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La anécdota, como diría Borges, me la refirió un primo en una cálida noche de Valizas. Resulta que andaba en la vuelta pidiendo trabajo un tropero rochense que le debía dos muertes a la Justicia. Nadie desea tener en su redil a un asesino, pero un estanciero de la zona, por excesiva confianza o dudoso protagonismo, le dio una oportunidad. El tropero, un cuarentón de nariz aguileña, piel aceitunada y barba de diez días, fue presentado al resto de los jornaleros en total silencio. Las mateadas, las cañas y el tabaco que compartían los gauchos, detenían sus funciones en cuanto el hombre aparecía. La desconfianza entre la gente de campo es tan común y silenciosa como el amanecer o la puesta de sol.
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Una noche de tormenta el patrón abrió la puerta de la estancia y pidió dos voluntarios para acomodar unos alambrados que el río desbordado se había llevado. Nadie se ofreció. Luego de un espeso silencio, el tropero se incorporó y señaló con decisión al más joven de la tropa, un tímido mozalbete de diecisiete años que nunca hablaba con nadie, para que lo acompañara. Y allá se perdieron los dos a caballo, bajo una lluvia más oscura que una chimenea de piedra con cien años de hollín. El resto es confuso. Llegó la noticia de la lluvia insistente, de los caballos que volvían y de un muerto a cuestas. El miedo fue la causa de todo. Ante los postes desacomodados y el barro, el agua que percutía sobre los ponchos, los relámpagos y las imperativas indicaciones del tropero asesino, el mozalbete sintió que él sería la tercera víctima y sacó su facón y lo enterró hasta el final, de puro nervioso que era.