N° 2051 - 19 al 25 de Diciembre de 2019
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Voy por una avenida que viene del puerto en una ciudad de España. En sentido contrario vienen tres hombres que ya no son jóvenes, que llevan trajes negros de lana en una ciudad con 30 grados, que tienen las caras curtidas. Van aferrados a sus valijas pesadas y viejas, sin rueditas, cargan bultos envueltos en arpillera. Caminan, imagino, desde el barco que los trajo de su tierra, ese sitio que puede estar en Cercano Oriente o en el norte de África. Los veo venir en un mediodía tórrido, sudorosos y adustos, pienso que Alí o Abdulah les reservó un cuarto en su pensión, que mañana comenzarán a trabajar en el almacén de Mustafá o de Husein, venderán cerveza por las calles, trabajarán el tiempo que no duerman, como Amed, el que me vende los tomates, que solo cierra de 2 a 7 de la mañana.
Tres hombres que llegan al sueño europeo cargando con sus valijas y sus sueños, que hoy desembarcan como argelinos o marroquíes o tunecinos o sirios, y que tal vez todavía no sepan que en pocos días apenas serán moros.
Moro, o sea una persona que vino del continente negro y que no es negro, o que vino de Oriente pero no es chino. Alguien de orígenes geográfica y étnicamente difusos, pero que al pisar tierra española queda sólidamente encadenado a los prejuicios, incluso a la condena social por ser eso: moro.
En España arreglan los caños o la pantalla del celular o el revoque de la pared, venden la verdura en sus pequeños almacenes de barrio, cerveza por la calle, comida barata. Todo bajo una capa de desconfianza, porque con el moro se invierte la carga de la prueba: es culpable hasta que demuestre lo contrario.
Giro la cabeza y veo alejarse a los tres hombres, en mi uruguaya ignorancia elijo llamarlos argelinos o marroquíes o tunecinos o sirios, pero sé que desde hoy se llamarán moros. Una palabra inflexible y definitiva, que pesa como una lápida.
II
Ahora es Francia, es un lugar que fue cruce de caminos de razas y religiones, que hoy recibe a jubilados ingleses, a inmigrantes islámicos, a trabajadores polacos o ecuatorianos. Hagamos zoom en este pueblo silencioso y detenido en el tiempo donde la gente deja las bicicletas en la calle frente a sus casas, sin cadena, sin candado, apoyadas sobre la columna.
Sin embargo.
No deje la puerta abierta, me advierte la dueña de la casa que al abrirme corrió tres llaves, tenga cuidado con la seguridad, cierre siempre los postigos. Yo la miro en silencio, estupefacta, reclamo una aclaración. Los gitanos, dice, cuando llegan los gitanos hay que cerrar todo, guardar las herramientas del jardín y las sillas, entrar a los perros. Se llevan todo.
Le pregunto si alguna vez le han robado; sacude la cabeza, me dice que no a ella pero que le han contado, que otras personas dicen que son de cuidado, gente sin códigos: todos ladrones. Argumenta, dice que en algunos países de Europa los niños gitanos son enviados a escuelas especiales. Yo la miro con desconfianza, cuando se va busco en Internet. Abro una y otra página, leo: es peor de lo que imaginaba. Los niños gitanos comparten clases con alumnos discapacitados, otros van a escuelas segregadas, todos viven en barrios o pueblos separados del resto de la población en un régimen de apartheid. Eso sucede en República Checa, en Rumania, Eslovaquia, Eslovenia y Bulgaria.
Cuando cierro la pantalla pienso que en esta Europa hay gente que deja a Hitler a la altura de un resfrío de verano.
III
En el silencio de la calle montevideana este lugar destaca como un forúnculo.
Es un sábado a las 11 de la mañana, es la Ciudad Vieja, estoy frente a una casa antigua y medio decrépita donde funciona una de las muchas asociaciones que hoy nuclean a inmigrantes que llegan de América Latina.
De adentro sale olor a fritanga, risas y gritos de jolgorio, ruido de reguetón. Afuera hay un gentío en torno a la puerta, cajas y cajas con colores de deliveries impiden el paso. Todos hablan fuerte y con acentos marcados, marcadamente diferentes al nuestro, esos cantitos que los del Sur llamamos caribe. Venga de Venezuela, Colombia, Cuba o Dominicana, siempre será acento caribe.
Me acerco cargada con bolsas de ropa y frazadas y juguetes, con amabilidad extrema (con amabilidad extranjera, casi digo) me ayudan a sortear las Rappi y las Uber Eat y las Pedidosya, me cargan las bolsas, me abren la puerta, entro a la casa que funciona como club social, como escuela, como restaurante bailable. Porque en el primer ambiente se come y se baila aunque sean las 11 de la mañana, en el de al lado se dan clases, y en una piecita del frente se clasifican las donaciones. Todas las habitaciones son chicas o eso parece, porque hay mucha, muchísima gente: negros, mulatos, blancos o rostros aindiados que bailan cumbia o reguetón o salsa, que toman clases de alfabetización digital o de ajedrez, que trabajan con las donaciones que les acercan. O que simplemente hablan, sociabilizan con otras personas tan extranjeras como ellos.
Recorro, escucho, hablo con este y con aquel, una mujer me pide abrigo para sus hijos o ropa de cama, acá es difícil y allá tuvimos que dejar todo, me explica inútilmente porque lleva escrito en la cara que tuvieron que dejar todo.
Se acerca otra que es negra y gorda, acá es difícil porque hace mucho frío, acá es difícil porque la gente es muy cerrada, me dice en ese orden y a medida que calienta la lengua. También me pide ropa y utensilios de cocina. Vienen otros, la ronda se amplía y la lista de las dificultades con las que dicen enfrentarse crece a medida que toman confianza: salarios menores, horarios extensos, trabajo en negro, alquileres inaccesibles, todo por ser inmigrantes. La tensión crece, el reguetón se escucha más fuerte o a mí me parece que se escucha más fuerte.
Acá es difícil, creen que venimos a sacarles el trabajo, dice un muchacho joven de lentes.
Acá es difícil, no quieren alquilarnos, dice la mujer que tuvo que dejarlo todo.
Acá es difícil, nos explotan, tenemos que aceptar menos dinero por el mismo trabajo, dice la que es negra y gorda.
Yo los escucho y pienso en otros, en tantos inmigrantes de tantos países. La música se extingue, por un momento se hace el silencio.
La mujer negra y el joven de lentes se miran, miran a los otros, finalmente alguien habla y dice lo que todos piensan: acá es difícil porque hay racismo.
Siento que se abre un abismo, siento que estamos en la cuerda floja.