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    Sudor, soledad y agonía en Jefferson

    Arte eterno XVII: William Faulkner y los cuentos pueblerinos, a 50 años de su muerte

    Fue contrabandista de ron, bombero, pintor de brocha gorda en una fábrica y cartero en la Universidad de Oxford, Mississippi, pero como leía las revistas que tenía que repartir antes de entregarlas, lo echaron muy pronto. Posiblemente William Faulkner revivió sus trabajos de juventud cuando respondió en 1956 en una entrevista con “Paris Review”: “El buen arte puede ser producido por ladrones, contrabandistas de licores o cuatreros”. En ese momento ya había ganado el Premio Nobel de Literatura y era reconocido como uno de los mayores innovadores de la narrativa anglosajona del siglo XX. Sin embargo, seguía siendo un sureño solitario, un tanto hosco y callado que no necesitaba otra cosa para escribir que “papel, tabaco, comida y un poco de whisky”. Aunque lo de “un poco” de whisky no se lo creía ni el periodista ni el entrevistado. Y allí estaba su historia de escritor alcohólico para desmentirlo.

    Había nacido en 1897 en New Albany y su verdadero apellido era “Falkner”, pero en su juventud decidió cambiarlo, al parecer a partir de un error de registro cuando ingresó como piloto para pelear en la I Guerra Mundial. Si bien vivió en otras ciudades de su país y en Europa, siempre volvió al sur de los Estados Unidos. Falleció en Oxford hace 50 años, el 6 de julio de 1962, de una trombosis coronaria.

    Su carrera literaria había comenzado en 1920 en Nueva Orleans, donde conoció al escritor Sherwood Anderson, quien le ayudó a encontrar un editor para su primera novela, “La paga de los soldados” (1926). Luego pasó una temporada viajando por Europa, y a su regreso comenzó a escribir las narraciones ambientadas en el condado ficticio de Yoknapatawpha (inspirado en el condado real de Lafayette). La primera fue “Sartoris” (1929), en la que identificó al protagonista con su propio bisabuelo, William Cuthbert Falkner, soldado, político, constructor ferroviario y escritor. Después apareció “El sonido y la furia”, que confirmó su madurez como escritor. “Con ‘Sartoris’ descubrí que mi propia parcela de suelo natal era digna para que se escribiera acerca de ella y que yo nunca viviría lo suficiente para agotarla”, explicó en la entrevista con “Paris Review”.

    La única novela de Faulkner que inicialmente tuvo éxito comercial fue “Sartoris”, y sus títulos estaban olvidados en los depósitos cuando en 1950 ganó el Nobel. Fue entonces que los libreros repusieron en los escaparates sus obras maestras: “¡Absalón, Absalón!”, “Mientras agonizo”, “Luz de agosto“ o “Las palmeras salvajes”. Considerado el escritor modernista norteamericano de los años 30, Faulkner no era un autor accesible por la complejidad de su estilo narrativo, construido con frases largas, multiplicidad de narradores y de saltos temporales. Más cercano a la línea experimental de escritores europeos como James Joyce o Virginia Woolf, se alejaba de la literatura ágil, concisa y periodística de Ernest Hemingway, de mayor llegada a los lectores.

    Varios escritores sudamericanos de la segunda mitad del siglo XX han admitido la influencia de Faulkner en sus obras. Allí está la Santa María de Juan Carlos Onetti o el Macondo de Gabriel García Márquez para comprobarlo.

    “Yo no pago impuestos ”

    Dos meses antes de recibir el Nobel, Faulkner había publicado “Cuentos reunidos”, un libro de relatos que el propio autor se había encargado de seleccionar y organizar. La antología no abarca toda su producción cuentística, pero contiene los que consideraba mejores. Faulkner no estaba conforme con los relatos que había escrito porque consideraba al cuento y la poesía como los géneros más exigentes. Y él era un escritor exigente.

    La crítica tampoco había sido elogiosa con sus relatos, pues los había catalogado como narraciones menores. Sin embargo, en muchos de ellos está el origen de sus futuras novelas. Es que la obra de Faulkner se puede leer como un todo que recrea la vida del sur de Estados Unidos después de la guerra civil.

