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    Su profesión: actor

    James Caan (1940-2022): carisma y temperamento

    “Mirá cómo masacraron a mi muchacho”. La frase, de Vito Corleone, le pertenece a Marlon Brando, a su ceño fruncido, a sus cachetes rellenos y a sus ojos tristes que, refugiados en la oscuridad, esconden el dolor de cualquiera que vea El padrino por primera o enésima vez. Mataron a Sonny. A Santino. Lo acribillaron. Se deshicieron del primogénito, del revoltoso, del impaciente. El hijo que estaba demasiado cerca de los negocios de la familia como para llevarlos al futuro sin crimen que el Don anhelaba. El hijo que no dudó en actuar en defensa de su hermana Connie, víctima de violencia doméstica, para luego caer en la trampa de sus rivales. El hijo que el actor James Caan personificó. Con él se ganó una nominación al Oscar y el salto a una carrera estruendosa, con altibajos, pero que, a fin de cuentas, será igual que la despedida de Sonny: recordada hasta el día de hoy.

    James Caan murió el miércoles 8 a los 82 años de edad, según lo informó su familia en un comunicado publicado en Twitter. Como en otros adioses dentro de su profesión, los mensajes y condolencias para Caan se transformaron en un torrente de imágenes; una filmografía de más de cinco décadas resumida en una catarata de reminiscencias. El resumen de la vida de un actor celebrado por sus papeles temperamentales, temido por su bravura fuera de cámara y aplaudido por su dominio (¿humorístico?) de una red social como Twitter, en donde sacó a relucir su pasaje por Hollywood con recuerdos y una frase infaltable en cada una de sus publicaciones: End of tweet (Final del tuit).

    El principio de Caan ocurre en 1940 en el Bronx, Nueva York, donde nace dentro de una familia de inmigrantes judíos de origen alemán. Estudió en la Universidad de Michigan y de allí volvió con su pasión por el fútbol americano y el desarrollo de unos hombros y una espalda que le darían un porte amenazante en cada escena que lo tuviera en cuadro. Un cambio de universidad también lo llevó a un cambio de vida. Conoció a Francis Ford Coppola en la Universidad Hofstra de Nueva York y también comenzó su gusto por la actuación. No se graduó pero comenzó a actuar en obras de la escena teatral independiente. Luego vino Broadway y después una serie de papeles en la televisión, casi siempre como un joven delincuente.

    La primera vez que se lo vio en cine en Uruguay fue en 1964, con el estreno de Irma la dulce, de Billy Wilder. Tenía un papel, sin crédito, como un marino con una radio, caminando atento a un partido de béisbol mientras se dirige a un burdel parisino.

    Posterior a El padrino, y una breve aparición en El padrino II, como parte de un flashback, Caan le sacó jugo a la década de los setenta. Agarró fama y, sobre todo, fue cada vez más prolífico. Protagonizó Los cobardes viven bien, Funny Lady, Rollerball, El jugador, Compañeros, Aristócratas del crimen, La banda de la mala pata, Otro hombre otra mujer, Lo que el oeste se llevó y Llega un jinete. En todas ellas tenía un rol protagonista y en la mayoría su aire de tipo duro afloraba como la virtud más reconocible. Pero Caan no demoró en demostrar la humanidad que era capaz de esconder debajo de la furia. Lo hizo, en especial, en Mi profesión: ladrón, la película que tendría su actuación personal favorita.

    Taladros y diamantes

    Permitan que el director Michael Mann introduzca a un personaje solo como él sabe hacerlo.

    La lluvia cae en Chicago en una noche fría. Los ochenta ya llegaron y la música, a cargo de Tangerine Dream, nos lo hace saber con unos sintetizadores responsables de una tonada futurista que refuerza el resguardo de las luces de una calle decadente. Un hombre, alto, introduce sus manos en su chaqueta y se sube a un Mercedes Benz con destino desconocido.

    Cuando lo reencontramos, ya se ha puesto manos a las obra. De mameluco azul y gafas protectoras, carga con un taladro de un tamaño que asusta. Debe ser el más práctico, suponemos, a la hora de robar una caja fuerte.

