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El gran cine, el que alcanza categoría artística, es aquel que trasciende las imágenes. Una buena película es lo que sus imágenes dicen, pero una obra maestra es lo que sus imágenes sugieren. Es imposible apresar la realidad última de la obra maestra. De una u otra forma se escapa a un significado concreto, a una interpretación direccional. Y Alain Resnais, que falleció el sábado 1º a los 91 años, dejó una buena cantidad de obras maestras, de esas que se ven una y otra vez y siempre brindan algo nuevo. Sus primeros documentales en 16 mm sobre pintores, como el de Van Gogh donde la cámara se mete en el lienzo y mueve la pintura, ya anunciaban a un cineasta de peso pesado. Pocos realizadores lograron llegar a ese tan ansiado punto poético donde la narración convencional se quiebra en múltiples posibilidades. Llama la atención que nadie en Hollywood fuera capaz siquiera de mencionar su nombre el domingo 2, cuando se celebró la entrega de los premios Oscar. Entiendo: el clip de las celebridades que se fueron ya estaba hecho. La Academia todo lo planifica y calcula. Es un evento monstruoso, también lo entiendo. Pero lo que no entiendo es que no exista en toda esa gente que dice amar el cine, en todo ese mundo de estrellas rutilantes, el más mínimo sentido de la frescura ni de la improvisación para recordar al menos a la pasada el nombre de Alain Resnais. Señores de Hollywood: juntan a casi todos sus muertos del 2013 y no arman un Resnais. No deberían permitirse semejante omisión u olvido.
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De omisiones y olvidos trata precisamente Providence (1977). Hay una célebre secuencia donde John Gielgud, Dirk Bogarde, Ellen Burstyn y David Warner celebran un almuerzo campestre. La cámara da vueltas alrededor de los personajes hasta completar los 360 grados, un giro que los envuelve como familia al mismo tiempo que dispara los mecanismos de la memoria. La película va y viene y el espectador nunca se pierde. Saber dispersar el orden y no generar un desorden, eso es para los grandes, como Resnais.
Grande de significados y misterio es El año pasado en Marienbad (1961). Sí, es verdad, había un guión osado de Alain Robbe-Grillet, uno de los destacados nombres, tal vez el más loco del nouveau roman. Una película que parece construirse en el mismo momento en que se proyecta, como si se representara en vivo en un teatro. Una pieza onírica, poética, imprevisible. Parece improvisada pero está muy lejos de serlo. ¿De qué se trata? Bueno, de una mujer, “A”, que es la bellísima Delphine Seyrig, abordada por un hombre, “X”, que es Giorgio Albertazzi, pero también se interpone otro hombre, el señor “M”, que es Sacha Pitoëff, y todo transcurre de un modo extraño en un imponente hotel. El pentagrama está dispuesto. Resnais no necesita más elementos que esos para emprender el viaje. La película se estrenó en Montevideo en un cine Plaza repleto, en 1962. Generó asombro, desconcierto y un posterior y encendido debate. Era otra época. La gente se peleaba por los significados cinematográficos, como también ocurrió con “La sangre de un poeta” (1930), de Jean Cocteau.
Y la sangre de un poeta es lo que Resnais destiló en su primer largometraje, Hiroshima mon amour (1959). Vemos una habitación, los primeros planos de dos cuerpos que parecen un paisaje ondulado entre los pliegues de las sábanas, un voz que nombra una ciudad, que recuerda su vida, que alude a una bomba. Un planteo sencillo para disparar ante nuestros ojos lo más difícil: el desgarro interior, la sensación de algo muy reconocible, el tiempo vivido.
En la carrera de Resnais El caso Stavisky (1974) es quizá su obra menos valorada. Jean-Paul Belmondo iba y venía enfundado en un elegante esmoquin. Bajaba de lujosos automóviles, asistía a fiestas, caminaba con bellas mujeres por la playa. Era un millonario, un tipo tan seductor como corrupto. Pero lejos de tratarse del retrato de un gángster, en un abrir y cerrar de ojos la película se transformaba en otra cosa. Eso es lo que sucede con Resnais: siempre hace otra cosa.
Por ejemplo, Muriel (1963). Dicen que “Rayuela” se puede empezar por atrás o en la página que sea y lejos de perder sentido lo gana o adquiere otro igual de válido. No estoy seguro. Pero sí sé que esta película que tiene como eje a Delphine Seyrig se puede pasar sin audio, se le pueden cambiar los rollos, se puede comenzar por el final, se puede emitir en un celular y no la reducís ni la domás.
Por ejemplo, Te quiero, te quiero (1968), que podría ser una historia de ciencia ficción si no se tratara de un Resnais auténtico. El personaje que interpreta Claude Rich se entrega para un experimento científico y va y viene en el tiempo, como si alguien le cambiase una y otra vez la posición del reloj de arena. Las dimensiones varían, pero no el amor. Y lo que realmente importa no es el qué del asunto sino el cómo. Han pasado más de 45 años y esta película sigue siendo una gozada.
Mi tío de América (1980) y La vida es una novela (1983) son también dos soberbias realizaciones con el inconfundible sello de Resnais, aquel adolescente de Vannes que no jugaba en la calle ni hacía deportes debido a su asma. Estar en casa le despertó el gusto por la lectura (desde Proust hasta las viñetas de Fantomas) y tal vez los primeros pensamientos al detenerse en la palabra “tiempo”, que es más reverberante que cualquier otra. A los doce años filmaba con una cámara de 8 mm. A los 17 ya estaba radicado en París estudiando actuación y cine. Y en 1955 sorprendió al mundo con el documental “Noche y bruma”, rodado con su amigo Chris Marker, sobre los campos de concentración nazis. Imágenes difíciles de olvidar.
Resnais, uno de los rutilantes cineastas franceses de la nouvelle vague junto a Truffaut, Rohmer, Chabrol y Godard, siguió dirigiendo hasta que el cuerpo aguantó. Sus últimas películas, obviamente, no fueron tan buenas. Pero siempre tenían algo. La última que se estrenó en nuestro país, Las hierbas salvajes (2009), con André Dussollier y Sabine Azéma, esposa de Resnais, conservaba en su irregularidad la fineza visual que siempre lo caracterizó y ese gusto por los vericuetos de la memoria. Su filmografía quedará en la línea de avanzada de los mejores artistas de la historia del cine.