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Hace algunas semanas —pocas, en realidad— los seres más o menos pensantes de este país suspiramos hondo cuando nos enteramos de que “no había clima” en el Parlamento para impulsar la inconcebible “ley de talles”. De acuerdo con esta, si se aprobara (siempre se corre ese riesgo en el impredecible ámbito parlamentario), todos los orientales deberíamos pasar por un relevamiento antropométrico en virtud del cual todos los fabricantes o importadores de vestimentas deberían ofrecer a los comercios que venden ropa y estos deberían tener en stock todos los talles de tooodos los tamaños que le sirvan a toooda la gente.
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Ya se ha escrito mucho en varios medios acerca de este disparate jurídico-comercial, por lo que no vale la pena abundar más en los detalles.
Cuando ya habíamos recuperado el aire en los pulmones y creíamos que la sensatez había bajado a la Tierra, nos enteramos por El País del martes pasado (a página completa, faltaba más) que en diciembre del año pasado el Poder Ejecutivo, a través del Ministerio de Defensa Nacional, envió al Parlamento un proyecto de ley por el que se crea la Agencia Espacial Uruguaya. Otra vez nos fuimos a la estratósfera. El proyecto de ley, de 12 artículos, dice en su presentación que “las agencias espaciales son organismos gubernamentales que tienen como denominador común objetivos relacionados al espacio extraterrestre, su uso, exploración, explotación, a la investigación espacial y a todas las actividades relacionadas a ese ámbito”. En el articulado se expresa que “la Agencia Espacial tiene como objetivo dirigir, coordinar e implementar la política espacial de la República emanada de la Junta Nacional de Política Espacial y sus instrumentos conexos, así como la formulación del Plan Espacial Nacional, sus programas y proyectos dependientes”.
Cuando ustedes piensen que esto es uno de esos engendros administrativos que yo suelo inventar en estas columnas supuestamente de humor, recuerden que la columna lleva como título genérico No es broma, y vayan apuntando lo que sigue, tomado del texto de la futura ley. La agencia “estará integrada por un Consejo Directivo y un Consejo Asesor de Empresas, que se financiará mediante asignaciones presupuestales, préstamos o donaciones de organismos nacionales o internacionales, públicos o privados. Se considerarán actividades espaciales las que se realizan a una altitud de 100 kilómetros sobre el nivel del mar” (no explica por qué no a 153,5 o 275,8 kilómetros). “Dentro de ellas se incluye el lanzamiento de objetos al espacio ultraterrestre y su retorno, la explotación de un sitio de lanzamiento y de reingreso, el control de objetos espaciales en órbita, el diseño y la fabricación de vehículos espaciales y las actividades de investigación en el sector por parte de públicos o privados realizadas desde Uruguay”.
Tiembla la NASA.
Para estar a nivel con las actitudes y las costumbres nacionales en torno a este y a cualquier otro tema, el artículo de El País incluye los comentarios de una delegación de la Udelar en la Comisión de Defensa Nacional de la Cámara de Representantes en la que se analiza el proyecto, delegación integrada por profesores de las facultades de Ciencia, Ingeniería, Agronomía y Derecho, quienes (obviamente) objetaron que todo este maravilloso invento estuviera organizado por el gobierno cuando lo lógico (¿esperaban menos?) es que lo manejara la sociedad civil.
Como sea, ya estarán recibiendo currículums, postulaciones, propuestas y mensajes de sobrinos, nueras, correligionarios y demás voluntarios que aspiran de manera legítima a integrar los cuadros de esta nueva oficina pública. Me pregunto si, ya que están discutiendo la Rendición de Cuentas, no sería bueno que los legisladores aprovecharan para meter la ley de creación de la AEU en el articulado y ya de paso asignarle la mitad de los recursos destinados a salud mental a la financiación de esta imprescindible nueva entidad estatal tan útil como necesaria.
Y miren esta otra que les traigo hoy.
Un prestigioso estudio jurídico uruguayo publica con regularidad una newsletter en la que trata temas de interés profesional, pero que trascienden la temática puramente técnica. En su última edición, de esta semana, y bajo el título La borra del café incluye el texto que —con el permiso de los editores— incluyo a continuación. No necesita comentarios.
“Un escribano público (funcionario de una intendencia del interior) tomó un bollón de café soluble —ubicado en la oficina de la Secretaría Administrativa— a efectos de llevarlo a la oficina de la Asesoría Letrada, contigua a la primera. Cuando lo hacía, una funcionaria, testigo del episodio, indicó al escribano que debía dejar el bollón en su lugar; el escribano así lo hizo. Excepto que poco tiempo más tarde el bollón desapareció. La funcionaria denunció la sustracción del bollón de café, se abrió una investigación administrativa —sin que derivara en apertura de sumario—, y el procedimiento finalizó con una resolución del intendente que responsabilizó al escribano por todos los faltantes de café de la oficina (desde tiempos pretéritos) y una suspensión de siete días sin goce de sueldo. El escribano alegó la ausencia de prueba de los hechos denunciados e impugnó la decisión, que a su turno llegó a la órbita del Tribunal de lo Contencioso Administrativo (TCA). El tribunal fue categórico y le dio la razón al escribano: la investigación administrativa —pese a lo dictaminado por el instructor— no llegó a acreditar la comisión de la infracción imputada al funcionario y en consecuencia se imponía la anulación del acto impugnado por error en sus motivos. En opinión del tribunal, ninguna de las declaraciones de los testigos que comparecieron en el procedimiento administrativo (citadas textualmente) habían expresado haber visto o presenciado las faltas imputadas: uno dijo que ‘se manejaba una posibilidad que pudiera ser él, pero yo no tengo evidencia. (…)’; otro afirmó que tomó conocimiento de los hechos 3 o 4 días después, otra dijo ‘haber visto a M’ (el escribano) ‘en algunas oportunidades abriendo la puerta del costado’. En suma: ninguna prueba presencial y directa. El tribunal remató expresando que no surgía probado que “la falta que se le imputa pudiera calificarse de flagrante: se trató de una conducta absolutamente menor, que podía tener explicación si no justificación. (…) Y en todo caso, no se constató la comisión de la falta que habilitaba la imputación de responsabilidad sin sumario”.
Cabe agregar que la disputa, en un expediente de un centenar de fojas, insumió más de cinco años.
Muchas veces mis amigos me preguntan de dónde saco los temas de mis columnas, y yo les digo que no tengo más que mirar cómo la realidad supera la ficción…