prédica al lienzo, a la búsqueda de la expresión divina a través del color y la naturaleza. El sol empezó a cegarlo, la pintura a atormentarlo, la búsqueda de la expresión más auténtica a destruirlo. En esos pocos años pasó mucha cosa. Se entreveró en el arte parisino del momento, conoció artistas de peso, quiso ser uno de ellos y se dejó seducir por algunas de las nuevas teorías del color. Adoptó el amarillo, el azul, el verde y empezó a manipular los pinceles de manera artísticamente neurótica. Conoció a Paul Gauguin. Cuando su amigo se fue a Bretaña, Van Gogh partió al sur, a la luminosa y cálida Provence.

    En Arlés retoma los girasoles que ya había empezado en París. Pretende decorar la casa “amarilla” con sus flores preferidas y prepararla para la llegada de su amigo, a quien había invitado con el fin de aunar potencialidad creativa. Sale al aire libre a pintar, de día y de noche. Pinta paisajes, árboles frutales, cielos, luces y personas deambulando o a la sombra de sus pensamientos. Siempre apoyado económicamente por su hermano Theo, que trabaja en París para la galería sucesora de la que había albergado a su hermano. La correspondencia se vuelve clave para entender la intensidad creativa de Van Gogh. Pelea por su derecho a ser, por conquistar su identidad como artista, por encontrar un refugio.

    La convivencia con Gauguin es muy difícil. Uno se imagina que no sería sencillo ni vivir ni competir con ninguno de los dos. Uno fuerte, de ánimo firme, seguro. El otro frágil, atormentado, excitado. El genio en un puño de uno y el otro, desatado, caótico, pero increíblemente productivo y misterioso. Nadie lo sabe, pero es probable que Gauguin sintiera el efecto Van Gogh en algún punto indeseable de su alma. La historia es conocida. Una noche se pelean y Gauguin se va a un hotel. Vuelve de mañana y encuentra a la Policía y el interior de la casa salpicado de sangre. Se va y no se ven más, aunque se escribirán algunas cartas en buen tono. Van Gogh se había ido a un burdel con su lóbulo envuelto, que le regaló a una prostituta. La chica se desmayó, no es para menos. El pintor al hospital, y poco después, a internarse. Era epiléptico, se supone bipolar, con fuertes depresiones. Hubo delirios persecutorios, mala alimentación, actitudes extrañas, vecinos con miedo del “pintor loco”.

    Azules.

    Le dijo a su hermano que estaba pintando “enormes extensiones de campos de trigo con cielos embravecidos”. Poco antes, Theo le comunicaba su intención de ajustar la economía, ya que había decidido cambiar su trabajo y comenzar por su cuenta. Vendía cuadros. Curiosamente, había logrado vender uno solo de su querido Vincent, hermano mayor al que tanto amaba. El cuadro permanece en el museo, como un testigo de la fiebre creativa que impulsó a Van Gogh en el pequeño y bucólico pueblito de Auvers- sur-Oise, a pocos kilómetros de París. Tal vez sea ese dato el que estremece.

    El cuadro es extremadamente sencillo. El amarillo del campo de trigo parece empujar el cielo hacia arriba, apretarlo contra el marco. El trigal no es cálido ni luminoso, ya tiene un tono levemente sombrío, la materia se amontona pesada hacia el horizonte y aleja un fondo más oscuro, una línea confusa donde la tierra y su cosecha parecen inquietarse por anuncios de tormenta. Tres surcos se alejan desde el espectador, tres trillos marrones bordeados de verde y peinados, como zanjas que se pierden en el corazón espeso de la pintura, donde todo se vuelve salvaje. La perspectiva permite intuir el anuncio de una tragedia. Allí aparece el cielo en remolinos claros metidos entre pinceladas desprolijas, apabullados por la oscuridad, por la pintura “embravecida”, por el azul intenso y cargado de presagios. No hay seres humanos, ni vida, salvo una bandada oscura de cuervos que surge de la profundidad de ese azul casi negro.

    De cerca, uno ve el trazo de cada uno. En realidad, son los cuervos los protagonistas de todo, los responsables de la tragedia. Los cuervos que llevaron a diferentes lecturas e interpretaciones. Tanto como el propio trigo o los campesinos con sus hoces. El propio autor llegó a interpretarlos en algún momento como la humanidad segada por la muerte. Esos cuervos, construidos cada uno por cuatros diminutos trazos negros de pincel, avanzan terribles sobre el campo aplastado por el viento. Es la muerte, el vacío existencial. “Intentaba expresar en ellos tristeza, extremada soledad”, escribe en ese último mes a su hermano y a su cuñada.

    A 125 años de su muerte, Holanda y Europa lo recuerdan con algunos gestos importantes. Exposiciones completísimas también en el Museo Krôller-Mûller de Otterlo, el otro museo holandés que guarda buena parte de su obra. Y en París y Arlés y Auvers, en cuyo cementerio se sostienen dos lápidas sencillas contra un muro de piedra. Allí están los Van Gogh, que son dos, no uno. Cada espectador elegirá su obra o el momento más creativo y logrado del artista. Pero nadie podrá evitar caer en el silencio de su formidable compromiso artístico. A pesar del bullicioso y cotizado éxito que marcó su muerte.