N° 1890 - 27 de Octubre al 02 de Noviembre de 2016
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCorría setiembre de 1989. Se terminaba la primera presidencia de Julio María Sanguinetti y Uruguay estaba completamente sumergido en la campaña electoral. La batalla era entre Jorge Batlle y Luis Alberto Lacalle (el Frente Amplio no existía entonces como opción de gobierno).
Batlle estaba molesto con Búsqueda y no hablaba con sus periodistas. Había arrancado el año a la cabeza en la única encuesta que existía en aquel momento pero, a setiembre, los números ya favorecían a Lacalle. Y Búsqueda era el medio que publicaba la encuesta. Un allegado a Batlle, deseoso de que su candidato hiciera las paces con el semanario, lo convenció para que un periodista pudiera viajar con él en una pequeña avioneta, a efectos de cubrir el acto de cierre de campaña en Salto.
Así se hizo.
En 1989, uno de los ejes de la campaña era una reforma constitucional, que se votaba el mismo día de las elecciones, para indexar los aumentos de las jubilaciones a los incrementos del índice medio de salarios. Es decir: asegurar a los jubilados en la Constitución —no en la ley; en la Constitución— que sus pasividades aumentarían, cualquiera fuese la situación de las arcas del Banco de Previsión Social (BPS).
La reforma era un disparate económico pero contaba con el apoyo de casi todo el espectro político: todo el Partido Nacional (incluido Lacalle), los pachequistas, los comunistas… casi todos. Cuatro de cada cinco uruguayos votaron a favor. ¿Quién podía pretender ganar una elección presidencial tirándose contra los jubilados en un país envejecido como el Uruguay? Solo Batlle.
En Salto, Batlle habló fervorosamente en contra de la enmienda constitucional. Les dijo a sus seguidores que no la votaran. El periodista de Búsqueda veía que cada vez que mencionaba el tema, la gente no aplaudía. Pero Batlle seguía. “Eso nos va a traer inflación y, si se aprueba, no habrá más remedio que hacer un ajuste fiscal en marzo de 1990”. Fue lo que tuvo que hacer Lacalle. Pero los uruguayos no escuchaban: iban a votar “por los jubilados”.
Cuando terminó el discurso y regresó a la avioneta, Batlle le dijo al periodista: “¿Y? ¿Vio qué actazo?”. El periodista le respondió, por cortesía, con un apenas audible “sí”. Pero, en seguida, le comentó que le parecía que a la gente no le caía bien esa postura contra la reforma jubilatoria. “Perdóneme el atrevimiento, pero usted pesca votos en esta pecera; no está hablando para holandeses o ingleses. Y acá, la reforma esta será una locura o lo que usted quiera, pero la mayoría de los uruguayos quieren votarla. Me da la impresión de que, así, el que pierde votos es usted”.
Batlle no contestó. Miró por la ventanilla de la avioneta, que ya carreteaba en la pista. Pasaron 30 segundos y, sin mirar al periodista, comentó en voz alta: “¿Sabe una cosa? Capaz que tiene razón. Pero yo digo lo que pienso. ¿Y sabe por qué? Porque soy un hombre libre”.
Eso fue esencialmente Jorge Batlle: un hombre libre. Y fue mucho más que eso: fue, durante décadas, un promotor incansable de las ideas de la libertad y del liberalismo. Un liberal completo. Radical, convencido y auténtico.
En un país como Uruguay, donde por momentos el Estado se nos viene encima como el “ogro filantrópico” que tan bien describió el mexicano Octavio Paz, Jorge Batlle fue uno de los principales responsables de que las ideas de la libertad y el liberalismo hayan podido ser incorporadas al pensamiento colectivo en una magnitud tal que, por ejemplo, hoy el presidente Tabaré Vázquez está procurando concretar tratados de libre comercio y abrir el Mercosur como mecanismos idóneos para mejorar la calidad de vida de los uruguayos, sin tener que dar demasiadas explicaciones a sus bases electorales, que, como todos saben, son en gran parte comunistas, tupamaras, socialistas, socialdemócratas y proteccionistas.
Pero no fue solamente un campeón de la libertad “de boquilla”. Batlle no escribía: hablaba y actuaba. Y dejaba “el cuero en la estaca” cuando era necesario. Era un libertario radical porque no solo creía en la libertad económica sino que era un demócrata republicano a carta cabal. La libertad económica sin libertad política nunca le hubiera servido. ¿El dictador Augusto Pinochet con el liberal Hernán Büchi? ¿El dictador Juan María Bordaberry con el liberal Alejandro Végh Villegas? No estaba en el menú de sus opciones.
Por eso fue uno de los primeros políticos de fuste en alertar sobre la conspiración militar que acabó en el golpe de Estado de 1973. A raíz de esa denuncia, el gobierno de entonces lo mandó a la cárcel en 1972 por “ultrajar el honor” de las Fuerzas Armadas.
