Nº 2247 - 19 al 25 de Octubre de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSeguramente no sea algo nuevo, pero la sensación de aceleración está allí, firmemente instalada y confirmándose en cada nuevo evento mediático: no nos interesa conocer o entender, nos interesa confirmar nuestro prejuicio. Es muy probable que cada generación previa sintiera lo mismo y que también percibiera que la racionalidad a su alrededor se iba al diablo sin que nadie pareciera demasiado preocupado por eso, entretenidos todos en, precisamente, confirmar prejuicios. Pero, aunque sea algo que pasa desde siempre, es inevitable sentir eso, que los datos de la realidad ya no solo no nos interesan, sino que la realidad solo nos importa si sirve para confirmar un prejuicio, una idea previa, una ideología.
Veamos por ejemplo el caso del conflicto de Medio Oriente. Allí, como en todos los temas que son noticia, somos todos expertos en lo que sea que indique la agenda en ese instante. Por eso ahora somos expertos en misiles, en cráteres de misiles, en trayectorias de misiles, en conteo de víctimas, de daños materiales y de radios de impacto y deflagración. Y toda la (des)información que vamos incorporando al respecto es forzada a encajar en nuestra visión previa del asunto. Todo aquello que desborda los límites del prejuicio propio es descartado o considerado una operación de “los otros”, los del otro bando.
Obviamente, esto no ocurre solo con el conflicto en Oriente Medio. En todo caso es un ejemplo que deja claro lo poco que nos importa la realidad a la hora de analizar cualquiera de los conflictos que nos rodean. Pero el problema es más amplio: los datos solo son datos cuando confirman lo que yo creo, todo lo demás es manipulación. Nada nuevo, algo tan viejo como la religión misma. Lo nuevo es, si acaso, la veloz pérdida de la distancia y, por ende, de la posibilidad de tener perspectiva sobre los asuntos públicos.
En un hilo de X escrito hace apenas unas horas, el periodista argentino Nacho Montes de Oca recordaba la total falta de prudencia de los medios e incluso de los gobiernos a la hora de difundir lo que se sabía sobre el ataque a un hospital en la Franja de Gaza. Hasta la llegada del clickbait y la extensión de la idea de que todos somos periodistas por defecto, lo que caracterizaba a los medios a la hora de dar una información era la prudencia. Prudencia a la hora de decidir qué informar, prudencia a la hora de contrastar la información que se piensa difundir. Prudencia como una forma de construir distancia y dar perspectiva a los hechos noticiados.
De ahí venía aquella vieja idea periodística de que toda información debe ser contrastada con al menos tres fuentes independientes entre sí. Nada de eso existe ya porque hace rato que toda información que se obtiene de la realidad es extraída exclusivamente a los efectos de confirmar un prejuicio. Y los propios medios (incluidas las agencias internacionales) han asumido, algunos a gusto, otros no, que su nuevo rol ya no es informar sino funcionar como una suerte de activismo mediático. Esto es especialmente claro desde el momento en que muchos medios dependen de la pauta de publicidad pública para existir y de que a esos poderes públicos no les interesa que se difundan informaciones que cuestionen su posición de poder. Lo mismo ocurre con las plataformas que proporcionan el terreno de juego. Las reglas de las redes se parecen a las del Club de la Pelea: así como la primera regla era que no se hablaba del Club de la Pelea, la primera regla de las redes es que no se cuestiona la posición de poder de esas redes.
Como apuntaba el siempre lúcido Justin Sullivan en su canción 225: “Esta edad de oro de la comunicación significa que todos hablan al mismo tiempo”. Las redes sociales, con su ruido y su “todo al mismo tiempo ahora”, han acelerado y enredado la charla pública hasta el punto de convertirla en una serie de violentos monólogos en donde nadie lee nada para informarse y, eventualmente, aprender algo que permita modificar (¡y hasta mejorar!) nuestra perspectiva. Se lee para incorporar nuevas dosis de violencia a nuestro relato. A esa lectura contribuye la expansión de un periodismo que, aterrado por perder la noticia o el primer lugar en la construcción del relato (el que sea), publica cualquier cosa de cualquier fuente sin el menor reparo.
La pregunta clásica en esta situación sería: ¿quién tiene la culpa? Y la respuesta sería: todos y nadie. Nadie tiene “la culpa” de que todos usemos celulares. Es una tecnología que se desarrolló y se comercializó porque podíamos hacerlo. Muchas veces hacemos cosas simplemente porque podemos, no porque tengamos una profunda reflexión sobre cómo eso va a impactar en nuestra vida común. Lo mismo ocurre con el aceleramiento de la desinformación. De alguna forma, ocurre porque podemos y queremos que ocurra. En un estudio realizado por el MIT hace unos años, se concluyó que quienes más y mejor impulsaban los rumores falsos en el entonces llamado Twitter no eran los bots pagos sino los simples ciudadanos a pie. No solo no queremos informarnos, queremos ser desinformados si sentimos (razonar, jamás) que eso aporta a nuestro relato.
Esa cacofonía sin control en la que estamos inmersos es de hecho lo opuesto a la información. Es aturdimiento casi intencional. Por supuesto, no todos tenemos el mismo interés por la información. Pero algo está fallando cuando, en un giro irónico, son los periodistas independientes que publican en redes quienes informan de manera más serena sobre lo que ocurre allí afuera. Ese era antes el rol de los medios “serios”, que últimamente vienen demostrando ser justo lo contrario: meros recolectores de clickbait y publicidad estatal (puede ser un Estado extranjero).
Un problema adicional, y lo estamos viendo de manera clara en estos días de catarata desinformativa sobre Medio Oriente, es que lejos de informarnos sobre un asunto complejo para entender sus múltiples aristas políticas, religiosas e históricas nos informamos para indignarnos, para reaccionar con virulencia ante el horror, sea este real o diseñado. Como señala el pensador coreano Byung-Chul Han: “La sociedad de la indignación es una sociedad del escándalo. Carece de firmeza, de actitud. La rebeldía, la histeria y la obstinación características de las olas de indignación no permiten ninguna comunicación discreta y objetiva, ningún diálogo, ningún discurso. Ahora bien, la actitud es constitutiva para lo público. Y para la formación de lo público es necesaria la distancia”.
Esa distancia que apunta Byung-Chul Han es la que esta era de la comunicación de redes ha pulverizado. En una lógica en donde todo lo que no sea instantáneo se considera un fracaso o un problema, es normal que la distancia, el tiempo y la demora ya no existan como herramientas para razonar los hechos. Sin eso, lo que queda es el ruido constante y la imposibilidad de pensar más allá de la indignación. Quizá suene exagerado, pero parecemos estar en una trampa cognitiva que nos lleva a la imposibilidad de analizar la realidad con distancia, calma y perspectiva. De ahí que cualquiera que llame a la reflexión o el análisis frío sea considerado de inmediato un débil y un traidor.