    En el prólogo a la edición en español de “Cuentos reunidos” (Alfaguara, 2010), Miguel Martínez-Lage señala que los relatos son “una puerta de acceso perfecta al universo Faulkner, al tiempo que son muy a menudo perlas de especial rareza para el conocedor de ese ancho mundo que se centra en el condado de Yoknapatawpha, pero que muchas veces se extiende más allá de las fronteras de ese terruño del tamaño, según dijo él mismo, de ‘un sello de correos’”.

    La antología agrupa los cuentos según el territorio en el que se ambientan. Así aparecen relatos del campo, la ciudad, el pueblo, las tierras baldías o las tierras inexploradas. En Jefferson, dentro del condado de Yoknapatawpha, se ubican los cuentos pueblerinos. Por ellos transitan hombres blancos que resuelven los problemas del pueblo en la barbería y hombres negros humildes que son despreciados y muchas veces culpados de crímenes no cometidos. Y están las mujeres, casi siempre frustradas en sus deseos amorosos y sexuales, sometidas, a veces resentidas y siempre solitarias.

    El conjunto de cuentos bajo el título “El Pueblo” se abre con “Una rosa para Emily”, el primer relato de Faulkner publicado en una revista de difusión nacional y posiblemente el más conocido y antologado en otras ediciones. Allí se relata la historia de Emily Grierson, una mujer que ha quedado sola luego de la muerte de su padre, un hombre influyente en el pueblo, y de haber sido abandonada por su pretendiente. Desde entonces, la mujer había sido “una tradición, un deber, una devoción, una suerte de obligación hereditaria que el pueblo había asumido”, y por eso le habían perdonado sus deudas. Pero ella envejece encerrada en su casa y las autoridades cambian y le reclaman que pague. “Yo no pago impuestos en Jefferson”, les dice. Y vuelve a encerrarse. Entonces, junto a su casa va creciendo un olor putrefacto que mucho tiene que ver con el pasado de Emily y del pueblo. Porque en Jefferson siempre algo huele muy mal.

    En “La melena” hay otra mujer, Susan Reed, que llega al pueblo como niña huérfana a vivir con sus tíos. Cuando se hace adolescente, comienzan a crecer los rumores sobre su comportamiento sexual: “No es que fuese mala. Eso que se llama una mala mujer no existe porque todas son malas de nacimiento, nacen con la maldad puesta. Lo suyo es conseguir que se casen antes de que la maldad llegue a ser lo natural y la cosa se ponga peor”, dice el narrador, asumiendo la voz y la condena de todos.

    En las historias de Faulkner no hay “buenos” y “malos”: hay mujeres y hombres solos que a veces comparten sus miserias y tratan de sobrevivir. Así lo graficó el propio artista: “A la vida no le interesa el bien y el mal. (...) Puesto que los seres humanos solo existen en la vida, tienen que dedicar su tiempo simplemente a estar vivos. La vida es movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que hace moverse al hombre, que es la ambición, el poder, el placer (...) Su conciencia moral es la maldición que tiene que aceptar de los dioses para obtener de estos el derecho a soñar”.

    Muy pocos sueños tienen los personajes pueblerinos de Jefferson. Algunos están pendientes de lo que hacen los otros pobladores para castigarlos a la menor falla. Y si son negros, el castigo será doble. En “Sequía en setiembre”, los clientes de la barbería tienen una sola preocupación: castigar al hombre negro que violó a la señorita Minnie Cooper, aunque no saben con certeza si fue él. Y allí está Minnie, tratando de ocultar al culpable mientras cambia sus vestidos de tul y espera inútilmente en la puerta de su casa la llegada del amor.

    Por Jefferson también pasan pilotos de aviación que combatieron en la guerra, lavanderas negras que se emborrachan y niños curiosos que asumen la maldad de los adultos. Y los cuerpos huelen a sudor cuando están en peligro, igual que huele el cuarto de una mujer vieja porque en su cama hay un cuerpo en descomposición, igual que huelen muy mal los rumores que crecen mientras las vidas quedan estancadas o agonizan. Aunque parezca extraño, los cuentos de Faulkner atraen por su naturaleza sórdida y por las precisiones de cruel realismo con las que creó sus personajes.

    Al escritor le gustaba criar caballos en soledad en su casa de Rowan Oak, allá, en el sur profundo. Al parecer, el silencio era su principal herramienta para la creación.

    Además del whisky y del tabaco, pero eso es parte de otra historia.