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    Rivera y los charrúas

    Sr. Director:

    Hay muchos historiadores uruguayos —profesionales o aficionados— que dedican buena parte de su tiempo a acumular dicterios contra el general Fructuoso Rivera. Quien, hay que reconocer, no solamente hizo algunas buenas cosas por su patria, sino que también dio buenos motivos a sus críticos. Bien dijo el maestro Guillermo Vázquez Franco: “Rivera era exactamente ese tipo de hombre al que yo nunca compraría un auto usado”. Alguna parte de esos críticos —no todos— actúan notoriamente movidos por incentivos de corte partidario político. Y ahora hasta ha aparecido alguno que afirma, categóricamente, que Rivera debe ser desplazado de su sitial entre los denominados héroes nacionales uruguayos. Me refiero al último y muy elogiable libro del historiador Diego Bracco. Quien reitera tal afirmación en reciente entrevista en este semanario.

    Así es que se dedican a acumular páginas (y, algunos, a destilar odios políticos) sobre la eliminación de los charrúas. Que no fue exactamente tal cosa (ni se podría imputar exclusivamente a Rivera algo que fue un proceso de muchos años y mucha gente). Pues lo que se buscaba eliminar —y se eliminó— no fue una raza (o etnia, o nación, o como se le quiera llamar) sino un estilo de vida: las tolderías salvajes y trashumantes. En las que había, sí, charrúas, pero ya en aquellos años eran minoritarios. Porque buena parte de los habitantes de las escasas tolderías remanentes (me refiero a los años de Salsipuedes) estaba integrada por minuanes. Pues estos, para esa época, y por meras razones de supervivencia, habían cancelado su antiguo antagonismo con los charrúas: recordemos la batalla del Yí en el año 1702. Y otra parte, no pequeña, estaba integrada por fugitivos de la Justicia o de la esclavitud, o desertores de las Fuerzas Armadas (criollas, portuguesas, brasileras o españolas). Por algo el historiador jesuita padre Lozano las denominaba “la Ginebra americana”. Porque era donde se refugiaban los que tenían que escapar de la dura mano de la Justicia. Las peripecias de Martín Fierro y el sargento Cruz también se daban en la Banda Oriental.

    Se olvidan, también, de que toda la sociedad oriental estaba por la eliminación de las tolderías, hartos de la depredación infame y la inseguridad absoluta que esa gente esparcía por buena parte de la campaña oriental (no toda). También el general Juan Antonio Lavalleja estaba por la eliminación de las tolderías (y sus habitantes). Y no logro escuchar a quienes, por tal motivo, quieran también sacarlo del podio.

    Si hay algo de lo cual no tengo dudas es que, si a los actuales admiradores o defensores de los charrúas les hubieran raptado la madre, la esposa o la hija, para hacerles vivir el horrendo cautiverio que, como tantas otras, sufrió Isabel Franco..., serían cualquier cosa menos “charruístas”.

    A caballo de ese vendaval de rencores, algunos historiadores (profesionales o aficionados) han hecho hincapié en la conocida carta que Fructuoso Rivera envió el 13 de junio de 1820 al caudillo entrerriano Francisco Ramírez.

    Y con fruición enseñan que el malvado “Frutos” quería matar al general José Artigas.

    Creo que un evidente sesgo interpretativo les hizo una mala jugada y los llevó a leer mal la referida carta.

    Ya era extraño que el general Rivera abrigara semejantes sentimientos con respecto al hombre que, durante su segunda presidencia, fue objeto de sus afanes para lograr que volviera al país. A ese país que ya no era su Banda Oriental, integrante de una misma nación con “las demás provincias argentinas”, como se afirma categóricamente en la segunda ley de agosto de 1825 y como lo enunciaba Artigas, en forma igualmente rotunda, en la Oración Inaugural del Congreso de Tres Cruces.

    La cuestión, a mi entender, pasa por recordar —como hace siempre el historiador Gerardo Caetano, que ha dedicado mucho y atinado esfuerzo a ese tema— que “las palabras también tienen historia”.

    Y por eso es siempre necesario atender, cuando de examinar el pasado se trata, a la sabia sugerencia que nos hacía el profesor Alberto Zum Felde:

    Los escritores uruguayos que han estudiado los sucesos de aquellos primordios nacionales han padecido, en general, de un error de criterio muy explicable, al juzgar las ideas de los hombres de entonces según los conceptos propios de la época posterior en que han escrito.

    Los detractores del general Rivera leyeron la famosa carta. Y leyeron “matar”. Pero en la carta no aparece ese vocablo. Ni, seguramente, Rivera pensaba en eso.

    Porque es cierto que el vocablo ultimar se utiliza actualmente —y desde hace buen tiempo— como sinónimo de matar. Pero eso no sucedía en el tiempo en que se escribió aquella carta. Como nos informa el Diccionario de Autoridades de la RAE:

    “Ultimar. v. a. Poner fin, o acabar alguna cosa. Es formado del nombre último”.

    Es recién en el diccionario del año 1880 en que aparece el significado de ultimar como sinónimo de matar.

    Y es sabido —alcanza con leer el delicioso pasaje del poeta romano Horacio que suele aparecer en el prólogo de los diccionarios de la Real Academia Española— que esos diccionarios se dedican, y parcialmente se limitan, a describir el uso que la población hispanoparlante hace de las palabras de su idioma.