    Con el inicio de Ladrón, estamos ante la obra de dos cirujanos. El primero es Mann, quien elabora una secuencia de robos majestuosa, con especial atención a la interacción de los elementos en una serie de planos cerrados. Toda textura tiene peso en el cine de Mann, uno centrado en el efecto del tacto. Vemos al metal contra el metal, el polvo contra el piso, el saqueador a centímetros de su futuro tesoro. La secuencia trata a un atraco como una cirugía a corazón abierto. El tiempo apremia y cada herramienta, y su movimiento, cuenta.

    El segundo maestro es Frank, el personaje de Caan. Frank no tiene apellido pero sí un código de honor. Frank es un ladrón profesional y uno jodidamente bueno en su trabajo. Con un negocio de venta de autos y un bar ha logrado la fachada necesaria para vivir su doble vida. Pero antes de abandonar al hampa del todo y sentar cabeza de una vez por todas, Frank se ve obligado a un último robo.

    Ladrón es la primera película para cine de Mann, director de Fuego contra fuego y El informante. Su impronta estética anclada en los peligros de la noche y sus interrogantes en torno a las vidas al borde de la ley están impregnadas en toda la película, a la que llegó tras trabajar de manera ardua en la televisión. Con 36 años, Mann ya contaba con el éxito suficiente como para liderar su desembarco en la gran pantalla. Sabía que él era un director solicitado, por lo que decidió buscar a su primer protagonista por su cuenta.

    Un día, casi una década después de su nominación al Oscar por El padrino, James Caan regresó a su camerino de una de sus filmaciones para encontrarse con una visita inesperada. Michael Mann tenía una oferta que el actor, según lo esperaba el director, no podría rechazar: la oportunidad de volver a interpretar a un protagonista complejo; un exconvicto con arrepentimientos y anhelos. Un tipo obsesivo, decidido, algo excéntrico dispuesto a todo menos a fallar.

    Lentamente, adentrarse en la piel de Frank comenzó a tener consecuencias en la vida de Caan. Sus problemas personales, en especial aquellos alrededor de su exesposa, tomaron una dimensión más grande. Según el actor, el dolor existencial de Frank cruzó los límites de la ficción y se adentró en él. Durante un buen tiempo, incluso, se rehusó a ver la película. No podía creer el vacío que encontraba en sus propios ojos, convertidos en los de un criminal y asesino. “Me metí tanto en el personaje que podía ver a la gente alejarse de mí”, dijo Caan a la revista Rolling Stone en 1981, en plena filmación de Ladrón.

    Hay mucho por odiar en Frank, pero no deja de ser un personaje heroico, y Mann explora su dualidad desde el primer momento. A la secuencia de robo inicial le sigue un encuentro al alba con un pescador para compartir un café y un tentempié mientras la ciudad se despierta. Otro vistazo a las verdaderas emociones de Frank se ve más adelante, cuando Frank intenta hacer de las suyas en una agencia de adopción. Cualquiera de esas escenas es prueba de que Caan tenía pleno dominio de su personificación en alguien capaz de raptar a una habitación con sus gritos, antes de morderse el puño para no romper el llanto.

    En los años siguientes, Caan afrontaría varios demonios personales, incluyendo una adicción a la cocaína que frenaría su carrera durante gran parte de los ochenta. Con Misery, en la que interpretó a un escritor atormentado por una inolvidable Kathy Bates, retomaría las riendas de su carrera de cara en los noventa y seguiría actuando hasta el final.

    Ante su muerte, Michael Mann describió a su actor como pocos, con palabras de alguien que pudo ver más allá de la máscara que todo actor de la talla de Caan tiene que portar. “Llegó al centro de su ser durante momentos personales muy difíciles para convertirse en el niño rebelde, medio salvaje y marginado Frank, en mi primera película. Frank es mitad Frank, mitad Jimmy”, dijo el cineasta en un tributo dedicado a Caan. “El personaje y el hombre, como su Sonny en El padrino, fueron hechos el uno para el otro. Único. Qué pérdida”.