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    Triángulo obtuso

    A principios de 2008 el argentino Mauricio Kartún desembarcó en el Teatro Solís con El niño argentino, una obra que el ya entonces veterano de la escena independiente porteña había estrenado en 2006, que había logrado un fuerte consenso entre público y crítica. El impacto en el público uruguayo fue tal que se hicieron nueve funciones y la obra fue vista por varios miles de espectadores. Esta historia que reúne en la bodega de un transatlántico, a principios del siglo XX, al hijo de un aristócrata porteño, un peón rural y una vaca, permaneció durante años en cartel, cosechó una veintena de premios en América y Europa y significó la consagración de Mike Amigorena, Osqui Guzmán y María Inés Sancerni. Con una evidente vocación de condensar la historia argentina en estos tres personajes arquetípicos, antes de avanzar en cualquier descripción hay que aclarar un detalle: junto con su excelencia actoral, lo que transformó a esta obra en un taquillazo y a la vez en un hito artístico, fue su alejamiento del esquema dogmático oligarca malo vs. proletario bueno.

    Una familia patricia, fiel exponente de la aristocracia ganadera, viaja a París, destino obligado en la alta sociedad porteña de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, plena época de vacas gordas. Aquí esa frase metafórica, que simboliza el ascenso económico gracias al auge agroexportador de países como Argentina y Uruguay, es reflejada en forma literal: vivir en la opulencia también hacía posible el privilegio de contar con leche fresca todas las mañanas, fuere donde fuere. En este recinto oscuro y maloliente reside, durante la travesía, el peón de estancia destinado a ordeñar la vaca. Y allí es enviado, como castigo por su conducta desviada para lo que se espera de él, uno de los hijos del patrón. Tropelías no le faltan: es adicto a la cocaína, algo bastante frecuente en tiempos en que el poderoso polvo blanco aún no era considerado droga ilegal. Y para conseguirla no duda en robar, sobornar o jugar a las cartas todo lo que pueda.

    Allí abajo, en el inframundo, convive con el empleado cuya misión es garantizar el abastecimiento lácteo para todo el clan. Y allí, cuando los humanos duermen, es cuando este relato toma forma de fábula y la vaca adquiere rasgos de personaje, con una serie de monólogos tan breves como intensos; momentos de clímax que dejan al público, valga la analogía, rumiando esos versos. El choque de trenes que se produce es una fiesta de sentidos en la pluma de Kartún, que no contento con desplegar un prodigioso arsenal literario, traducido en esa mezcla de oralidad y corporalidad que se produce en un escenario, lo hace en verso, un recurso que, cuando no se complejiza demasiado, es maravilloso. Lejos de fagocitarse a sí mismo, el verso kartuniano es un jardín de palabras, un vergel de giros expresivos y metáforas crocantes para el oído, que renuevan el interés porque está construido con todo lo que resuena en la lengua popular. Puede ser un verso refinado y aristocrático cuando el niño lo demanda pero también logra ser un verso prostibulario, vil e incluso chabacano, cuando la espiral decadente que se instala en esa bodega lo reclama. Ante todo, es un verso chispeante que permite saborear las palabras en su musicalidad.

    Una versión uruguaya de esta obra era, a priori, un gran desafío. Si bien de este lado del Plata compartimos el universo gauchesco, el contexto en el que el autor argentino la escribió —los años posteriores a la megacrisis de 2001, con su país quebrado en todo sentido— es bastante diferente al del Uruguay de hoy (en Argentina, claramente, sigue muy vigente). Por eso era una tarea delicada adaptar y estrenarla aquí. El niño argentino, la uruguaya, la gran apuesta de la compañía Los Años Luz Teatro para el regreso del teatro, en cartel desde julio en La Gringa (sábados a las 22) es un espectáculo redondo.

    Por varias razones. Primero, por las virtudes ya descritas de su texto, y también por el acierto de Virginia Marchetti y Álvaro Correa, los directores, en lograr una versión más reducida que la original, despojada de ciertos guiños cien por cien vinculados a la coyuntura política. De todos modos, esta obra expone magistralmente los pliegues, conflictos y contradicciones que pueden resultar de los vínculos de poder entre las clases sociales en una mirada que alcanza, al menos, a la realidad latinoamericana. Cómo el inicialmente explotado puede pasar rápidamente a traicionar a propios y extraños y pasar a ocupar el rol del opresor. El despliegue del personaje vacuno, con quien el gaucho mantiene un intenso vínculo —carnal e incluso afectivo— puede arrojar múltiples lecturas: desde la corporización de los sectores más oprimidos a nivel económico hasta la representación de la mujer como objeto de violencia, simbólica y sexual. Pero hay que destacar que el texto siempre retoma su brújula, con el humor como norte.

    Las actuaciones, en clave de grotesca caricatura (nadie puede pedirle realismo a este sainete), alcanzan la perfección. Rodrigo Garmendia compone con prestancia y todo el aplomo que su físico fornido le permite, a este señorito arrogante, pedante y manipulador. Usa su generosa corporalidad de bailarín y coreógrafo con vasta experiencia en musicales. Matías Vespa compone en forma brillante al gaucho —el más rico y humano de este clásico triángulo dramático— que traza un arco completo, desde la ternura y la candidez inicial a la oscuridad y sordidez. Y la debutante Natalia Agosín —toda una revelación— emula admirablemente los movimientos y la gestualidad bovina, con esas contorsiones corporales y faciales y esa cara de nada característica de cualquier ejemplar que vemos pastar plácidamente en las praderas. Para después transformarse en un engendro humanoide que deja su vozarrón retumbando en la sala.

    Mención aparte para la música en vivo de Guadalupe Calzada y Santiago Almada (guitarra y percusión), que llenan el aire con el sonido que cada escena demanda.

    Por varios cuerpos, esta obra maestra de la dramaturgia latinoamericana del siglo XXI, representada aquí por todo lo alto, es lo más destacado de la cartelera montevideana actual.