N° 2044 - 31 de Octubre al 06 de Noviembre de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCircunstancias insólitas y hasta absurdas contribuyen a veces a que el olvido, ese gran rencoroso, caiga sobre artistas del tango que, tras cierto fulgor, solo perduran en la memoria de entendidos y viejos coleccionistas que todavía se emocionan y conmueven con ellos.
Egidio Alberto Aducci, que coleccionó seudónimos como Nico, el Cabezón o el Pingo de Lomas, este popularizado por Gardel, que fue su amigo y con quien compartió la pasión por el turf, nació en Lomas de Zamora, Buenos Aires, el 19 de junio de 1904. Influido por sus padres, que amaban la ópera, estudió desde niño canto lírico nada menos que con Eduardo Bonessi y con el italiano inmigrante Antonio Codegoni, que había sido primera figura de la Scala de Milán. Siendo adolescente, en una fiesta de su colegio realizada en el Teatro Español, cantó con éxito partes relevantes de Cavallería Rusticana y La traviatta.
Desarrolló un registro de tenor y una voz afinada, potente pero delicada, llena de matices.
No hay testimonios fielmente documentados que expliquen por qué, ya adulto, corriendo el año 1927, Aducci se dedicó a cantar temas camperos y especialmente tangos. A partir de entonces adoptó, hasta el final de sus días, el seudónimo artístico de Alberto Gómez y sus inicios, en tiempos de dúos como Gardel-Razzano o Magaldi-Noda, fueron con su amigo de la infancia Augusto Tito Vila, actuando en cafés y teatros de los suburbios hasta llegar a los escenarios de la calle Corrientes. La primera grabación para el sello Víctor data de mayo de 1929, acompañados por el guitarrista Manuel Parada: un simple que incluye Adiós, adiós y Soy un arlequín, emblemático tema de Enrique Santos Discépolo, llamado por Gómez “mi amigo del alma”.
El resplandor que significó Alberto Gómez en el mundo del tango fue muy fuerte entre estas fechas y fines de la década siguiente. Se fue apagando precisamente en la etapa de oro del tango ya evolucionado, la década de 1940, por la curiosa combinación de dos factores: por un lado, esos años los pasó viajando al exterior, en continuas giras por América Latina, alejado del público rioplatense; por otro, nunca se propuso ser —incluso separado de Vila, ya como solista— un típico cantor de orquesta, justo en el tiempo en que las voces adquirían en ella más protagonismo, dejando atrás la función del estribillista, aunque llegó a grabar unos pocos temas con ese marco, caso de Canaro, Donato, Maffia y Ciriaco Ortiz; siempre quiso oír a sus espaldas las guitarras.
Pero hay que recordar todo: entre sus comienzos a fines de la década de 1920, y durante toda la década de 1930, el público lo ubicó entre unas pocas preferencias ilustres: Carlos Gardel, Ignacio Corsini, Charlo, Agustín Magaldi y Agustín Irusta.
Fue un celebrado actor de teatro y cine —en la mítica Tango aparece cantando Mi desdicha y alcanza el protagonismo en Juan Moreira y Donde comienzan los pantanos— y es autor de tangos muy logrados: Del tiempo de la morocha, Tolerancia, Que nadie se entere, Cansancio, Esta es mi patria, Que sea lo que Dios quiera y la legendaria Milonga que peina canas.
Y fue el cantor preferido de Discépolo, que lo convocaba a estrenar sus temas cuando no reservaba ese privilegio para su mujer, Tania.
En un viejo reportaje, Gómez dejó un disfrutable testimonio de las obsesiones del autor de Cafetín de Buenos Aires:
—Empezaba por preguntarme: ¿Vos sabés lo que es un arlequín? Un títere, un autómata. Bueno, metete dentro del personaje, viví lo que él sufre, fijate en el dolor que atraviesa su alma, con tu voz tenés que imitar los brincos del desventurado, dar la sensación de que está sacudiéndose. Es su tremenda angustia… ¿entendés?
Era inflexible en todo cuanto se relacionara con la fidelidad a la imagen que había creado en cada poema.
Alberto Gómez, que actuó en Uruguay con frecuencia, siguió cantando, ya desgastado por la competencia y el olvido, hasta 1959, año en que murió tras una corta enfermedad y al principio del cual cantó con la orquesta de Pedro Maffia, en radio Belgrano, los tangos Orgullo tanguero, La mariposa y Duelo criollo, entre otros.
Sus discos todavía andan, alados, por ahí. Su imagen la preservan las fotos: pintón, elegante, simpático, siempre de sombrero, con el que disimulaba su calvicie.
Ciriaco Ortiz, el implacable humorista del tango, dijo:
—Cuando Alberto se despertaba a la mañana, su mujer le llevaba a la cama el mate y el sombrero…