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Un clima lúgubre se instala de entrada en el Prólogo con las maderas fraseando sobre un fondo sostenido y agudo de las cuerdas. El escenario está a oscuras y lentamente se va iluminando. Los cadáveres de Mussolini y su amante Claretta cuelgan boca abajo. Al fondo la Piazza Venezia y un cielo enrojecido. El Coro canta atribulado una bellísima melodía (“Pietá signore”) y lo notable es que pese a que no hay prácticamente movimiento escénico el dramatismo invade la sala, alimentado exclusivamente por la música y la letra de lo que canta el pueblo italiano, que es el Coro. Este es el primero de los varios momentos de tensión dramática y de emoción que en su transcurso logra la obra de Federico García Vigil.
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Al clima sepulcral del Prólogo sucede la exaltación fascista del discurso, pieza temible en su letra y escalofriante en su música. El primer acto se cierra con aires militares en oleadas de música que se mezclan con sirenas antiaéreas mientras el cielo rojizo torna al azul oscuro de la noche. El 2º acto se inicia con un trío delicioso y juguetón de las tres damas que visten de gala al Duce para asistir a la boda de su hija Edda. Luego la ceremonia religiosa y finalmente la gran fiesta donde un estupendo vals oficia de vehículo musical para que las intrigas políticas afloren, para que los recién casados canten su amor, para que se enfrenten las mujeres del Duce (Rachel y Claretta) y hasta para que el cura franciscano confesor de Ciano tire por la borda el secreto de confesión y le cuente al Monseñor que el conde conspira con los franceses contra el Duce. Una frenética Tarantella con lucimiento del coro levanta el espíritu y afloja la tensión, que se instalará nuevamente con especial fuerza en el diálogo entre Primo Levi y Mussolini en torno a la muerte del legislador socialista Giacomo Mateotti. Aquí nuevamente la música se adueña del drama e instala un tenebroso clima pesante donde el Duce justifica ese crimen repitiendo obsesivamente la frase “Pensaba mucho y hablaba demasiado”. Más tarde Ciano cantará el presagio de su propia muerte con las palabras de Vallejo (“Hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé”) en lo que quizás sea el aria más lograda de la obra y la fiesta se cerrará con el vals donde la alegría de los asistentes contrasta con la guerra y la muerte que ocurre fuera de esas cuatro paredes, proyectada sobre la propia escenografía con imágenes en blanco y negro de muertos en combate y aviones bombardeando.
Otros logros musicales y dramáticos se ven en el tercer acto: un intenso Adagio de la orquesta y un paisaje nevado preparan el fusilamiento helado de Ciano y otros partisanos. Hay otra estupenda aria de Ciano antes de morir. Un intenso susurro de la orquesta se escucha mientras el médico revisa uno por uno a los fusilados para constatar su muerte. Luego vendrá otra gran escena con el pedido de Claretta al Comandante Pietro para que la deje morir junto al Duce, ya detenido y pronto a ser ejecutado. De nuevo un lirismo trágico de enorme fuerza invade la sala. El telón baja pero la orquesta no cesa: un latido de timbal sobre una nota en piano sostenida en las cuerdas hace de puente con el epílogo. Esos minutos a telón bajo con ese simple latido mantienen al teatro en vilo. En el epílogo Primo Levi canta el castigo del eterno retorno del Duce y la música acompaña ese retorno volviendo al leitmotiv del prólogo, con el Coro cerrando en fortíssimo un final de gran emotividad.
Homero Pérez Miranda (el Duce) es un bajo-barítono de enorme caudal que musicalmente rinde a nivel de excelencia. Su presencia escénica por momentos flaquea: una cierta rigidez en sus movimientos perjudica a un personaje que debe tener una apostura desafiante como algo natural, menos tieso. En otros momentos alcanza la dimensión terrorífica de su personaje, como cuando dialoga con Primo Levi sobre el caso Mateotti. La Claretta de la soprano argentina Paula Almenares es una delicia de timbre en toda la tesitura, con agudos que planean cómodamente por la sala. Cuando en el tercer acto pide al Comandante Pietro que la ejecute junto a su amado Duce, alcanza una culminación magistral, vocal y escénica, que arranca una justificada ovación. Magnífico es el Conde Ciano que hizo el tenor chileno Pedro Espinoza. Un logro redondo, de canto y de actuación, capaz de transmitir la alegría del novio en un aria en medio del vals, o el temor ante la intuición de su muerte (con los versos de Vallejo) o en su despedida previa al fusilamiento. Tiene un timbre dulce, una emisión generosa y un papel preponderante en la obra, que sabe aprovechar al máximo. Fue con justicia varias veces aplaudido.
