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El sábado el lugar es una feria. La gente va y viene y charla animadamente. El clima es de gran animación. El bullicio no es habitual en una exposición de arte. Los niños gritan y corren, algunos personajes públicos se abrazan, el dirigente deportivo que se muestra feliz por la nueva adquisición. Solo un crítico no parecía estar a tono con la movida tarde del Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV) del Parque Rodó. Se iba con cara de pocos amigos, malhumorado porque no consiguió un catálogo de la muestra. “Este ambiente no parece el de una exposición de arte”, reflexiona en voz alta. No está mal, es interesante que un acontecimiento cultural despierte tanto entusiasmo. Pero un poco de silencio es necesario. Se necesita, lo necesita la obra, el momento. También un poco de cuidado con las obras; la gente las toca, las roza con los sacos, el comportamiento es igual al de una feria. No es lo mismo comprar verduras que apreciar un cuadro. El periodista se interroga sobre las circunstancias de tanto alboroto y la inusual contradicción que generó la recién inaugurada exposición de Ignacio Iturria (Montevideo, 1949), artista nacional de larga y prestigiosa trayectoria.
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“Al fin una exposición de Iturria”, comentan un par de visitantes veteranos. Otro, más joven, se abraza efusivamente con Juan Pedro Damiani, el sonriente y efusivo presidente aurinegro que acaba de presentar a Diego Forlán con la diez. “El Forlán de la pintura”, comentó bajito otro periodista a la pasada. No es para menos. La “chapa” de Iturria incluye años de inusual proceso creativo, de impresionante producción. Y un poco recordado Premio Adquisición en la Bienal de Venecia de 1995. Un premio internacional, sólido, indiscutible, el primero otorgado a un pintor latinoamericano en una de las citas artísticas más importantes del mundo. Aunque siempre hay quejosos y malhumorados que no pueden aceptarlo.
“¿Viste el primer piso? Es espectacular”. Los comentarios siguen y la muestra parece inabarcable. Son más de cien obras, distribuidas en todo el espacio del museo. Provoca, impacta, abruma. No es habitual que un artista vivo y en plenas condiciones de trabajo se haga cargo de un espacio tan codiciado solo para él. Pero así es este país, a veces por omisión, otras por exceso. En este caso, todo parece indicar que desde el punto de vista del marketing fue un golazo. El arte, también agradecido.
Es que la obra de Iturria es de inigualable peso artístico. Su vida también, a juzgar por su trabajo, late en su obra. La exposición permite el encuentro con una vida dedicada al arte. Al arte y a expresar en un estilo muy personal las contradicciones del ser humano, esos pequeñísimos y misteriosos seres humanos, esos que parecen destinados a vagar en un mundo de objetos como elefantes, de espacios gigantes, de lugares que les quedan muy grandes, de edificios que parecen jaulas o colmenas.
La muestra es una recorrida por una especie de universo paralelo, un mundo extraño, en cierta forma pesadillesco, aunque el autor lo expresa muchas veces con sutil y delicado humor. Hay monitos que se descuelgan de cubos gigantes. O tipitos que rondan una entrepierna femenina descomunal, una imagen propia de un secreto desatino freudiano. En otros cuadros o estructuras los hombrecitos se entreveran o se muestran en posturas más relajadas. Hay juego en la obra de Iturria que se desparrama por toda la exposición, que la tiñe de un tono aparentemente leve. Pero es un engaño; esa levedad cabalga sobre el lomo de un elefante. En la memoria de elefante, en el legendario vínculo de animales enormes con otros mundos, otras creencias, otros misterios. Como el de la infancia, la del autor, la de todos cuando los muebles se convierten en animales y compañeros de juegos, cuando la fantasía juega con las formas, las texturas, los roles. La primera imagen se repite desde un sillón que preside la sala en planta baja. Es un sofá-elefante, acogedor pero imponente, inofensivo, simpático. Pero algo inquietante hay detrás de su respaldo, entre esas patas pesadas, gruesas, en su trompa caída al costado de los brazos, en su “tela” de piel gastada, apagada, arrugada y desprolija. Es uno de los lugares preferidos por el público. Se entiende. El juego comienza a caer bien, la idea de objeto animal genera cierta sensación de bienestar, de espacio agradable. Al fin de cuentas, un elefante es un animal simpático, una mole querible, torpe pero inteligente. Eso dicen las leyendas, los mitos, la infancia del hombre.
Arriba del sofá hay un cuadro que ofrece otras variantes. Una cabecita de elefante orejudo cuelga de una pared. Es la versión de “Trompita” como trofeo de caza. Sobre una mesa angosta recostada a la pared, otro elefante inmóvil, de pie, entero. Acompaña la escena otro trofeo, dos ojos saltones que cuelgan de una madera incrustada al lado de la cabeza decapitada del elefantito. No es tan divertido, aunque la forma, el tono, la composición no son agresivos ni generan una evidencia desagradable. Hay elefantes por todos lados en esa primera sección titulada “Las enseñanzas del juego”, donde hay exquisiteces como Mamando, donde el sofá es una gran madre, el elefante convertido en un animal más oscuro, de dientes afilados, cuerpo golpeado por un montón de figuras diminutas que cuelgan de todos lados. El cuadro es de 1995 y en cierta forma prepara el espíritu para el resto, ese gran cuerpo brutal, entre tierno y espiritualmente dolido en el que se mueve toda la obra de Iturria.
Luego viene la escuela con secuencias de miniaturitas de moña y túnica blanca, amontonados, juntos en un plano central, lejos de todo, fuera de toda circunstancia, al costado del camino, como un recuerdo apretado en el corazón. Y así el resto, en secciones de diferentes épocas tituladas “Las redes del mundo”, “Brazos al cielo” y “La luz de los sueños”. Siempre el hombre en circunstancias aparentemente livianas, en juegos, en lejanas connotaciones lúdicas. A veces, por propia voluntad, seres humanos sentaditos al borde de una mesa o en cajas o estructuras vacías. En otras, los mismos seres desatados, agrupados, escupidos, expulsados de algún paraíso perdido, de las entrañas de otro ser más grande y poderoso. O como Stanno tutti bene (1995), una obra de gran proporción, fachada amarronada y triste de un enorme edificio con bocas oscuras, ventanas donde aparece de tanto en tanto algún hombrecito, desolado, desamparado, con la mirada perdida hacia el espectador. Lo bueno es que no hay rastros de vida, ni indicios de una circunstancia posible. Hay vacío, un vacío metafísico que solo la mirada del otro puede llenar.
Aunque haya juego o títulos más lúdicos (Qué pose, Está divina, Siempre pensando en lo mismo él), en cada línea hay trazos de inquietud latente, de cuerpos increíblemente mínimos y densos que en algo atropellan la sensibilidad y abren otras puertas, más oscuras, más complejas. Entre la masa, los muñequitos inmóviles, puestos en el universo, en ese gran y emotivo universo iturriano. Al fin de cuentas, qué somos sino pequeñísimos retazos de vida en un mundo poblado de elefantes.
Pintar es soñar. Obra de Ignacio Iturria (1982-2015). En el MNAV, de martes a domingo de 14 a 19 horas. Hasta setiembre.