    Y en ese aspecto sí tengo que admitir que el general Rivera era bastante antiartiguista. Y por eso quería poner fin o destruir o acabar con su “sistema”. Que había conducido a la ruina y desolación de la Banda Oriental y de algunas de las provincias hermanas. Y que culminó con la separación de la Banda Oriental del conjunto de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Por obra de ingleses y brasileños, que poco más tuvieron que hacer para concretar la disociación nacional, aprovechando el contexto de destrucción que había llevado a cabo el sistema artiguista. También antiartiguista era Juan Antonio Lavalleja, que declaró públicamente que compararlo con Artigas le resultaba ofensivo (y no por eso fue tachado de traidor). Sin olvidar que también sirvió en el ejército portugués, sin que por eso haya sido nunca tachado de traidor. Pues no lo fueron. Como tampoco lo habían sido antes Manuel Oribe y Rufino Bauzá cuando desertaron de las fuerzas artiguistas en el año 1817. No eran traidores, sino hombres que se habían convencido de que Artigas llevaba la Banda Oriental al desastre. Por cierto, no se equivocaron en el pronóstico.

    Rivera quería terminar con un sistema y con su caudillo (no asesinándolo, sino haciéndolo huir al Paraguay, donde sabía que Gaspar Rodríguez de Francia no lo podía recibir sino con hostilidad y renuencia, por más que le fuera muy claro que tendría que disimular todo eso por el enorme prestigio del que merecidamente gozaba Artigas entre la población guaraní). Al fin de cuentas, no creo que Francia se hubiera olvidado tan pronto de que habían sido las tropas artigueñas las que lo habían expulsado de Candelaria en marzo de 1815. Y no con buenos modales, sino a los tiros.

    Y por eso Rivera ofrecía su apoyo al caudillo de Entre Ríos. Y por eso se plegó —para no morir inútilmente en el intento de escapar a ese destino— a la fuerza portuguesa.

    Pero siempre manteniendo viva la esperanza de la expulsión de los invasores y del reintegro de la Banda Oriental al seno de las Provincias Unidas. Esas a las que la Asamblea de Florida se declaró “unidas con las demás Provincias Argentinas, a que siempre perteneció por los vínculos más sagrados que el mundo conoce”.

    Es decir, la misma idea expuesta por Artigas en Tres Cruces: “Esto ni por asomo se acerca a una separación nacional”. O por su secretario Miguel Barreiro: “Nunca puede darse a la disidencia (de Artigas con el Directorio de Buenos Aires) otro carácter que el de accidental. Siendo claro que jamás nosotros (los orientales) podríamos caer en el delirio de querer constituir solos una nación”.

    En ese objetivo, Rivera siguió siempre la orientación de José Artigas: unidos a las provincias hermanas, pero no subordinados a los mandones prepotentes de Buenos Aires. Y por eso Artigas se fue a buscar apoyos al Paraguay de Rodríguez de Francia (que buenas razones tenía para no quererlo demasiado y para no apoyarlo en modo alguno) y nada más pudo hacer por su patria. Y con ese mismo objetivo, pero midiendo mejor sus fuerzas y sus posibilidades, Rivera pactó con el invasor portugués. Coincidencia en los fines, discrepancia en los medios.

    Pero solamente para volcarse, cuando llegó el momento adecuado, hacia la lucha frontal contra el invasor. Que nunca hubiera sido derrotado sin el apoyo de Fructuoso Rivera a la Cruzada Libertadora, pues era a él a quien seguía toda la población rural de la Banda Oriental. A Frutos, no a Juan Antonio.

    Si no hubiera sido por la visión de Rivera, hoy estábamos todos hablando en portugués. También, obviamente, los que hoy nos dicen que debe ser eliminado del podio de los héroes nacionales. Tal vez ese idioma les guste más que el castellano…

    Sabio y astuto fue Rivera al pactar con los invasores. Y sabio también cuando comprendió que el proyecto artiguista lo único que había conseguido era la ruina de su provincia y de la región.

    Pero de terminar con su “sistema” a matarlo o asesinarlo, hay mucha distancia.

    Y no parece razonable bajar de su pedestal a quien nos salvó de formar parte del Imperio. Algo que mucho le agradezco, pues siempre fui admirador de la sentencia de Musset que tanto gustaba a Luis Alberto de Herrera: “Mi vaso es pequeño, pero yo bebo en mi vaso”.

    El tema da para bastante más. Porque si hay algo que es cierto es aquello que enseñaba el genial Francesco Carnelutti: “Las puertas de la mente solo se abren desde adentro”. Nos está vedado conocer el verdadero y preciso pensamiento de Fructuoso Rivera. Pero sí podemos efectuar firmes deducciones al examinar su sostenido comportamiento desde que, muy joven, se integró a las fuerzas artiguistas hasta que llegó a la presidencia de la República. Período en el que, a mi modesto entender, alcanzó esa no muy precisa categoría que denominamos “héroes nacionales”. Desde esa etapa en adelante, su trayectoria no fue tan loable. No estaba preparado para esas funciones. No era hombre para estar al frente de un gobierno. Era otra cosa muy distinta. Pero los errores y desvíos posteriores a su asunción a la presidencia no logran empañar sus méritos anteriores. Que justifican que le dejemos descansar en el podio en que fue ubicado con muy buenas razones.

    Enrique Sayagués Areco

    CI 910.722-5