En papeles menores el tenor chileno José Azocar se lució como Comandante Pietro en la dramática escena del tercer acto con Claretta; el barítono uruguayo Daniel Romano fue un Padre Baldovino estupendamente actuado y el bajo uruguayo Marcelo Otegui brilló vocalmente como Monseñor Marcello cuando canta el presagio de la muerte de Ciano durante la boda y culmina con una nota grave de extraordinaria sonoridad. Es excelente la microescena de chismografía entre los dos curas. Correctos el tenor uruguayo Gerardo Marandino (Primo Levi), la mezzo argentina Nidia Palacios (Edda, hija del Duce) y la soprano uruguaya Sandra Scorza (Rachel, esposa del Duce). Una mención aparte para la ductilidad vocal y teatral de la mezzo uruguaya Raquel Pierotti, capaz de pasar de la liviandad de una de las damas que visten al Duce para la boda a la presencia breve y electrizante de la Madre del Pan del tercer acto, con lucimiento en la zona más grave de su registro. Una vez más el Coro del Sodre bajo la dirección de Esteban Louise tuvo un desempeño descollante.
En los otros rubros hay que aplaudir el diseño de vestuario de Soledad Capurro, a la vez creíble, elegante, colorido y bien empastados los colores en su conjunto. El maestro italiano Massimo Pezzutti hizo un excelente diseño de iluminación llevado a la práctica por el argentino Juan José Fiorruccio. La dirección de escena, también de Pezzutti, fue en general correcta. La mayor parte de la obra el coro se encuentra en un escenario que quedó chico. No es fácil mover las piezas con esa limitación de espacio.
El libreto de Carlos Maggi y Mauricio Rosencof es un aliado importante para la felicidad de la empresa. Porque conciben la ficción del eterno retorno del dictador a la vida, como castigo a sus tropelías para evitarle así el descanso en paz en su tumba; porque crean también la cohabitación de Mussolini y Primo Levi, y el personaje de la Madre del Pan, que es el símbolo de la patria italiana. Y porque todo eso cierra con el relato de hechos rigurosamente históricos: el discurso de Mussolini, el casamiento de su hija Edda con Ciano, la conspiración de este contra el régimen, el desoído pedido de clemencia de Edda a su padre para que no fusile a su marido, el fusilamiento de Ciano, la detención del Duce cuando escapaba disfrazado de soldado alemán, su condena a muerte y el pedido de su amante Claretta para morir junto a él. Realidad y ficción se amalgaman entonces en una sucesión de escenas donde —otro logro de los libretistas— el lenguaje de los diálogos es siempre claro, directo y breve. Además, encastran a la perfección su escritura con frases de Dante Alighieri y de César Vallejo.
Il Duce fue compuesta por García Vigil sin el preconcepto culposo de estar haciendo en 2013 una música cuya estética puede sonar a 1930 o 1940. Para decirlo con sus propias palabras: “A mi entender, para escribir una ópera en el siglo XXI hay que desprenderse del prejuicio de tener que hacer algo nuevo. En mi caso, yo reconozco que tengo un ancla en la tonalidad y no me avergüenzo por ello. En definitiva escribí la música que tenía ganas de escribir. No me ligué a ninguna otra razón. Creo que cada cual debe expresar lo que siente con la mayor sinceridad y honestidad” (ver Búsqueda Nº1743). Nos encontramos con un lenguaje musical de cuño pos romántico en donde resuenan ecos lejanos de Wagner, de Mahler, de Ricardo Strauss, de Elgar y sobre todo de la gran tradición operística italiana.
Y es entonces que frente a este feliz desplante de honestidad artística, en la noche del estreno el martes 17, uno se ve envuelto en una música amigable al oído, sin pretensiones de ser distinta, o de ser inteligente, o de ser novedosa. No. Es simplemente la música que le nació y le gustó escribir a García Vigil y el resultado es muy bueno, y por momentos excelente. Consigue emocionar al oyente. Conviene subrayarlo para aquellos espectadores potenciales, temerosos de acercarse a escuchar ópera contemporánea. Acérquense sin miedo: se llevarán una agradable sorpresa.