Por eso, durante la dictadura, trabajó todos los días para la recuperación de la libertad. Batlle no solía exhibir esos galones, que los tenía bien ganados, para sacar votos. Le importaba un bledo si eso le generaba la antipatía o la simpatía de las mayorías circunstanciales. Simplemente, consideraba que había hecho lo que debía. Eso era, para él, suficiente.
Es curioso que haya sido un Batlle uno de los principales contribuyentes a asentar en Uruguay la noción central de cualquier liberal en cuanto a cómo impedir que los gobernantes, sean individuos o mayorías, nos causen demasiado daño a nosotros, los gobernados. Es curioso porque Jorge Batlle perteneció, precisamente, a una familia entera de gobernantes. Jorge fue el cuarto presidente con ese apellido. Antes que él, su bisabuelo Lorenzo, su tío abuelo José y su padre Luis habían recibido esa distinción.
Pues bien: Jorge Batlle reivindicó siempre la vocación de servicio público de sus antepasados, aceptó la ideología “batllista” en la acepción dada por José Batlle y Ordóñez y defendió la figura de su padre, durante cuya gestión Uruguay apeló a la nefasta “sustitución de importaciones” y el Estado creció de manera monstruosa. Él decía que a cada uno le tocó gobernar en tiempos y en mundos diferentes y que hay que juzgarlos en función de esos contextos.
No cabe ahora entrar en esa discusión. Pero, en opinión de Búsqueda, Jorge Batlle desafió con valentía, coraje y respeto la parte negativa de una impronta familiar que marca hasta hoy la cultura más profunda de la sociedad uruguaya. En lo bueno (el republicanismo democrático acendrado) y en lo malo (el Estado y el gobierno como hacedores de la felicidad pública, y el individuo como objeto incapaz de forjarse su propio destino en libertad).
El pensamiento liberal clásico, que este semanario pregona y que Jorge Batlle encarnó, admite que no es posible mantener la totalidad de nuestra libertad y también reconoce que es necesario sacrificar una parte de ella para preservar el resto. La ley es siempre una infracción a la libertad pero su propósito es (debería ser) evitar el choque entre las libertades de unos y otros.
Batlle abrazó el liberalismo a sabiendas de que no es precisamente una ideología popular. Siempre fue difícil ir a las masas y convertirlas al discurso liberal. Es más fácil convertirlas al marxismo (o a sus sucedáneos). Pero, como ha dicho Guy Sorman, “esto se debe a que el liberalismo no es una religión. Es una actitud individual, un método de análisis, un enfoque autocrítico y un instrumento para aumentar la riqueza de los pueblos. Esa es nuestra fuerza y también nuestra debilidad”.
“El liberalismo se basa en actitudes muy fundamentales, muy universales del ser humano, que no requieren de cultura o educación. El espíritu empresarial se puede dar y efectivamente se da, por ejemplo, entre los zulúes que no han leído nunca a Von Hayek o a Friedman. En el fondo, quienes sostienen que hay pueblos que son, por naturaleza, dependientes y sumisos, que requieren de una autoridad fuerte, de un Estado poderoso para sobrevivir, sienten un profundo desprecio intelectual hacia el individuo”, dice Sorman. Batlle pensaba lo mismo.
Limitar el juicio sobre la vida política y la influencia de Jorge Batlle en la sociedad uruguaya al papel decisivo que le cupo en la salida exitosa a la tremenda crisis del 2002 sería mezquino. Pero no es posible ignorar el hecho, grande como un continente, de que Uruguay conservó su institucionalidad democrática, su salud económica y financiera y su relativa armonía social (con relación al resto de América Latina), gracias al capitán que estaba al frente del barco en medio de la peor tempestad de su historia reciente. Todos los uruguayos —incluso los que querían sacarlo de la presidencia en plena tormenta— le deben solo agradecimiento a Jorge Batlle. Ahí también dejó “el cuero en la estaca”. Y salvó al Uruguay de seguir el desastroso camino argentino, como recomendaban con insolente prepotencia los engreídos tecnócratas del Fondo Monetario Internacional.
A Batlle le decían “el loco”. Es verdad que con frecuencia tenía salidas extemporáneas y que funcionaba, como él decía, a base de la “combustión espontánea”. Pero, ¿loco? Solo para la mediocridad colectiva. Jorge Batlle era un político informado, culto, honrado y adelantado. En realidad, como dijo el presidente Vázquez en el Palacio Legislativo ante su féretro, fue un provocador del pensamiento. Sorprendía siempre y, además, se divertía seriamente.
El 11 de enero de 1864, al hablar sobre las “libertades necesarias” (la libertad individual, la libertad de prensa, la libertad electoral, la libertad parlamentaria y la responsabilidad gubernamental como garantía y salvaguardia de todas las libertades), Adolphe Thiers, el primer presidente de la Tercera República Francesa, dijo ante la Asamblea que “los hombres, tan pequeños ante la magnitud de los acontecimientos, no tienen otro valor sino el que les da la inteligencia de los principios y la fidelidad con que los hayan conservado a través de las vicisitudes”.
Jorge Batlle pasó ese examen con creces. Vivió a plenitud, como quiso vivir. Y murió en su ley: como seguramente le hubiera gustado irse.